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Durante aquellos años de mi adolescencia, a la hora de comer se acumulaba en nuestra mesa mucha más gente de lo normal. Chicos de la ciudad. Amigos de Morgan y Carl. Todos estaban deseando acarrear cubos de leche, perseguir a las vacas o arrojar balas de heno a cambio del privilegio de pasar algún tiempo «en el rancho». Aparecían habitualmente los fines de semana y durante las vacaciones de verano. Parece que todo el mundo deseaba vivir en nuestra casa durante aquellos años inocentes. Nuestra mesa estaba tan llena a veces que cuando Jake todavía vivía con nosotros, se negaba a sentarse a comer allí. Entraba a hurtadillas en la cocina y le gruñía a todo aquel que se sentara en su sitio a un extremo de la mesa, o cerca de él.
Después de empezar el instituto, nuestro hogar se vio súbitamente invadido por los cotorreos de jóvenes voces femeninas. Mis nuevas amigas. Nunca encontraban el momento de irse a su casa. Durante los meses de verano la cosa empeoraba tanto que papá amenazaba con cambiar el letrero de Granja Ward que se encontraba encima de nuestra cancela por Hogar Ward para Jovencitas Descarriadas. Carl bromeaba:
—Última parada de camino a Nuestra Señora de la Piedad. —Papá le dijo que vigilara lo que decía.
Elizabeth-Ann era la que nos visitaba con más frecuencia. La primera vez que telefoneó y susurró: «Natalie, mi papá está borracho. ¿Puedo ir a tu casa?», no fui capaz de negarme. Antes de que pasara mucho tiempo dejó de pedírmelo y simplemente aparecía por allí, a veces incluso las noches que había colegio.
Desde la fiesta de los pijamas yo no había vuelto a casa de los Ryan.
Además de no querer tropezarme con el señor Ryan, no tenía interés alguno en la vida de la ciudad. Creía que mi familia, mi hogar, era mucho mejor que cualquiera de esas casas apiladas en las laderas de las colinas de Atwood. Cuando buscó mi amistad, permití a Elizabeth-Ann que entrase en mi vida porque creí que mi mundo era perfecto, y el suyo no.
Nos hicimos íntimas, supongo, de esa manera que ocurre con las amigas que necesitan algo unas de otras. Aunque yo pensaba que al principio lo que la atraía era Boyer, mi amistad con Elizabeth-Ann fue creciendo, y empecé a buscar de verdad su compañía.
Estoy segura de que ella, como las demás chicas, pensaba que era un buen trato. Todas querían pasar el tiempo en la misma mesa que los chicos Ward. Coqueteaban y flirteaban, y fingían que eran adultas, lejos de la mirada de sus padres. A cambio me entregaban su amistad. Intentaban enseñarme los últimos trucos de belleza, me prestaban o me regalaban faldas cortas a la última moda y conjuntos de jersey y chaqueta de punto. Si para ellas parecía un intercambio justo, para mí, al principio, no era más que una indulgencia y una curiosidad. Me aferraba con obstinación a mi aspecto de chicazo.
Nuestro pajar se convirtió en el lugar favorito, en cuanto convencimos a mamá de que nadie fumaría allí. Yo las seguía cuando trepaban por la escala que había a un lado del establo, e iban pasando por encima del heno suelto hasta las puertas abiertas de arriba. Desde aquel punto privilegiado espiaban a mis hermanos, que trabajaban debajo, y luego les daban ataques de risa cuando ellos lanzaban alguna miradita hacia allí. Por supuesto, mis hermanos eran conscientes de todo aquello. Morgan y Carl se paseaban muy ufanos aquellos días, como gallitos de corral, y fingían incluso entre ellos que nuestra pequeña granja era un «rancho», tan romántico como lo veían aquellas jovencitas hipnotizadas. Yo vigilaba de cerca a Elizabeth-Ann, que probaba sus mañas con Boyer. A la hora de comer se peleaba en la mesa para ocupar un sitio a su lado. Usaba cualquier excusa para pedirle que le pasara algo, pestañeando con descaro cada vez que hablaba con él.
Boyer era inmune a sus flirteos, y la trataba con la misma indulgencia cortés con la que trataba a todos excepto a su familia. Y cada vez que me guiñaba un ojo o me sonreía yo me envanecía, llena de superioridad, sabiendo que todavía era «su chica».
Creo que cada una de las chicas que vino a nuestra granja soñaba con encuentros románticos en el pajar con uno de mis hermanos. Estoy segura de que en algunos casos ocurrió de verdad. Sin embargo, aquellos primeros veranos tenían que contentarse las unas con las otras, fingiendo que los esbeltos brazos blancos que las sujetaban eran bronceados y musculosos. Yo las observaba con divertida curiosidad cuando rodaban por el heno suelto, frotándose los pechos incipientes entre sí, como ensayando para lo de verdad. Incluso sentí algo, la pequeña inflamación de una chispa de interés, al verlas practicar el beso con lengua. Ciertamente, más que cualquier chispa que pudiese imaginar que sentía por los chicos del instituto, con sus caras pálidas, o por alguno de los amigos de mis hermanos. Cuando empezamos a encender hogueras junto al lago, detrás del campo trasero, y a jugar a la botella, yo rezaba para que el cuello de la botella no señalara hacia mí. Cuando pasaba, me retiraba hacia la oscuridad con alguna pareja también bastante reacia y susurraba: «No lo hacemos y decimos que lo hemos hecho». Y cuando me obligaban a hacerlo, notaba un temblor de náuseas al notar que una lengua húmeda me tocaba los labios. Secretamente empecé a creer que nunca sentiría la menor sacudida de excitación o atracción hacia el sexo opuesto.
Pero todo aquello cambió cuando llegó River.