32

Salgo de mis pensamientos íntimos mientras el Edsel va aminorando. Hemos llegado a las afueras de Atwood. Aquí y allá, una luz solitaria de alguna casa en una colina aparece y desaparece mientras nosotras pasamos.

—Una vez oí decir a Jodie Foster en una entrevista en la televisión que llega un momento en la vida de toda chica joven en que odia tanto a su madre que lo nota hasta en los dedos de los pies.

—¿Me has odiado alguna vez así? —le pregunto a Jenny, mientras ella conduce—. Quiero decir un odio tan profundo que te penetra en los huesos…

—No —me responde, sin dudar—. No, realmente no. Ah, sí, recuerdo que cuando era adolescente lloriqueábamos mucho las amigas sobre nuestras madres. A veces esas conversaciones parecían competiciones a ver quién tenía la madre más cabrona.

—¿Y yo entraba en la competición?

—Solo cuando no me dejaste hacerme tres agujeros en las orejas —se ríe—. No, la verdad es que no sentía la animosidad que parecían sentir algunas de mis amigas por sus padres. Pero nosotras no teníamos ese tipo de relación, ¿no?

Eso era cierto. Excepto los veranos, Jenny y yo pasamos la mayor parte de sus años de adolescencia solas. Las dos contra el mundo. Como la antigua canción de Helen Reddy. Experimentamos pocos conflictos, éramos más amigas que madre e hija. Pero Jenny, como su tío Boyer, siempre fue muy madura para su edad… un alma antigua.

—¿Y tú, qué tal? —me pregunta—. ¿Sentiste eso alguna vez por tu madre?

—Brevemente —le digo—. Solo brevemente.

Y me veo a mí misma en el exterior de nuestro porche, una cálida noche de verano.

Vi desaparecer la espalda de mi madre en el interior de la casa. Y en mi ataque de frustración y de pataleo, sentí el calor hiriente de la rabia que se apoderaba de todos los rincones de mi cuerpo. ¡Ha echado a River! ¡Se ha enterado, no sé cómo, y lo ha echado!

Me tambaleé y salí corriendo del patio. ¡Boyer! ¡Tengo que contárselo a Boyer!

Eché a correr por el camino de tierra, pasé junto al silencioso cobertizo de la maquinaria, junto al campo de alfalfa que había detrás de nuestra casa. Los gorriones se alejaron de la barandilla de la valla en un tropel de alas, cuando yo pasé corriendo. Los saltamontes saltaron desde las hierbas altas que había a ambos lados de la carretera. Les daba manotazos a ciegas cuando golpeaban mi cuerpo. Seguí corriendo, tropezando en los duros rebordes de tierra dura y reseca por el sol y secándome de la cara las lágrimas y los mocos con la manga.

¡Boyer lo arreglará! ¡Boyer lo arreglará!, seguía diciéndome. Cómo lo iba a hacer exactamente era algo que no se contemplaba en mi mantra histérico.

Las sombras iban oscureciendo la linde de los bosques más allá del campo. Un dosel de ramas y hojas cubría la estrecha carretera que conducía al lago. El único sonido que oía era el golpeteo de la sangre en mis oídos y el eco de mi agitada respiración mientras corría bajo los árboles, hacia el prado.

Con aquella luz grisácea, la cabaña de Boyer parecía vacía, abandonada. Desde el exterior, la única indicación de que alguien vivía allí era la madera nueva en el anexo. Y el Edsel de Boyer aparcado a un lado.

Ah, cómo deseé haberme dado cuenta del peligro, del conocimiento amargo y no deseado de aquello que se encontraba detrás de aquella pesada puerta de madera, antes de que yo llegase corriendo hasta ella y la abriese sin llamar.

Me quedé en la entrada, conteniendo el aliento y guiñando los ojos hacia el interior oscuro. Oí un sonido ahogado y me dirigí hacia el dormitorio. Hubo un súbito movimiento en la cama de Boyer. Mientras mis ojos se acostumbraban a la luz, mi mente no podía comprender lo que estaba ocurriendo bajo la turbia luz de aquella pequeña habitación. La imagen fugaz de unas nalgas desnudas, una espalda musculosa, unos brazos desnudos, unas piernas entrelazadas. Al principio pensé que había pillado a Boyer durmiendo. Estaba a punto de darme media vuelta ante su desnudez, cuando vi que la cara sorprendida que me miraba era la de River. Y debajo de él, levantando la cabeza de la almohada, estaba Boyer.

Me quedé helada. La escena que tenía ante mí, la cama deshecha, las ropas tiradas en el suelo, la bolsa de deportes de lona de River en un rincón, la funda de su guitarra apoyada contra la pared, lo capté todo. Pero no lo entendí. El alivio de encontrar allí a River estaba en conflicto con la verdad de lo que estaba viendo. Oí un gruñido de Boyer:

—Ay, Dios mío, Natalie.

En el suelo, al final de la cama, dos pares de vaqueros yacían arrugados en forma de acordeón, como si sus dueños se hubieran fundido y desaparecido, dejándolos así. Tanto Boyer como River corrieron hacia ellos. Se apresuraron a meter en ellos sus piernas desnudas. Pero aun así yo no me aparté. Aunque estaba conmocionada, en algún lugar de mi conciencia, muy adentro, notaba lo hermosos que eran los dos. Y luego, tan repentinamente como la luz que se abre en una habitación, comprendí lo que acababa de presenciar.

Miré a Boyer y River y noté que se me agriaba el estómago y se me revolvía, y me subía la bilis a la garganta. Me llevé las manos a la boca para ahogar las arcadas que subían junto con la bilis.

—¡Oh, no! ¡No! —No podía parar el tumulto de confusas palabras que se me derramaban entre los dedos y salían hacia ellos—. ¡Mierda! ¿Qué… por qué…? No podéis… ¿Qué estáis haciendo?

River se sentó abatido en el borde de la cama, con los hombros caídos, los codos en las rodillas y la cabeza baja, como si estuviese desfallecido.

Boyer pasó a través de la puerta de la habitación. Levantó el brazo y fue a tocarme. Sus ojos no evitaban los míos. Estaban cansados, tristes, pero no vi vergüenza oculta en él, solo esperanza, esperanza de que yo pudiera comprenderle, de que aceptase aquella verdad inimaginable.

Me retorcí, soltándome de su contacto.

—¡No, está mal, mal! No podéis hacer eso —grité. Miré por detrás de él—. River… River… yo pensaba… ¡tú dijiste que me querías!

River levantó la cabeza. En sus ojos vi el mismo ruego de comprensión.

—Y te quiero, Natalie —dijo—. Pero no así. —Su rostro se suavizó. Levantó la vista hacia mi hermano—. A Boyer sí lo quiero así —dijo.

—Pero… pero… ¿y nosotros? —tartamudeé, como si pudiera hacer desaparecer todo aquello discutiendo, como si fuese una discusión que yo pudiera ganar—. Nosotros… hicimos el amor.

Al oír mis palabras, ambos parecieron dejar de respirar. Boyer se volvió hacia River.

—¿Qué? ¿Que hiciste qué? —Su voz era un susurro áspero. De repente era como si yo no estuviera en la habitación. Las miradas que hubo entre ellos no necesitaban palabras. Boyer esperaba una negación que sabía que no llegaría, mientras los ojos de River confirmaban el horror de la verdad.

—Fue un error. —Su voz era apenas un susurro—. Un error terrible, terrible… Yo… lo siento mucho.

—¡Un error! —grité yo—. ¡Soy un error! —Pero nadie me escuchaba.

Boyer se inclinó y cogió las botas y calcetines de River. Los tiró a través de la puerta de la habitación y aterrizaron a los pies de River.

—Vete —dijo, con voz apenas audible—. Coge tus cosas y vete.

—Por favor, Boyer —suplicó River—. Iba a decírtelo. Tendría que habértelo dicho. —Me miró—. ¿Natalie?

Yo sabía lo que quería, lo que me estaba pidiendo. Aun a la media luz del dormitorio, vi el pánico en sus ojos, el ruego silencioso de que me explicase, de que dijese aquellas palabras que harían que Boyer lo comprendiese todo. Pero no pensaba dárselas.

—Sí, vete, vete… —escupí—. Idos los dos. ¡Os odio! ¡Os odio a los dos!

Retrocedí saliendo de la cabaña, tropecé en el umbral y me tambaleé. Me sujeté en el marco de la puerta.

—Ay, Dios mío —gemí—. ¡Ojalá estuviese muerta!

Me volví y salí corriendo, dejándolos a los dos recogiendo su ropa apresuradamente mientras yo les chillaba horribles palabras llenas de odio. Palabras que salían de un lugar asustado e histérico, un lugar cruel que ni siquiera sabía que existía en mi interior.

Oí que Boyer me llamaba:

—¡Espera, Natalie! ¡No te vayas! —La preocupación por mí teñía su voz, como si no hubiese oído mis insultos.

Corrí a través del prado a la luz desfalleciente. Fui a toda prisa no por la carretera de tierra que conducía a casa, sino hacia arriba. Arriba, a la linde irregular de los bosques. Miré por encima del hombro y vi a mi hermano que salía a la carrera de la cabaña, saltando a la pata coja mientras intentaba ponerse la otra bota.

Las sombras me envolvieron al meterme entre los árboles. El bosque se estaba entregando ya a la noche. Agujas de pino y ramitas secas crujían bajo mis pies mientras yo trepaba por la colina. Las ramas me arañaban las piernas desnudas. Habría deseado no llevar minifalda, un conjunto nuevo que me había puesto aquel día esperando impresionar a River. Más abajo los oí discutir, mientras los dos intentaban vestirse.

—¡Vete! ¡Que te vayas! —gritaba Boyer, saliendo por la puerta—. Iré yo a buscarla.

Eché la vista atrás, por encima de mi hombro. A través de los árboles vi a River salir corriendo de la cabaña detrás de Boyer.

—¡Voy contigo! —gritó también, mientras seguía a Boyer colina arriba. La furia de su frustración se fue elevando con sus voces en el aire de la noche, y llegó hasta la montaña.

Es imposible perderse en los bosques y colinas que rodean nuestra granja, me dijo una vez Boyer.

—Si alguna vez te pierdes —dijo—, si no encuentras el camino, simplemente, trepa al lugar más alto que puedas, y mira desde allí, y verás los campos y el establo. —Me enseñó cómo orientarme con la estrella del norte por la noche, como guía para que me condujese a casa.

Pero yo no me dirigía a casa. A mitad de camino de la loma me volví hacia el norte y empecé a atravesar la ladera de la montaña, deteniéndome solo un momento a recuperar el aliento y orientarme. La luna llena apareció en el cielo lleno de estrellas, arrojando unas sombras de encaje a través de los árboles. Oí el correteo de pequeñas patitas en el sotobosque.

Nuestra madre nos había inculcado un saludable respeto por la vida silvestre. Cuanto más ruido hiciese, más segura estaría. Abajo, las voces de Boyer y River creaban el escándalo suficiente para mantener alejado a cualquier animal nocturno. Sus gritos llegaban por los bosques. Oí a Boyer gritarle a River una vez más que se fuese, y luego ambos gritaron mi nombre repetidamente en la oscuridad.

Cuando se acercaron me subí a la horquilla de un cedro gigante. La corteza me arañaba los muslos desnudos; los mosquitos atacaban la piel. Me concentré en quedarme quieta mientras sus gritos se acercaban. Justo antes de que alcanzasen el árbol donde yo estaba acurrucada, dieron la vuelta en la dirección contraria.

Esperé y escuché mientras sus voces fueron alejándose. Luego bajé del árbol. Con el resplandor de la luna que iba subiendo busqué el camino entre el espeso sotobosque. Continué por la loma hasta llegar al borde de la gravera. Perdí pie en la grava suelta y me caí de culo, y luego me puse de pie y salí disparada hacia la carretera de tierra que conducía a la autopista. Y a Atwood.