22
Veo bailar fantasmas con el rabillo del ojo. Me siguen, me acechan, se desvanecen cuando me doy cuenta. Me vuelvo deprisa cuando los veo flirteando con la luz del día, de soslayo, pero soy demasiado lenta. O bien ellos son demasiado rápidos. Las sombras burlonas se evaporan antes de que pueda captar los movimientos borrosos. Pero sé que están ahí. Y sé quiénes son. Sencillamente, no sé cómo hacer que se alejen.
Aun aquí, sentada en este autobús que corre hacia el pasado, capto un súbito movimiento oscuro en el extremo de mi campo de visión. Sé que si levanto la vista desde mi ordenador portátil, desaparecerá. No puedo resistirme. Me vuelvo y lo veo sentado en el asiento junto al pasillo. Mi padre. Lleva el traje azul oscuro de los domingos, con una amapola roja sujeta a la solapa. Nota que le vigilo y vuelve la cabeza.
Un rostro desconocido me devuelve la mirada. Una sonrisa interrogativa se forma en sus labios. «¿Te conozco?», pregunta la mirada. El rostro es el de un desconocido. No lleva el traje de los domingos. Pero la amapola en la raída cazadora negra es real. Me he dejado engañar otra vez, confundida por las sombras y los efectos de la luz de la tarde que atravesaba las ventanillas del autobús.
Ha sido la amapola. Solo estamos a mediados de octubre. Demasiado pronto para que sea una flor del Día de la Amapola. Mi padre era la única persona que yo conocía que la llevaba con tanta anticipación. Cada año, a mediados de octubre, cogía la amapola del año anterior de la visera de la cabina de su camioneta. Se la sujetaba en la solapa y la llevaba hasta que los legionarios aparecían por las calles con cajas de amapolas nuevas colgando del cuello con una correa. Mi padre siempre era uno de sus primeros clientes. Solo entonces echaba la polvorienta flor de fieltro del año anterior a la basura, y la cambiaba por una nueva comprada a los viejos soldados. Después de la ceremonia del Día de la Amapola, se quitaba la amapola de la solapa y la metía en la visera, donde se quedaba preparada para el mismo ritual al año siguiente.
Nunca cuestioné que cambiara las amapolas tan temprano. Cuando sentí curiosidad por saber por qué lo hacía, era demasiado tarde para preguntárselo.
Mi padre no fue a la guerra. Como al doctor Mumford, no le dejaron alistarse. Una vez le oí bromear sobre que traer niños al mundo y llevar leche a las casas eran esfuerzos igual de esenciales para la guerra. Sabiendo lo que pensaba de las armas, a menudo me preguntaba si fingía lamentarse porque no le hubieran permitido luchar por su país. Aun así, cada 11 de noviembre mi padre iniciaba la ruta de la leche muy temprano y acababa a tiempo para asistir al desfile anual del Día del Armisticio.
Las últimas veces que asistimos como familia fue durante los años que River estuvo con nosotros.
Mi padre todavía no se había reconciliado con River aquel primer noviembre. Sin embargo, una tarde fui a la cocina y los encontré a los dos muy juntos en la mesa.
—No costaría mucho —decía River, mientras apuntaba cosas en una serie de diagramas—. Podemos usar partes de la maquinaria que ya tiene.
Yo miré por encima del hombro de papá los intrincados planos que estaban extendidos sobre la mesa. Él no decía nada. Encendió un cigarrillo y dejó que una pequeña corriente de humo escapase de la comisura de su boca. Me quedé mirando mientras River examinaba los diagramas y las instrucciones escritas. Luego observé que para explicar el sistema automático de recogida de estiércol de los compartimentos de ordeño, había dejado de usar anotaciones escritas y estaba realizando unos bocetos mucho más detallados.
A la semana siguiente el sistema estaba construido e instalado en el establo.
—Tendría que haber pensado en esto hace años —decía papá, cuando retrocedió y contempló un bidón de gasolina, cortado por la mitad a lo largo formando un recipiente, y unido a unas poleas que había encima, deslizándose limpiamente por encima del suelo de cemento. No mucho después de eso, River empezó a ir con papá a la ruta de entrega de la leche, incluso los fines de semana.
Fuese cual fuese el motivo por el que papá se llevaba a River con él para entregar la leche, la verdad es que no me importó. Para mí supuso un alivio. Suponía que yo no tenía que preocuparme por la posibilidad de tener que entregar leche en casa de los Ryan. Me preguntaba si River habría visto alguna vez al señor Ryan detrás de la ventana del sótano. ¿Habría visto alguna vez la imagen que yo pensaba que recordaba de hacía años? De alguna manera suponía que no.
El Día de la Amapola, sin embargo, papá me pidió durante el desayuno que fuera con él a la ruta de la leche. Mamá, Morgan y Carl vendrían con Boyer para reunirse con nosotros en el servicio. Yo cogí mi abrigo y seguí a papá fuera, emocionada ante la idea de sentarme tan cerca de River.
River nos esperaba junto a la lechería. Aunque nos había dicho que llevar amapolas ya no era tradición en Estados Unidos, llevaba una flor roja de fieltro sujeta en la parte izquierda de su chaqueta. Cuando llegamos al camión papá dijo:
—No hace falta que vengas, Richard. Hoy me ayudará Natalie.
Noté un pinchazo en mi excitación nerviosa. Papá abrió su puerta.
—Vamos todos a la ceremonia del Día de la Amapola, después —dijo—. Supongo que no te interesará.
River abrió la puerta del pasajero y me hizo señas de que entrara.
—Bueno, si le da igual, señor —dijo, ignorando el tono cáustico de papá—, iré también a entregar la leche. Y me gustaría también asistir a la ceremonia con todos ustedes.
Mi padre se subió a su asiento y murmuró:
—Un lugar un poco extraño para un pacifista, ¿no?
—Bueno, eso no lo sé, señor —respondió River, subiéndose al camión y trayendo con él el aroma de su pelo recién lavado—. Pero ¿no es el Día de la Amapola más o menos como el Día de los Veteranos en mi país? ¿El objetivo no es el mismo? ¿Recordar los horrores de la guerra y honrar a aquellos que murieron? He asistido al Día de los Veteranos y también a los servicios del Día de Conmemoración de los Caídos con mi madre y mi abuelo cada año, desde que puedo recordar.
—¿Y para qué? —gruñó papá—. Pensaba que estabas contra la guerra.
River cerró la puerta de golpe. Noté el calor de su cuerpo mientras se instalaba en el asiento, a mi lado.
—Sí, señor —replicó—. Y lo estoy. Pero para mí, hoy no es un día de protesta. —Y su voz se volvió más serena incluso—. Se trata de mi padre y mi tío —dijo, lentamente—. De recordarlos. Porque ambos murieron en la batalla de Okinawa, tres meses antes de que naciese yo.
Hubo un silencio, durante un momento. Luego, mi padre buscó la manivela y metió la marcha de la furgoneta.
La pequeña procesión no tardaba mucho en recorrer Main Street en Atwood cada 11 de noviembre. Aquella mañana, con el olor a hojas quemadas y la promesa de la nieve en el aire limpio del otoño, nos quedamos de pie en la acera y observamos al silencioso desfile dirigirse hacia el Cenotafio.
Un puñado de ancianos veteranos, vestidos con unos uniformes que les quedaban estrechos y que dejaban en su estela el perfume de las bolas de naftalina, venían primero. Marchaban con un ritmo estoico y orgulloso, mirando al frente, a algún lugar que los que estábamos junto a la carretera no podíamos ver. Un gaitero escocés, con su gaita dispuesta y silenciosa en brazos, los seguía. Los pliegues de su falda oscilaban al ritmo del único tambor. Luego, los jóvenes cadetes, con el rostro serio, iban en retaguardia. Iban marchando, lentos, solemnes, reverentes. No había prisas aquel día. Los muertos seguirían estando muertos cuando llegasen a la estatua conmemorativa de la guerra, de granito, al final de Main Street.
Miré a River, que estaba muy erguido mientras la procesión recorría la calle. Pensé en sus palabras, en su padre, en su tío. Por primera vez noté la autenticidad y la tristeza de su recuerdo de los soldados caídos.
Después de que desfilase la pequeña tropa, aquellos que los mirábamos empezamos a ir detrás. Las mujeres y madres de los soldados, presentes y ausentes, se unieron también. Luego, como ocurría cada año, mi padre se incorporó con sus tres hijos. Antes de que papá empezase a marchar, lo vi volverse y hacer una seña a River para que se uniese a ellos. Mamá y yo íbamos detrás.
Al final de Main Street la multitud se congregó en torno al Cenotafio, un monumento imponente que honraba a los hijos caídos de Atwood. Durante la ceremonia, un cierto número de mujeres, incluida la viuda Beckett, se adelantaron para poner coronas de amapolas bajo la placa de latón, que llevaba grabados los nombres de los perdidos en ambas guerras mundiales. Al cabo de dos minutos de silencio, los disparos rompieron el aire. Hicieron eco en las calles y su sonido rebotó en las cimas de las montañas que nos rodeaban. Al sonar cada descarga vi que el cuerpo de mi padre se agitaba tan violentamente como si le hubiesen disparado. Y al otro lado, vi tanto los hombros de Boyer como los de River agitarse con un espasmo involuntario idéntico.
Después del servicio, como hacíamos todos los años, nuestra familia se dirigió hacia la sección de Atwood de la Real Legión Canadiense, para comer con los veteranos. Mientras bajábamos por la calle vi a Jake delante con la viuda Beckett a su lado. Mi padre lo llamó y los dos nos esperaron. Era la primera vez que veía a Jake desde que dejó nuestra granja. Me costó reaccionar, sorprendida al ver que era capaz de sonreír.
Mientras mamá y la viuda Beckett se saludaban con un abrazo, mi padre estrechó la mano de Jake.
—Bueno, parece que la vida de casado te va bien —dijo papá. Todos mis hermanos saludaron a Jake y estrecharon su mano. Luego papá señaló a River y dijo—: Jake, me gustaría que conocieras a nuestro nuevo hombre, Rich… ejem, quiero decir, River. River Jordan.
Después de comer, subí a la cabina de la furgoneta con papá y River. Una vez más noté el estremecimiento eléctrico de sentarme tan cerca de River. De camino a casa, observé que había dos amapolas en las viseras de arriba.