5

En el resplandor de la pantalla del ordenador, aprieto la primera tecla de marcado rápido de mi teléfono. El número de casa de Jenny.

—¿Diga? —La voz de Nick responde tras solo un timbrazo. Solo un hombre cogería un teléfono después de un solo timbrazo. No he conocido aún a ninguna mujer que no espere al menos hasta el segundo timbrazo antes de responder. ¿Será porque no podemos desprendernos de la antigua idea de que no deben considerarnos demasiado ansiosas, demasiado disponibles?

—Hola, Nick. Espero que no sea demasiado tarde para llamar.

—No, claro que no —me asegura, y pregunta—: ¿Qué tal, mamá?

Mamá, con qué facilidad ha empezado a llamarme así. Charlamos unos momentos diciendo las trivialidades que se espera. Nick Mumford, yerno mío desde hace tres años, está mucho más a gusto hablando conmigo que yo con él. Pero el tiempo ha ido erosionando mi resistencia, una resistencia que yo ya sentía antes siquiera de conocerlo. Nick, cuyo abuelo era el médico de nuestra familia cuando yo era pequeña, es uno de esos giros absurdos de la vida que muestran el irónico sentido de lo inevitable. Igual que el hecho de que Jenny eligiese para hacer su internado médico el Hospital Saint Helena, en Atwood. Cuando me dijo que estaba saliendo con el nieto del viejo doctor Allen Mumford, supe que acabaría con él. Y supe que acabaría estableciéndose en la ciudad que yo había pasado la mayor parte de mi vida adulta intentando evitar.

—Aquí está Jenny.

—Hola, mamá. ¿Qué tal estás? —Al oír la voz de mi hija, me siento abrumada y noto lo mucho que la echo de menos.

—Estoy bien. Es que acabo de hablar con Boyer…

—Ya lo sé. Le he visto en el hospital. Le he pedido que te llamase.

No me sorprende. Jenny es la típica hija de padres divorciados; siempre intentando arreglar las relaciones rotas. En lo referente a su tío y a mí, usa cualquier excusa para obligarnos a hablar el uno con el otro.

—Jen, ¿cómo está en realidad? Quiero decir que cuánto…

—Es difícil decirlo —responde, y el tono profesional de la voz de una médica invade sus palabras al relatar el pronóstico—. Está débil, pero todavía puede resistir, pero claro, no lo sabemos. No esperes demasiado, mamá.

—Cojo el autobús de las seis —le digo—. Llego al apeadero a las nueve de la noche de mañana. ¿Podrás venir a recogerme?

La salida de la autopista Trans-Canadá está a cincuenta kilómetros al norte de Atwood. El autobús solo se detiene en ese lugar solitario de la carretera si alguien espera a pasajeros que hacen transbordo.

—Claro que iré a buscarte —asegura Jenny—. Podemos parar en el hospital e ir a ver a la abuela de camino a casa.

—Bien —digo, y luego dudo—. Pero me alojaré en la ciudad, en el Alpine Inn.

—¿Por qué? —me pregunta. La voz de la médica ha desaparecido ya, reemplazada por la queja de los sentimientos heridos de una hija—. Tenemos muchas habitaciones en nuestra casa nueva, mamá. Ni siquiera la has visto aún…

—Ya lo sé. Y la veré. La veré. Es que desde el Bed and Breakfast tengo el hospital al lado.

—Puedes usar uno de nuestros coches cuando estés aquí. —Como no respondo de inmediato, añade, con un suspiro de impaciencia—: No se ve la granja desde el lugar donde nos hemos construido la casa.

Ya lo sé. Sé exactamente dónde está su casa nueva.

—Por favor. Por favor, compréndelo, Jenny. Quiero quedarme en la ciudad. Ven a recogerme, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dice, con resignación—. Podemos discutirlo de camino a la ciudad. —Hay un momento de silencio en la línea hasta que añade—: Tengo que hablar contigo de otra cosa, mamá.

Mi estómago vacío da un vuelco. Consigo mantener la voz tranquila mientras le pregunto:

—¿Qué es?

—No, por teléfono no.

De vuelta a la cama, no consigo dormir. Me siento tentada de levantarme y leer para pasar la noche. Dios mío, al final me he vuelto como mi madre… Desearía tener su fe, en momentos como este. Y su creencia en el poder de la oración. Pero eso lo perdí hace mucho tiempo.

Junto a mí, la respiración regular de Vern llena el silencio mientras lucho con las imágenes de mi lejana familia.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que no podía imaginar siquiera que mi familia no fuese a estar siempre unida. Hubo un tiempo en que lo único que quería era estar con mi hermano mayor, Boyer, a quien idolatraba durante mi niñez. Entonces mi momento favorito del día era cuando me sentaba en su habitación para jugar a «palabras de un penique», un juego de ortografía que Boyer me había enseñado en cuanto aprendí a hablar. Y por la noche, echarme en la cama y oír a mi madre tocar al piano mi canción favorita en el piso de abajo, en el salón.

Cuando era joven, pensaba que ella había inventado esa canción solo para mí. Y cada vez que se lo pedía, no importaba lo que estuviera haciendo, mi madre siempre, siempre lo dejaba todo y se sentaba al piano y me tocaba Love me tender.

Casi puedo oírla ahora, mientras el viento del norte juega entre las ramas de los abetos, junto a la ventana de nuestra habitación.

Suena la alarma. Como si hubiese estado esperándola, Vern se incorpora. Echa atrás las mantas y baja los pies desde la cama con movimientos deliberadamente lentos. Sé que cree que todavía sigo dormida. Esto se ha convertido en una rutina matutina para nosotros: Vern se levanta el primero y me deja dormir hasta que toma una ducha y prepara el café.

—Hay un autobús a las seis —le informo, saltando de la cama. Le explico el horario mientras le sigo al baño. Se ofrece a llevarme, una vez más.

—Al menos hasta el apeadero de Cache Creek —insiste, levantando la vista desde el lavabo—. Te ahorro la espera allí. De esa manera, puedes dormir unas horas más antes de irte.

Yo saco mi neceser y empiezo a llenarlo.

—Puedo dormir en el autobús —contesto, pero mientras lo digo sé que no es verdad.

Vern aprieta demasiado el tubo y la pasta de dientes chorrea y cae en el lavabo.

—Quiero estar allí contigo, Natalie —dice—. Quiero conocer a tu madre antes de que… —Y se muerde los labios, para que la palabra no se escape de su boca—. Mientras todavía tenga ocasión.

Me pongo tensa.

—Habrá muchísimo tiempo, estoy segura. Te llamaré en cuanto llegue allí. Cuando sepa algo más.

Vern levanta las cejas.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Qué tozuda —murmura, con la boca llena de pasta de dientes. Pero sus ojos me sonríen.

Me quedo de pie ante mi lavabo y le examino en el espejo, mientras me cepillo los dientes.

Llevamos ya juntos casi diez años, casados desde hace siete. Fue él quien me pinchó para que nos casáramos. Yo me resistía.

Dado mi historial, le advertí, yo no era una buena apuesta.

—Si no te casas, no tienes que divorciarte —le dije.

Después de dos matrimonios fracasados, no estaba demasiado ansiosa por probar un tercero.

—Es que hasta ahora no has conocido a la persona adecuada —insistía Vern.

Al final cedí.

Nos conocimos cuando yo vivía en Vancouver. Una mañana lluviosa, muy temprano, tropezamos el uno con el otro en el malecón del parque Stanley. Literalmente. Los dos íbamos a pasar a unos corredores más lentos desde direcciones opuestas cuando el codo de Vern chocó con el mío y caí patas arriba en el asfalto húmedo. Después empezamos a saludarnos en nuestras carreras matutinas. Pronto adquirimos la costumbre de correr juntos. Eso nos llevó a un café en el Starbucks de Denman Street después de correr, y a salir juntos.

Además de correr, resultó que compartíamos la pasión por la lectura, el sushi y la música anticuada. Al cabo de poco tiempo me contagió su pasión por la pesca con mosca.

Vern era viudo. Había vendido su empresa de tala de árboles en la isla de Vancouver para estar más cerca de la clínica donde su mujer acabó por perder su batalla contra el cáncer de mama. Después se quedó en Vancouver para intentar rehacer su vida.

Cuando nos conocimos él estaba a punto de poner en marcha una nueva empresa de contratación y consultoría de plantación de árboles.

—Es el karma —bromeaba él—, de destructor forestal a restaurador forestal.

Ahora que lo veo lavarse los dientes, todavía me siento conmovida por lo guapo que es. Vern mide un metro setenta y siete, no mucho más que yo, seis o siete centímetros como mucho. A los cincuenta y cinco, todavía lleva vaqueros sin que resulte bochornoso, aunque últimamente he empezado a notar que tiene la cintura algo más gruesa. Echa la culpa a su negocio, que tiene demasiado éxito y requiere que pase más tiempo en el despacho y menos en el campo.

Su piel aceitunada, el pelo oscuro y espeso y los ojos de un castaño casi negro apuntan a algún antepasado de las Primeras Naciones de Canadá en su árbol genealógico.

—Cuando me retire, me dedicaré a la genealogía y buscaré mis raíces —me dijo una vez, con una sonrisa irónica.

La boca de Vern es asimétrica. La comisura izquierda de sus labios se alza más que la derecha, y se tuerce un poco cuando sonríe. Resulta difícil decir si sonríe con naturalidad o con suficiencia. Eso puede resultar bastante irritante; sería fácil dudar de su sinceridad… si no fuese Vern.

Creo que ese pequeño tic le añade atractivo, en lugar de quitárselo, a su belleza recia. Sé que no soy la única que lo encuentra atractivo. A veces cuando conocemos a alguna mujer, o incluso hombre, noto ese parpadeo, esa mirada en sus ojos que dice: «Qué está haciendo este con esa». A veces yo también me lo pregunto.

Vern dice que fue mi independencia lo que le atrajo. Ahora la llama tozudez.

Se inclina sobre el lavabo para escupir. Cuando se levanta capta mi mirada en el espejo, observándole.

—¿Qué pasa?

Yo abro la boca, a punto de caer en la tentación de aceptar su oferta. Qué fácil sería hacer que viniera conmigo y que cuidara de mí. Pero nunca le he cargado con mi pasado. Y es demasiado tarde para empezar ahora.

Levanto la mano y le acaricio la mejilla.

—Nada —digo, y me doy la vuelta para encender la luz del vestidor.

Mientras revuelvo en el cajón de la ropa interior, de pronto me sobresalto al pensar qué debería llevar para un funeral.

El funeral de mi madre. Lo que Vern no se atrevió a formular es más real que probable.

La idea de asistir a una ceremonia en la iglesia de Saint Anthony, de sentarme en el banco delantero mientras la voz monótona de un sacerdote desgrana la ceremonia y habla de la vida de mi madre, me resulta casi excesiva. Me quedo de pie en medio del vestidor, con las bragas en una mano y los sujetadores en la otra, y aguanto el aliento para ahogar el estornudo que noto que se me está formando entre los ojos.

En la terminal de autobuses del centro, Vern saca la maleta de la parte trasera de su camioneta. La luz rosada de las farolas de la calle se filtra a través de la quietud gris del aire de la mañana. El olor a pulpa, un hedor como a huevos podridos, intensificado por la pesada neblina otoñal, abraza nuestros cuerpos. Los que residen hace tiempo en Prince George parecen inmunizados al hedor acre de la fábrica de papel; a veces, incluso yo me olvido. Pero las mañanas de otoño, cuando el aire denso y frío cae sobre la ciudad dormida, ese olor es tan intenso que casi se puede masticar.

Como si me leyera la mente, Vern arruga la nariz.

—Mefítico —dice, refiriéndose al olor tóxico.

Y con tanta claridad como si al volverme pudiera verlo de pie en la niebla matutina, oigo la voz juvenil de Boyer: «Una palabra de diez peniques para ti, Nat».

En el mostrador pido un billete a Atwood. La empleada, de mirada soñolienta, lleva una camisa de rayas azules con su nombre bordado en rojo en el bolsillo. Brenda.

—¿Atwood? —repite Brenda. Es obvio que no lo ha oído en su vida. ¿Por qué iba a oírlo? La antigua ciudad minera, convertida en centro turístico de esquí, con una población de menos de tres mil habitantes, no es exactamente un destino de primer orden. Teclea en el ordenador, moviendo sus dedos manchados de tinta con un esfuerzo estudiado. Levanta las cejas y supongo que lo ha localizado.

—¿Solo ida, o ida y vuelta?

—Ida y vuelta —contesto. Ah, sí, vuelta. Pronto, espero. Entonces me doy cuenta de lo que podría significar ese «pronto», y noto la culpabilidad de desear que se apresure el fallecimiento de mi madre.

—Ciento cuarenta dólares —dice la empleada, y ataca de nuevo el ordenador. Ahora ya es todo eficiencia, de vuelta al terreno familiar—. Tiene que esperar dos horas en Cache Creek…

En cuanto compro el billete vuelvo fuera con Vern. Ha colocado mi maleta delante del único andén ocupado por un autobús. Una pareja joven permanece cerca, acurrucados para evitar el frío, despidiéndose. Blancas nubecillas de aliento llenan el aire entre ellos. Las puertas del autobús están cerradas y no veo a través de las ventanas oscuras. Espero que el autobús no vaya lleno. No quiero tener que sentarme al lado de nadie y soportar charlas intrascendentes.

—Me gustaría acompañarte —dice Vern de nuevo. Me coge las manos y busca mis ojos—. Al menos prométeme que me dejarás ir a buscarte.

Yo me guardo el billete de ida y vuelta en el bolsillo mientras él me abraza.

—Me da la sensación de que te estoy perdiendo —murmura, contra mi pelo.

—Es que estoy nerviosa por tener que irme —explico, y empiezo a apartarme.

—No solo esta mañana —continúa—. Últimamente siento que estás a punto de saltar. —Me suelta, da un paso atrás, con su sonrisa torcida. Levanta las manos con un gesto abierto de rendición. No quiere retenerme contra mi voluntad, lo sé, pero hará todo lo posible para interrumpir esta danza de la despedida.

Así es Vern. Su fuerza es lo que me ha mantenido con él hasta este momento, la fuerza que le permite dejar ir a los demás. Pero tiene razón. Es solo cuestión de tiempo. Así soy. Salgo huyendo. Me voy. Es el primer hombre que se da cuenta, o el primero que lo saca a la luz para que ambos tengamos que examinarlo. Y será el primero que no se sorprenderá cuando me vaya.

El conductor del autobús vuelve deprisa del lugar donde se esconden los conductores de autobús en estas paradas. Camina con el aire arrogante de alguien que tiene el destino de otras personas en sus manos, por el momento. Las obligaciones de su trabajo le devuelven a la realidad de la mañana y levanta las puertas deslizantes del compartimento del equipaje, y empieza a echar las maletas en el vientre del autobús.

Detrás de mí, la puerta del autobús se abre con un suspiro mecánico. Doy un último abrazo a Vern. Él se agarra a mí un momento más, cuando le suelto.

En parte, querría decirle que le llamaré para que venga, cuando llegue el momento. Que lloraré en su hombro, que me apoyaré en su fuerte cuerpo. Pero ambos sabemos que eso no sería cierto. Además, me digo, no hay necesidad de que él esté allí. Solo sabe de mi madre lo que yo le he contado. Y ella no sabe nada de él, absolutamente nada. Mi madre perdió toda esperanza con los hombres de mi vida después de mi segundo marido. Y durante los últimos cinco años ha estado demasiado ocupada muriéndose.