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Tendría que haberme dado cuenta.
En todos estos años, nadie lo ha dicho en voz alta. Pero veo que la pregunta sin formular sigue en sus ojos. ¿Cómo no me di cuenta? Treinta y cuatro años más tarde, todavía me sigo haciendo la misma pregunta.
A veces, sin querer, me recreo en los recuerdos. El «antes» de mi niñez. Antes de que todo cambiase. Antes, en aquel tiempo en que era inimaginable que mi familia no estuviese siempre unida. Antes, cuando mi mundo entero era nuestra granja, cuatrocientos acres labrados en un estrecho valle montañoso, en lo más profundo de las montañas Cascade, en la Columbia Británica. Todo lo demás, la ciudad de Atwood, a cinco kilómetros al norte, y sus dos mil quinientos habitantes, parecía ser solo el telón de fondo de nuestra vida perfecta. O eso creíamos cuando yo estaba a punto de cumplir los quince años.
Y es entonces cuando empiezan los recuerdos del «después».
A veces puedo evitar esos recuerdos del «después». A veces puedo pasar semanas, meses, incluso años fingiendo que nada de todo aquello ocurrió. A veces incluso me lo creo.
Pero aun así, es imposible olvidar ese día de verano de 1966. El día que separa la época en que mi familia estaba unida, bien y a gusto, del tiempo en que nada de todo aquello volvería a ser lo mismo.
El principio de la secuencia de acontecimientos que cambiarían nuestras vidas no fue catastrófico, ni conmovió los cimientos de la tierra. Incluso parecía bonito, al principio.
Después, mamá echaría la culpa de todo lo que ocurrió a la intrusión del mundo en nuestra pequeña granja. Se estaban construyendo nuevas autopistas, una de las cuales conectaría nuestra ciudad con el Trans-Canadá. En los East Kootenays se inundaban valles enteros y se construían presas para llevar electricidad a una provincia floreciente… y según decía mi padre, «a nuestro vecino del sur, hambriento de energía».
—Hay demasiadas ofertas de empleo —se quejaba una noche mamá cuando Jake, el trabajador contratado que llevaba con nosotros desde que tengo recuerdos, se fue sin avisar—. ¿A quién puede interesarle trabajar en una pequeña granja lechera en medio de la nada?
—Ya nos arreglaremos —decía papá, entre bocado y bocado—. Morgan y Carl se harán cargo del establo, y Natalie puede ayudar en la lechería. Nos irá bien. —Se inclinó hacia ella y le dio unas palmaditas en la mano.
—No. —Mamá se apartó, se puso de pie y fue a buscar la cafetera—. Sigues aumentando la vacada, y mis chicos tienen que dejar el colegio. Al menos uno de mis hijos tiene que acabar el instituto. —Y no añadió: «E ir a la universidad». Ya no hablaba nunca de ese sueño. Carl era su última esperanza.
Contrató a la única persona que llamó respondiendo a su anuncio de dos líneas en el Atwood Weekly.
—Tiene una voz bonita —dijo, después de anunciarlo aquella mañana de julio. Empezó a recoger los platos del desayuno. Luego, como al descuido, añadió—: Es americano.
Yo miré a mi padre. Sus espesas cejas se levantaron al asimilar sus palabras. Yo sabía que mis padres tenían una opinión distinta de la idea de que los jóvenes americanos huyeran del llamamiento a filas y buscaran refugio en Canadá. Me preguntaba si, por primera vez, los vería discutir de verdad. Papá raramente se enfadaba con mamá, pero tampoco estaba acostumbrado a que tomase decisiones por sí sola sin consultárselo a él primero. Y menos aún en un tema del que ella sabía que estaba totalmente en contra. No dijo nada. Pero por su forma de levantarse y de coger su sombrero de ala flexible (el sombrero que usaba para el reparto de leche), que tenía en un colgador junto a la puerta, y por cómo se lo encasquetó luego en la cabeza, comprendí que no estaba nada satisfecho.
—Bueno —dijo mamá, después de que se cerrase la puerta de la cocina detrás de papá y Carl—, creo que ha ido bien, ¿no, Natalie? —Y luego, seria, se puso los guantes de goma y añadió—: Me niego a perder otro hijo en esta granja.
Desde el momento en que pudieron sostener un cubo, mis tres hermanos fueron rehenes del horario del ordeño. Cada mañana se despertaban en la oscuridad, recorrían el suelo de linóleo siempre frío del dormitorio de arriba y se ponían los monos de trabajo. Sigo creyendo que Boyer dormía con la ropa puesta.
Boyer, el mayor, tenía una habitación, o más bien un cuchitril, para él solo en el desván. A los doce años se cansó de compartir dormitorio con Morgan y Carl. De modo que se construyó un nido entre las vigas, por encima de los dormitorios de arriba. Se apañó una escalera rústica de madera para subir por un agujero que había en el techo del salón. A los catorce construyó una escalera de verdad.
En esa pequeña habitación del desván hacía tanto frío los días de invierno que uno podía ver su propio aliento. En verano, ni siquiera abriendo la ventana se refrescaba el aire. Boyer no se quejó nunca. Aquella habitación era su santuario, y los que teníamos el privilegio de que se nos invitara a entrar, disfrutar de su compañía y de los libros que al final acabaron por llenar todo el espacio disponible, envidiábamos el mundo que había creado bajo los aleros de la granja, construida por mi abuelo con sus propias manos a principios de siglo.
Yo era la única chica, de modo que tenía una habitación para mí sola. Había sido la de Boyer antes de que yo llegara y echara por tierra la distribución de los dormitorios. Si alguna vez sintió resentimiento hacia mí, nunca lo demostró. Yo habría compartido de muy buena gana la habitación con él. Era demasiado pequeña para comprender su necesidad de tener una habitación propia. Pasó mucho tiempo antes de que dejase de preguntar por qué él tenía que dormir con mis hermanos, y luego arriba, en el desván.
Cada mañana, Boyer era el primero en bajar por la escalera que iba a la cocina. Durante muchos años era él quien removía las brasas y añadía más lumbre, avivando así el fuego de la enorme estufa de hierro colado para mamá, antes de dirigirse al establo. Cuando llegó la luz eléctrica, en 1959, se iba directamente al porche delantero, donde se ponía unas botas de goma hasta las rodillas, ya fuese invierno o verano. Y cada mañana, exactamente a las cinco menos diez, Boyer dejaba que la puerta de la cocina se cerrase de golpe tras él. Era su señal para hacer saber a todo el mundo que iba de camino al establo. A aquella hora temprana él y Jake, el ayudante que teníamos contratado y que vivía encima de la lechería, recogían a las vacas de los pastos.
Morgan y Carl nunca tenían prisa por levantarse. La mayoría de las mañanas mi padre chillaba y amenazaba a sus hijos menores con echarles agua helada. Los llamaba «Mutt y Jeff»[1]. Morgan era dos años mayor que Carl, pero desde que eran bebés Carl había crecido mucho más que él. Eran los mejores amigos del mundo, inseparables. En cuanto Morgan bajaba dando tumbos por las escaleras y frotándose los ojos llenos de sueño, sabíamos que Carl no tardaría mucho en seguirlo, con sus gruesos calcetines de lana aleteando en sus pies como si fueran piel colgante. Mamá siempre lo reñía y le decía que se los subiera, y todos nos preguntábamos cómo era posible que no resbalase, especialmente en la oscuridad de la escalera, pero esos calcetines formaban parte de sus pies, casi como sus dedos.
El desfile matinal de mis hermanos era tan regular y previsible como los rezos de mi madre.
Mamá rezaba en todas las ocasiones. Cuando fuimos creciendo insistía en que lo hiciéramos también. En cada comida agachábamos las cabezas antes de que ningún tenedor chocara con un plato. Cada noche, después de ordeñar, bajo unos cuadros de María y Jesús apoyados en la repisa de la chimenea, con el rosario en la mano, nos reunía a todos en el salón. «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo…», y dirigía el rosario mientras yo me arrodillaba junto a mis hermanos en el áspero suelo de linóleo floreado rosa y gris, intentando no enredar. Mamá creía con todo su corazón en el dicho: «La familia que reza unida, permanece unida».
Cuando era muy pequeña, levantaba la vista y veía la cabeza inclinada de mi madre y sus labios que se movían pasando las cuentas, y pensaba que si rezar te hacía ser tan guapa, entonces quería estar segura de hacerlo bien.
Mi madre recibió una educación protestante. Cuando papá y ella se casaron se convirtió. Abrazó la fe católica con el entusiasmo de un amante hambriento.
—La primera vez que entré en Saint Anthony con tu padre, supe que era allí donde debía estar —me dijo una vez—. Era esa sensación, esa sensación de permanencia. Como si aquel edificio, las estatuas, las pinturas, las imágenes, hubieran estado allí y fueran a estar allí para siempre. La luz que atravesaba las vidrieras de colores, los rituales, las velas siempre encendidas, el incienso… —murmuraba, como si hablase para sí misma—. Me parecía todo natural, como si fuera lo más adecuado.
Las cuentas del rosario eran su consuelo, algo real, algo sólido a lo que agarrarse. Se movían entre sus dedos tan fácilmente como el aliento al salir y entrar en sus pulmones.
—Convertirme —dijo—, fue como volver a casa.
Prometió que sus futuros hijos se entregarían a la Iglesia católica. Pero la verdad era que excepto Boyer, durante un tiempo, ninguno de nosotros resultó tan devoto como ella.
Ni siquiera nuestro padre, que había nacido católico, era tan piadoso. Cada domingo, antes de entregar la leche, nos llevaba a Saint Anthony. Cuando completaba su ruta volvía a recogernos. Si el tiempo y las carreteras lo permitían, y las tareas en casa estaban terminadas, volvía a la ciudad para oír misa a última hora. Mamá también lo acompañaba y esos domingos asistía a misa dos veces.
Ella no decía nada de que él asistiese de vez en cuando. Sabía que la granja era lo primero: antes que la Iglesia, antes que los amigos, antes que la familia, antes que nada. Pero él se unía a nosotros en el salón todas las noches y rezábamos juntos el rosario, y cuando mis padres se iban a la cama, a menudo los oía rezar al unísono. Me los imaginaba arrodillados junto a su cama de cuatro postes con su colcha, como niños de cuento, con las manos juntas de forma piadosa y las cabezas inclinadas.
Y no eran los rezos lo único que oía.
Mis hermanos también debían de oírlo, aunque nunca hablábamos de ello. Las rejillas abiertas en el techo, que permitían que el calor subiese al segundo piso, también filtraban los ruidos nocturnos. Ruidos no adecuados para los oídos infantiles. Más tarde, cuando yo misma me convertí en madre, a menudo me asombraba de aquello.
Tenían que darse cuenta hasta cierto punto de que los ruidos subían al piso de arriba, porque mis padres raramente conversaban en su dormitorio. Las únicas palabras que siempre oíamos eran el mecánico «Buenas noches, Gus» y «Buenas noches, Nettie», después de rezar. Luego se oía el lento crujir de los muelles al subirse a la cama. Y a veces, unos rítmicos gemidos y sofocados sonidos animales, seguidos por unos pocos momentos de silencio antes de que la noche se llenase con los ronquidos guturales de mi padre y los rápidos estornudos de mi madre.
Hasta años después, cuando vi cómo se reprimía mi madre durante los días posteriores a la muerte de mi padre, no me había fijado en que encadenaba tres estornudos ahogados cuando contenía las lágrimas. No creo que mi padre se diese cuenta nunca.
También parecía ignorar los paseos nocturnos de mi madre.
A menudo, por la noche, me despertaba al oír las protestas de los muelles de la cama, y luego oía los pasos de mi madre que abandonaba su dormitorio. A veces, cuando era pequeña, bajaba las escaleras con el pretexto de que tenía que ir al baño. Si mamá no estaba sentada en la mesa de la cocina con una taza de té y un libro, la buscaba. Iba de puntillas por la oscuridad hasta que la encontraba, o bien en la galería cubierta que había detrás del salón o bien en el porche delantero, mirando hacia la noche. En cuanto la localizaba volvía a deslizarme escaleras arriba antes de que se diese cuenta de mi presencia. Ni una sola vez oí que mi padre se uniese a ella o le preguntase algo cuando volvía a la cama.
Durante el día las cosas eran muy distintas. Mis padres no eran reacios a las demostraciones públicas de afecto. Aprovechaban cualquier excusa para cogerse de la mano o pasar el brazo alrededor del otro. Cuando estaban cerca, se tocaban. Como una jovencita, mamá siempre se sentaba al lado de papá en el camión. Él levantaba la barbilla y aullaba como un colegial adolescente, disfrutando del desconcierto de cualquiera de sus hijos que casualmente los acompañaba, cuando sin intención aparente rozaba la pierna desnuda de mamá al cambiar de marcha. En la mesa de la cocina, mi madre siempre tocaba el hombro de papá, o le acariciaba el brazo mientras discutían asuntos de la granja. Y cuando estaban fuera, iban de la mano. Sin embargo, parece que cuando el día terminaba, toda conversación personal se acababa ante la puerta de su dormitorio, y se convertían en desconocidos íntimos. Como si al meterse en la cama dejasen de ser, y lo que ocurriese después no formase parte de lo que eran. No puedo imaginar los extraños acoplamientos que debieron de tener lugar a través de capas de camisones y que llevaron a mi madre a dar a luz a cuatro hijos antes de cumplir los veintiséis años.
Años más tarde, después de que muriese mi padre, mi madre me contó, en una insólita confesión nocturna provocada por la pena y el vino, que nunca había visto a mi padre desnudo, y que él nunca la había visto a ella desnuda del todo. Por su forma de decírmelo comprendí que no era ella quien había decidido aquello, sino que las cosas eran así con él. Me quedé con la imagen de los dos en rincones opuestos de la habitación, de espaldas el uno al otro, mientras se desnudaban en la semioscuridad. Me imaginé a mi madre detrás de la puerta de su armario, quitándose el vestido estampado y metiéndose por la cabeza un camisón de algodón largo hasta los pies. Y en el otro rincón vi a mi padre quitándose su ropa interior de lana. Una prenda de cuerpo entero. La llevaba como si fuera una segunda piel, invierno y verano; solo se la quitaba para darse un baño, algo poco frecuente en él.
Mi padre se negaba a bañarse con regularidad como todos nosotros. Juraba que cada vez que se había bañado había cogido un resfriado o una neumonía. Evitaba la honda bañera con patas como garras que ocupaba la mitad de nuestro cuarto de baño. Cada noche, después del ordeño, le oíamos salpicar agua detrás de la puerta cerrada. Se lavaba con una esponja en el lavabo. Una vez al mes se arriesgaba a la muerte y la enfermedad y tomaba su baño ritual. Y al día siguiente, carraspeando y tosiendo, juraba que nunca más volvería a meterse en la bañera.
Papá decía que no necesitaba bañarse, que su ropa interior de cuerpo entero le absorbía el sudor. Tenía tres pares que se iba cambiando a lo largo de la semana. A pesar de negarse al baño, nunca pensé que mi padre oliese de forma distinta a los demás. Todos llevábamos encima el mismo aroma a establo, a estiércol de vaca, a leche agria y a heno. Ese olor agridulce estaba por todas partes, en nuestras ropas y en la casa; formaba parte de nosotros igual que la leche era nuestro modo de vida. Cuando los otros niños arrugaban la nariz en el patio del colegio nunca se me ocurrió que esos olores, tan naturales en nuestras vidas, resultasen ofensivos para ellos. No me daba cuenta tampoco de la verdad de sus pullas hasta que volví a casa tras pasar dos años fuera. Todavía recuerdo la sorpresa que me llevé cuando entré por la puerta de nuestra antigua granja y olí mis recuerdos.
Pero no podía evitar notar los malos olores el día de la colada. Cada sábado por la mañana mi madre y yo seleccionábamos las montañas de ropa sucia y ropa de cama en el suelo del porche delantero. Cada semana dos mudas de mi padre acababan en una pila junto con los calzoncillos y camisetas de mis hermanos. Mis hermanos se negaban a llevar aquellos calzoncillos largos excepto en lo más crudo del invierno. Su ropa interior daba vueltas junto con la de papá en la lavadora de hélice, un remolino gris de sopa con olor a hombre y a establo.
Mamá me dijo una vez que se pueden averiguar cosas muy interesantes de la vida de la gente por su colada. Se enteraba de los secretos de mis hermanos por el estado de su ropa y el contenido de sus bolsillos. Aunque nunca lo usó en su contra. Adoraba a sus chicos, y solo se sorprendía cuando descubría alguna pista que delataba que, después de todo, eran también humanos: briznas de tabaco metidas en el forro de sus bolsillos, cerillas rotas, rollos de tabaco de mascar y rabos de ardilla. Leía sus manchas como un diario.
Morgan tenía quince años cuando el día de la colada, al volver mamá los bolsillos de sus vaqueros para la última carga de ropa, un condón sin envoltorio cayó al suelo. Se inclinó y cogió el rollito translúcido de goma. Me miró con las cejas levantadas, como si se preguntase si yo sabía lo que era. Yo tenía doce años, lo bastante mayor para haber oído bromas en el colegio y hacerme una idea a mi manera. Cuando te crías en una granja, el acoplamiento de los animales es algo tan natural como la hierba que crece, pero la unión de los humanos… bueno, eso era muy distinto, y ciertamente, algo de lo que nunca se hablaba en voz alta en nuestra casa. Aun así, levanté el labio con una mueca de disgusto, como si supiera, sin duda, para qué servía aquel extraño objeto. Mientras mi madre se metía el díscolo condón en el delantal, junto con botones, monedas y otros objetos huérfanos de la colada, dijo:
—Son ilusiones que se hace, Natalie. Ilusiones nada más.
Cuando toda la colada estuvo tendida con sus pinzas, volando al viento, mamá abrió la puerta de la cocina que daba a las escaleras. Era raro que ella subiera al piso de arriba, excepto para cambiar las sábanas, y eso ya lo habíamos hecho. Esperé unos minutos y luego la seguí, y me metí en mi habitación. Cuando bajó miré en la habitación de mis hermanos. Allí, en medio de la almohada con su funda recién cambiada, en la cama de Morgan, estaba el condón.
Nunca oí a mi madre decirle una sola palabra sobre su descubrimiento. Morgan estuvo más callado de lo habitual en la cena, aquella noche. Dejó la mesa antes del postre y se dirigió al establo antes incluso que Boyer.
Estoy segura de que mamá también leía mi colada igual que la de mis hermanos.
Sabía cuándo había subido al pajar, en verano. Nuestra madre tenía un temor patológico al fuego, y aunque estaba de acuerdo con papá en que sus temores eran infundados, se fiaba mucho de sus instintos. Todo el mundo lo hacía. De modo que los días más calurosos de agosto, después de que se almacenase todo el heno, cuando el establo estaba totalmente lleno, yo tenía prohibido subir a jugar allí. Era una de sus pocas normas.
Sabía que fui yo la que me colé en el sótano de las conservas y me comí tres tarros de cerezas cuando tenía siete años. Sabía que casi ahogo a un cochinillo intentando enseñarle a nadar en el abrevadero lleno de agua. Y supo también que a los trece años estaba a punto de venirme la regla. Yo no prestaba atención a las manchas rosadas que aparecían en mis bragas de algodón. Pero ella sí. Antes de que yo supiera que los necesitaba, una caja azul y un cinturón elástico con unos cierres de metal aparecieron en mi cama, un sábado por la tarde. Cuando comprendí para qué eran, pensé que ella lo había leído en mis hojas del té.
Mi madre leía el futuro en las hojas del té a sus amigas cuando la visitaban. A veces, por las tardes, cuando papá y mis hermanos estaban fuera recogiendo heno o cortando leña para el fuego, decía:
—Ven, Nat, vamos a tomar el té.
Sacaba las tazas de té buenas, las de porcelana de su madre, del armario con puerta de cristal que había en el salón. Lo llamo salón porque así lo hacía ella: en realidad era solo una habitación alargada que se encontraba junto a la cocina y que servía tanto para comer como para estar. Colocaba nuestras tazas de té y galletas en un extremo de la larga mesa de roble y nosotras, las «chicas», nos tomábamos una tarde libre mientras los «hombres» trabajaban. Cuando me acababa la taza de té con leche, hacía que volviese la taza al revés sobre el platillo y le diese tres vueltas. Entonces leía el futuro y mis secretos en las hojas.
Años más tarde, cuando tuve una hija, me di cuenta de que realmente lo que leía era la colada. La ropa sucia le entregaba todos nuestros secretos.
Así que cuando pienso en todo lo que ocurrió después de aquel día de verano, me pregunto: ¿cómo es posible que no se diera cuenta?