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El sueño me evita. Me agito y me doy la vuelta en la cama extraña mientras intento rechazar la imagen sin rostro de un hijo por el que no puedo evitar sentir curiosidad. Jenny decía que venía en avión desde Vancouver. ¿Acaso se ha criado allí? ¿Me lo habré cruzado alguna vez en alguna calle desconocida? ¿Quién le adoptó? ¿Ha sido feliz? ¿A qué o a quién se parece? ¿Se preguntará alguna vez por mí?
Sueño con cuervos. El sueño es tan real que estoy segura de que estoy despierta y he andado sonámbula en medio de la noche. Estoy de pie en el claro junto al lago, detrás de nuestra granja. He visitado ese mismo lugar muchas veces, en sueños. Y cada vez me pregunto cómo he llegado hasta allí. ¿Conocen mis pies algún sendero mágico que mi mente ha olvidado?
Ante mí se encuentra una alfombra de aves de plumaje negro extendidas encima del prado y a lo largo de la costa. Llenan las ramas de los árboles y miran hacia abajo desde el tejado cubierto de musgo de la cabaña de Boyer. Miles de ojos de ébano me miran, mientras yo empiezo a moverme. Se separan cuando me acerco y dejan un camino que conduce a la puerta de la cabaña.
El bosque casi ha engullido del todo el cascarón quemado. Enmarañadas viñas vírgenes, con sus hojas naranjas y rojas marchitas, trepan por los troncos carbonizados. Mis pies me llevan sin sonido alguno hasta la puerta. Parece muy sólida y real. Me pregunto qué ocurrirá si la abro, pasando la mano entre las trepadoras. ¿Encontraré su fantasma esperándome dentro, después de todos estos años, preparado para las acusaciones, las explicaciones y el perdón?
Mi mano se levanta lentamente y busca el cerrojo de hierro. Cuando mis dedos tocan el frío metal, la puerta, las paredes, el techo y todo se convierten en polvo y se derrumban en una nube de humo etéreo, mientras los cuervos se alzan como si fueran uno solo, hacia el cielo.
En la oscuridad de la primera hora de la mañana corro por las vacías calles de Atwood. El resplandor rosa de las farolas pasa tamizado a través de la espesa niebla de la montaña. El rítmico golpeteo de mis zapatillas sube desde el pavimento. Cuando llego a Main Street tiemblo, no por el frío aire otoñal, sino por el recuerdo del sueño de la noche anterior y la visión de un rostro alzándose en el polvo de la cabaña desintegrada. El rostro que apareció no era el que yo esperaba. En lugar del rostro de River vi la cara adusta y llena de cicatrices de Boyer.
Cuando me desperté, todavía estaba oscuro. Incapaz de volver a encontrar el camino hacia el sueño, me quedé despierta, luchando con el pasado y con el presente. Mi cuerpo y mi mente estaban entorpecidos, lentos, por el viaje del día anterior en autobús y a través de los corredores del recuerdo. Salí de la cama y me puse la ropa de correr.
A los diecisiete años, después de trasladarme a Vancouver, empecé a correr todos los días. Al principio era una excusa para escapar de casa y disfrutar de unas pocas horas de soledad. Empezó como una forma de embotar mi mente. Y se convirtió en una forma de vida. Desde entonces he corrido siempre… huyendo de la culpa y de la vergüenza, de los recuerdos y los secretos, de las relaciones. Y de mí misma.
Pero esta mañana corro hacia algo. A diferencia del sueño de la noche pasada, sé exactamente adónde me llevan mis pasos. Sé lo que debo hacer, a lo que debo enfrentarme.
Corro por la calle desierta, junto a los antiguos edificios conocidos que albergan negocios desconocidos. Tiendas de esquí y de snowboard han reemplazado a la panadería y la carnicería. Las calles están llenas de cafeterías Quaint y tiendas de antigüedades, que ofrecen sus servicios al flujo de turistas que se agolpa junto a las cercanas montañas donde se esquía en invierno.
Al acercarme al borde de la ciudad, unos faros cortan la niebla que se está levantando. Sigo decidida y continúo corriendo, con los hombros rectos, mientras el coche pasa y el sonido de su motor desaparece detrás de mí. En la intersección de la autopista resisto al instinto de volverme hacia el norte, alejándome de Atwood, como suelo hacer. Esta vez no. Cojo aliento y me vuelvo hacia el sur, hacia el límite.
Ahora se llama Eaglewood. El nombre, tallado en un tronco macizo de cedro en la entrada, anuncia su existencia. La antigua carretera de grava ha sido pavimentada. Las farolas iluminan aceras y calles. Doy la vuelta saliendo de la autopista y corro por las vacías calles de la urbanización.
A través de los árboles veo las siluetas de las casas de madera y los chalés de estilo suizo. Esta urbanización, con parcelas de cuatro mil y ocho mil metros cuadrados, la han creado, en los terrenos de la granja, Boyer y su pareja, Stanley Atwood. Según Jenny, los propietarios estacionales de la mayoría de esas casas son americanos que han descubierto nuestro pequeño paraíso aquí, en las montañas Cascade. Me pregunto si alguna de esas casas pertenecerá a los jóvenes que, después de que se los amnistiara al acabar la guerra de Vietnam, volvieron a Estados Unidos y se convirtieron en banqueros y agentes de Bolsa. Estoy segura de que no pertenecen a ninguno de los hippies que se quedaron y se convirtieron en granjeros, tenderos y artistas.
El corazón me late en los oídos. Sigo delante, pasando por caminos, jardines, estanques decorativos y las oscuras casas ocultas entre los árboles. Doy la vuelta a un recodo y de repente estoy allí.
Aunque todo ha cambiado ahora, conozco este lugar. Aminoro el paso y acabo andando, dirigiéndome a la entrada de un amplio callejón sin salida. Enfrente, en medio del otro lado de la rotonda, una avenida bordeada de árboles conduce a una casa nueva de madera. Me detengo allí jadeando, mientras miro a través de la invisible barrera.
En algún lugar grazna un cuervo solitario. La ronca voz rebota en el silencio de la mañana. Una súbita ráfaga de viento trae un remolino de hojas otoñales secas desde los árboles. Revolotean hasta el suelo y resbalan por encima de los guijarros y van hacia la entrada de lo que en tiempos fue la gravera.
Aspiro aire con fuerza y echo a andar. Resisto la urgencia de mirar hacia atrás, por encima de mi hombro, y salir corriendo. Estoy decidida a borrar este miedo, a enfrentarme a él. Me concentro en la luz encendida en el porche de la casa que está al final del camino, y dejo que me atraiga hacia allí.
Ya no corro, pero mi corazón sí que corre al ir avanzando a través de la vasta extensión del callejón sin salida, y camino de la casa. Ya está. Lo he recorrido. Me quedo de pie delante de los escalones y miro hacia la casa.
No sé qué es lo que espero encontrar allí, después de todos esos años, cuáles son los demonios a los que creo que podré enfrentarme. No hay nada aquí, ningún mal acechando entre las sombras. Ningún fantasma del pasado me espera. Es solo un sitio más. La gravera, que me ha atormentado durante todos estos años, no existe ya. La ha reemplazado esta bonita casa.
La casa de cedro y piedra parece cálida y acogedora. Tiene el aspecto que debe tener un hogar en el campo, como si hubiese crecido aquí. La luz surge por los ventanales de la cocina mientras subo los escalones de granito del porche.
Cuando levanto la mano para llamar, tengo que reprimir los pensamientos que todavía intentan colarse en mi conciencia. La gravera quizá haya desaparecido, pero no el recuerdo, y el oscuro secreto enterrado con aquel recuerdo. Ahora, todos los años de protección de ese feo secreto han resultado en vano. Dentro de unas pocas horas me veré obligada a enfrentarme al resultado de los horrores de aquella noche. Y al final el joven también tendrá que conocer la verdad de su existencia. ¿Cómo puedo decírselo? ¿Cómo puedo decirle que él, mi hijo, es fruto de una violación?
Dejo que mi mano enguantada llame a la puerta de madera. Oigo unos pasos dentro. La puerta se abre de par en par. Y Jenny sale a abrazarme.
—¿A qué hora dijiste que vendrían? —digo.
Ya es hora de empezar a llenar los huecos.