17
Mamá y yo nos pasamos la mañana siguiente quitando malas hierbas del huerto. Trabajar fuera, en el huerto, con mi madre, era una de mis tareas favoritas. Me encantaba notar la tierra en las manos, su olor y el de las plantas calientes por el sol. Me encantaba escuchar el sonido de la suave voz de mi madre mientras charlábamos y recorríamos las hileras.
La miré por encima de las zanahorias con sus frondas plumosas. Mamá se incorporó y se llevó las manos a la cintura para enderezarse. Arrojó un puñado de pamplina en una cesta que ya estaba repleta. Luego se puso de pie, recogió la cesta y se dirigió hacia el corral.
«Las chicas de Nettie», así era como llamaban todos a sus gallinas. Sus aves eran una especie de fenómeno local porque seguían poniendo verano e invierno. Todo el mundo quería conocer su secreto. Unos pocos, en broma, se ofrecieron para contratar a mamá y que entrenase a sus gallinas. Intentaban el truco de ponerles una radio en el gallinero noche y día, añadían cáscaras de huevo a su alimentación, pero al final, según decían, la única diferencia era mamá.
Papá decía que las gallinas, como todos aquellos que la conocían, estaban enamoradas de mamá. Estaba seguro de que ponían un huevo cada día solo para complacerla. Y el dinero de los huevos de mamá seguía acumulándose.
—Hola, señoras —las llamó, al acercarse al corral. La bandada se volvió como una sola ave al oír el sonido de su voz. Las gallinas corrieron hacia ella desde el otro lado de la tela metálica, con sus cabezas de pistón moviéndose al unísono. En cuanto entró en el gallinero, todas se arremolinaron en torno a sus piernas, se frotaron contra sus botas y se empujaban para acercarse a que las acariciase. Ella se inclinó y, con mucho cuidado de dedicar a todas la misma atención, pasó la mano por sus lomos cubiertos de plumas blancas, mientras las aves se agachaban hasta el suelo.
Una vez, cuando era muy pequeña, cometí el error de intentar acariciar a una de las aves. Mientras mamá emitía sonidos de cloqueo y extendía puñados de grano en un amplio arco a su prole, yo me incliné a acariciar un lomo blanco. Antes de que mis dedos tocasen una pluma, una cabeza coronada de rojo salió disparada. Apareció una gota de sangre donde el pico, afilado como una navaja, golpeó el dorso de mi mano. De repente, un chaparrón de ojitos redondos y picos naranjas se echó sobre mí. Caí hacia atrás, y luego salí corriendo y chillando por el corral, intentando escapar del frenético ataque de los picos que atacaban mis piernas desnudas.
Mi madre me cogió en brazos y me apoyó en su cadera. Yo me agarré con las piernas a su alrededor.
—Vale, vale, cariño —me tranquilizó, mientras yo sollozaba en su cuello—. Es que no te conocen.
Pasó mucho tiempo hasta que volví a aventurarme dentro del corral. Por aquel entonces, Boyer ya había añadido otra palabra de diez peniques a mi vocabulario: alectorofobia.
—Esas aves no quieren que nadie se acerque a ellas salvo mamá —me consoló papá cuando oyó hablar de mi terrible experiencia—. Creen que ella es su condenada madre. Juraría que esos pollos hasta ronronean cuando los acaricia.
Cuando mamá hubo repartido las malas hierbas y la parte verde de las hortalizas a sus «chicas» del corral, volvió al jardín. Cogió dos azadas de mango largo y me pasó una de ellas.
Trabajábamos la una junto a la otra, acollando las patateras. El sol de mediodía me calentaba la espalda. Llenaba mi nariz el aroma intenso de la tierra recién removida, y el pesado perfume que se desprendía de la rosaleda.
La rosaleda era el dominio de mi madre. Yo pensaba que mamá insistía en atenderla ella sola porque fue un regalo de bodas que le hizo mi padre. Después me di cuenta de que sus excursiones semanales eran más una cuestión de voluntad que un asunto amoroso. A veces me sentaba fuera, en el tejado inclinado que quedaba junto a mi ventana, y la veía trabajar debajo. Atacaba aquellos rosales con unas tijeras de podar, unas podaderas o incluso una sierra de mano. Nunca acababa de librarse de los prolíficos vástagos y chupones. Los arbustos creían retorcidos y enmarañados, por mucho que los cortara en otoño, tanto, a veces, que parecía imposible que se regenerasen alguna vez. Sin embargo, cada primavera brotaban nuevos retoños y llenaban el jardín de ramas gruesas y cargadas de espinas y de capullos de rosa, una vez más.
—¿Por qué no coges nunca las rosas, mamá? —le pregunté. Justo entonces oí el camión de la leche que iba a la lechería.
Mamá apoyó la azada en la verja.
—Las rosas se mueren demasiado deprisa —me dijo. Abrió la cancela del huerto—. Además, las flores en casa me hacen pensar en funerales y muerte.
La única persona a la que yo conocía que se hubiese muerto era mi abuela. Tenía doce años cuando murió la abuela Locke. Solo nos había visitado unas pocas veces, pero nunca olvidaré cómo nos miraba a mis hermanos y a mí, como si tuviéramos la culpa de lo mal que le iba a su hija en la vida. Como si por existir, simplemente, tuviésemos cautiva a nuestra madre, que estaba destinada a cosas mucho mejores, en contra de su voluntad. Y recuerdo las únicas palabras de consejo que me dijo mi abuela.
—No te cases nunca con un granjero, Natalie —me dijo—. Recuerda que es tan fácil amar a un hombre rico como a uno pobre. —No se le ocurría nunca, o no le importaba, si es que lo había pensado, que era mi padre quien pagaba su billete de autobús, siempre que venía a visitarnos.
Seguí a mamá y salí del huerto.
—¿Por qué a la abuela Locke no le gustaba papá? —pregunté, pero mis ojos miraban a River, que saltaba del camión. Su cola de caballo rebotaba en su espalda mientras iba descargando las cajas vacías del camión.
Mamá cerró la cancela detrás de nosotras.
—Bueno, no es que no le gustase él —dijo—, sino su forma de ganarse la vida. Y cuando empezó a llamarme Nettie… Mis padres, los dos, pensaron que era una barbaridad.
—Ah, sí, los difuntos Leslie y Christine Locke —exclamó la voz de papá desde la parte de atrás del camión de la leche—. El rey y la reina de Victoria.
—Vamos, Gus —respondió mamá. Le había oído usar esa expresión tantas veces que cuando era pequeña pensaba que era una sola palabra.
—No creo que tu familia te perdonara nunca por haberte casado con un lechero —replicó papá, pasándole a River una caja vacía—. Y según ellos, un maleducado, además. —Y añadió—: Quizá ese era precisamente mi atractivo.
Corrí hacia el camión y fui a coger la siguiente caja de leche, y luego seguí a River hacia la lechería. Él apiló su caja, luego me sonrió y me cogió la mía.
—Te has quemado un poco con el sol ahí, Natalie —dijo, y me dio un golpecito en la punta de la nariz.
Me pregunté cuánto sería quemadura del sol y cuánto por andar alrededor de él. Nadie más tenía el poder de hacerme enrojecer, solo River. Aunque llevaba en casa un mes, todavía se me trababa la lengua cuando él estaba presente.
Fuera, me dirigió una mirada conspirativa al ver que mis padres continuaban discutiendo sobre esto y lo otro. Después de almacenar todas las botellas de leche vacías en la lechería, seguimos a mamá y papá a casa para comer.
Papá pasó el brazo alrededor de los hombros de mamá.
—Bueno, Nettie —dijo—. Tengo que darte la enhorabuena.
—¿La enhorabuena?
—Sí, por haber encontrado a tus parientes perdidos —dijo papá, maliciosamente—. Nos hemos encontrado con Gerald Ryan esta mañana.
Mamá se detuvo en seco, de modo que casi tropiezo con ella. Se volvió y miró a River, que hacía esfuerzos por mantener la cara seria, y luego a papá.
—Oh… yo… —tartamudeó, mientras el rubor cubría sus mejillas—. Yo no pensaba que… yo creí…
—Sí, gracias por responder por mí, prima Nettie —dijo River, arrastrando las palabras.
—Siempre he sabido que querías una gran familia —continuó mi padre—. Pero no me daba cuenta de hasta dónde podías llegar. —Se echó a reír y atrajo a mamá hacia sí.
Yo solté el aliento que había retenido sin darme cuenta.
—Y ese es el único motivo por el que me casé contigo —dijo mamá desdeñosa, y se apartó de su brazo, con fingida ira. Pero me pareció que estaba aliviada también.
River corrió hacia la cancela y, con una reverencia exagerada y un gesto con el brazo, la hizo pasar a ella y luego a mí.
—No te lo creerás —me dijo papá, mientras pasaba junto a River como si no estuviese allí—. Cuando tu madre me vio fue amor a primera vista.
—¡Ja! Para ti, igual sí. —Mamá llevaba la espalda muy recta y la barbilla alta, mientras subía los escalones del porche.
Papá corrió tras ella y le abrió la puerta mosquitera. La sujetó mientras mamá y yo entrábamos en la cocina. Luego nos siguió, dejando que la puerta se cerrase tras él. River llegó justo cuando se cerraba. Dentro, mamá y yo nos quedamos ante el fregadero, quitándonos la tierra del huerto de las manos.
—Si hubieras visto la cara de tonto que puso tu padre cuando me vio, en lugar de ver a la tía Elsie, en su puerta, la primera mañana que pasé en la ciudad —dijo ella, ignorando a mi padre—. Se quedó allí de pie con una botella de leche en cada mano, como si se las acabara de encontrar y no tuviera ni idea de para qué servían.
River se rio. Mientras apartaba la mesa de la cocina de la ventana, preguntó:
—¿Y qué llevó a una chica de ciudad a Atwood, Nettie?
Mamá pensó un momento y luego dijo:
—Bueno, mi padre se alistó en la marina en 1939, en cuanto estalló la guerra. —Retiró la tetera del fogón, la llevó al fregadero y la fue llenando mientras hablaba—. Nos dejó a mi madre y a mí en Victoria, en la isla de Vancouver, y se hizo a la mar. Después de Pearl Harbor, cuando los americanos se unieron a la guerra, mamá se dio cuenta de repente de que Japón estaba «justo al otro lado del mar». Una semana más tarde me envió a vivir con su tía Elsie, aquí, en Atwood.
—Y luego me vio y se quedó sin habla —dijo papá. Me guiñó un ojo antes de dirigirse hacia el baño.
—No exactamente —precisó mamá, por encima de su hombro. Cerró el grifo y levantó la tetera del fregadero.
River corrió hacia ella, le cogió la pesada tetera de las manos y la llevó al fogón. Mamá le contempló un momento y luego volvió al armario.
—Dile a River lo del baile —le apunté. Había oído la historia de cómo se conocieron mis padres muchas veces. Pensaba que era tan romántico que quería que River lo oyese también.
Ella sacó los cubiertos del cajón y continuó:
—Tu padre no pudo ni siquiera tartamudear un «hola» aquella primera mañana. Yo me había olvidado por completo de él cuando apareció en la fiesta de Navidad del Miners’ Hall, el fin de semana siguiente.
—Para sorpresa y deleite de un gran número de emocionadas jovencitas que estaban allí, debería añadir —dijo papá, por encima del sonido del agua corriente.
—Eso es verdad —susurró mamá.
—Sí, claro que lo es —confirmó mi padre. Salió del baño secándose la cara con una toalla—. Vi a todas esas damas levantar la vista esperanzadas, con sus carnés de baile dispuestos, cuando yo entré en la sala. Pero atravesé la pista de baile y fui directamente a donde estaba vuestra madre y dije: «Creo que este es mi baile». Ella miró su carné de baile, luego a mí, se guardó el carné en el bolsillo y dijo: «Sí, yo también lo creo».
Mientras River se metía en el asiento detrás de la mesa, pronunció con sigilo las palabras: «¿Carné de baile?» e intercambiamos una sonrisa secreta.
—Nunca he sido de esas que hacen escenas —bufó mamá. Estaba cortando pan en el aparador—. No es que tuviera precisamente muchas parejas para escoger. Después de todo, estábamos en guerra. Escaseaban los hombres solteros y yo era nueva en la ciudad. Los únicos nombres que tenía en el carné eran de amigos de mi tía. Cuando acabó la canción…
—¿Y qué canción era? —graznó mi padre.
—It had to be you. —Mamá levantó las cejas hacia mí, mientras poníamos la mesa—. Bueno, el caso es que cuando acabó el baile, di las gracias a tu padre cordialmente, pero con firmeza. Luego volví con Allen Mumford. Era el nuevo médico de la ciudad por aquel entonces. Su nombre sí que estaba en mi carné. Mientras Allen me sacaba a bailar, vi que tu padre se iba.
—Nunca he sido de los que fuerzan la situación —replicó papá.
Estaban ya metidos en harina, y no necesitaban que los pinchase más. Eché una mirada a River y capté la divertida expresión de su rostro mientras le pasaba una bandeja con fiambres del frigorífico.
—A la mañana siguiente, cuando fui a entregar la leche a la tía Elsie —siguió papá—, la puerta delantera se abrió y salió tu madre. Bajó las escaleras saltando, abrió la puerta del acompañante del camión de la leche, se subió, cerró la puerta y dijo: «Creo que este es mi asiento», sin sonreír siquiera.
Quién saltó corriendo hacia quién depende de quién cuente la historia. En la foto de boda que se tomó ocho meses más tarde, mi padre parece como atontado. Él dice que es porque todavía no podía creerse que estuviera allí de pie junto a aquella «bellísima desconocida», su mujer, diez años más joven que él. Le había propuesto matrimonio en su segunda cita, después de unos cuantos tragos de whisky de una botella metida en una bolsa de papel marrón. Ella le sorprendió tanto al decirle que sí, que se fue al callejón que había detrás del cine Roxy y vomitó.
Mamá dice que se habrían casado antes aún, si no hubiesen tardado en convencer a los padres de ella, que tuvieron que dar su consentimiento porque solo tenía diecisiete años. Cuando amenazó con huir a Estados Unidos y casarse sin su consentimiento, una amenaza muy real porque la frontera estaba a solo unos minutos de distancia, sus padres se rindieron. Si hubiese sabido que se convertiría a la Iglesia católica, decía mi abuelo, «habría venido aquí mismo en persona y la habría raptado, arrastrándola a casa, y la hubiese atado a la cama hasta que se le pasara la locura».
—Pero lo averiguó demasiado tarde —dijo mamá—. Papá estaba en alta mar cuando el padre Mackenzie nos casó en Saint Anthony. Tu abuela se dio cuenta de que era una iglesia católica solo unos minutos antes de la ceremonia.
Mi abuela tampoco era de las que hacen escenas, pero nadie en la iglesia aquel día habría dicho que los sollozos y lágrimas que derramó no eran las habituales lágrimas de alegría de la madre de la novia.
Contrariamente a lo que creía mi abuela, una creencia que mantuvo hasta el día de su muerte, según papá, mi madre insistía en que nunca lamentó haberse convertido en la esposa de un granjero. Desde el momento en que se subió al camión de la leche de la granja Ward por primera vez, dijo que su corazón quedó cautivado.
—Realmente, de lo que me enamoré primero fue de la granja —decía, nostálgica, con la tetera silbando sobre el fogón.
Intenté imaginar qué era lo que había encontrado tan atractivo cuando saltó por primera vez de aquel asiento que había ocupado a la fuerza aquella mañana de invierno. En diciembre, el campo suele estar oculto bajo una capa de nieve tan espesa que resulta difícil creer que haya algo más que un blanco interminable, o que los campos y jardines vuelvan a reverdecer alguna vez. Todo el invierno la granja entera y las colinas que la rodean están completamente cubiertas por una pesada alfombra blanca. Las vacas se amontonan, cerca del establo, sobre un barro marrón hecho de nieve derretida y estiércol. Aun así, oyendo a mamá describir la escena, resulta fácil comprender lo romántica que fue su primera impresión de la granja.
—Era como una postal navideña —decía—. La nieve colgaba pesadamente de las ramas de los árboles, y cubría el establo como la gruesa cobertura de un pastel. Caían unos copos grandes y silenciosos, empolvando los lomos de las vacas y los caballos. Un hilo de humo salía formando volutas de la chimenea de ladrillos de la granja. Era muy hermoso… —musitó—. En la lechería, el olor de la crema, del cemento húmedo y la lejía era tan familiar para mí como lo es ahora.
—¿Estás segura de que no fue el beso que te robé en cuanto se cerró la puerta detrás de nosotros? —bromeó mi padre.
Mamá lo ignoró y vertió agua hirviendo en la tetera. Sabía con certeza, siguió diciendo, mientras seguía a papá a través del laberinto de montones de nieve que llegaban hasta el hombro, hasta la granja, que iba a conocer a su futura familia política.
Al colocar la tetera encima de la mesa, papá se acercó por detrás de mamá y le pasó los brazos en torno a la cintura.
—Y ese fue nuestro día de suerte —dijo, mientras hacía que se diera la vuelta—. Debajo de aquellas nubes de nieve, el sol brillaba con fuerza. ¿Verdad, Nettie?
Noté que un relámpago de algo semejante a la pena llenaba los ojos de mamá mientras papá la abrazaba. Apareció y desapareció con tanta rapidez que pensé que me lo había imaginado. No podía asegurar si River lo había notado o no, porque cuando le miré se estaba examinando detenidamente las uñas.
Mientras papá cantaba una versión muy desafinada de It had to be you, mamá frunció el ceño, con fingida exasperación.
—Ay, Gus —suspiró, dejando que él la llevara por la cocina en un baile exageradamente lento y ondulante—, pues claro que sí.