4
Nettie
Oye llorar al bebé.
El vagido insistente de un recién nacido flota en la oscuridad y la despierta de su sueño inquieto.
No, espera. No puede ser. El bebé nació muerto. Pero está llorando. ¿Cómo puede ser eso? El niño está muerto. Se ha ido al cielo. No. Al purgatorio.
Ahora ya sabe dónde está. Con él. En el limbo. Para siempre. Ha condenado al niño sin bautizar a pasar la eternidad en la nada. Ella se merece estar allí, pero él no. Debe decírselo a alguien. Debe decirles que está llorando.
—Calla, Nettie —susurra una voz suave—, en esta sala ya no hay bebés.
Nota una mano cálida en la frente, que retira los mechones de su pelo. Durante un momento piensa que es Gus. ¿Debería contárselo?
Se echa a nadar contra la corriente de drogas que fluye por sus venas. Sale a la superficie y se encuentra con unos ojos familiares que la miran. Ojos amables, cariñosos. Pertenecen a Barbara Mann, la nieta de un viejo amigo. Ahora ya sabe dónde está. Está en el hospital. En la unidad de cuidados intensivos, en la tercera planta.
Barbara es la enfermera nocturna. Nettie le cambiaba los pañales.
La voz, el contacto, vuelven a traer a Nettie, pero las drogas son más fuertes.
Lucha por quedarse un momento más. Intenta agarrar el brazo de la enfermera. Tiene que decírselo, tiene que decírselo a alguien.
—Tranquila, Nettie —canturrea suavemente Barbara—. Vuelve a dormirte.
Y Nettie dice, desde un túnel largo y tortuoso:
—Natalie…
Pero es la voz de la enfermera la que responde, con tono cantarín:
—Calla, querida, sssh… Todo va bien, Nettie. Déjate llevar ahora.
Y Nettie responde:
—No, todavía no…
Pero ya es demasiado tarde. Se desliza por una trampilla invisible.
En algún lugar el bebé llora de nuevo, pero Nettie está de pie en su cocina, en la granja.
Esto es real, piensa, lo otro era un sueño.
Todo lo ve muy claro. Examina el tablero de la mesa, el linóleo moteado de verde. Sus dedos trazan los aros familiares dejados por mil tazas de café. Esta mesa, construida por el padre de Gus, es lo bastante grande para que se sienten a ella una docena de personas. Es sólida, real, y tan vieja como la granja. Todos los temas importantes de su familia, de la granja, se han discutido y planeado en esta mesa. Todos los preparativos para la vida. Aquí se ha cortado, troceado, envasado y encurtido; aquí se ha desplumado, destripado, amasado y horneado.
Examina las diversas hortalizas extendidas encima de la mesa. El aroma a tierra intenso y arcilloso todavía está adherido a las patatas, zanahorias y remolachas. Debe apresurarse a prepararlas. Hay montañas de carne que cortar y picar, pollos que desplumar. No acabará antes de que llegue todo el mundo.
Resuenan los pasos de Natalie tras ella. Su hija se va. Nettie quiere volverse e impedir que se vaya, pero hay que hacer demasiadas cosas. Tiene las manos ocupadas. Chas, chas, chas. Un montón de carne cortada a daditos se alza frente a ella. Oye el chasquido de la puerta mosquitera. Coge un puñado de carne fresca y la echa en la máquina de picar que está en el extremo de la mesa.
La puerta de la cocina se cierra de golpe; ella no se vuelve. Quiere llamar, pero tiene que hacer aquello. Suenan pasos lentos, dubitativos, en las escaleras del porche. Nettie cuenta cada paso, cada pisada. A la cuarta pisada su hija se para y espera… espera que la llame. Nettie abre la boca, pero no sale ningún sonido. Quiere gritar. Quiere decirle a Natalie que ha oído llorar al bebé, pero no puede formar las palabras. Demasiado tarde. La última pisada resuena y desaparece.
La mesa gira ante ella. Se zambulle en un mar de linóleo verde. Este se la traga y ella se ahoga en la oscuridad, en la nada.