23
Los faros apuñalan la oscuridad, la abren entera y dejan un tajo de autopista con su raya blanca mientras nos vamos sumergiendo en la noche. Están ahí fuera. No las veo, pero puedo sentir las montañas mientras corremos de cumbre a cumbre, a través de las escarpadas Cascade.
Las carreteras están desnudas; la nieve no ha llegado todavía. Aun así, estoy segura de que si los picos invisibles que se ciernen sobre nosotros no están empolvados de blanco, pronto lo estarán. Antes de que pase mucho tiempo, la nieve flanqueará la autopista. Una nieve que podría alcanzar una altura superior a la de este autobús.
La nieve era una constante en nuestras vidas durante cuatro o cinco meses al año, mientras yo iba creciendo. Cada invierno, nuestra granja se convertía en un laberinto de trincheras entre la casa y los edificios exteriores. La mayoría de las mañanas, papá tenía que limpiar el patio entre el establo y la lechería con el tractor. La hoja del arado empujaba las montañas de nieve hacia los pastos delanteros.
Las nevadas fueron inusualmente copiosas el año que vino River.
—¡Madre mía, no había visto tanto blanco en mi vida! —me dijo River mientras iba abriéndose camino por la nieve recién caída, después de la primera nevada ocurrida durante la noche.
—¡Ah! ¡Pues espera y verás! —bufé yo. Levanté la pala y arrojé una paletada de nieve desde el camino por encima del hombro.
—Eh, déjame, ya lo hago yo —dijo, y me cogió la pala.
—No, no, me gusta este trabajo. —Me apoyé en el mango y señalé hacia el porche—. Coge tú la tuya. —Me reí.
—Ah, vale, una mujer liberada —sonrió—. Bien hecho.
Gordos copos iban cayendo en silencio sobre su gorro de lana y sus hombros. Aterrizaban en su mejilla y en sus espesas pestañas, donde se fundían por el calor. Y yo misma me fundía también cuando él acercaba la mano y me limpiaba la cara con sus guantes de lana. Aun con el frío que hacía notaba cómo me ponía colorada. Bajé la cabeza y clavé la pala, mientras River daba la vuelta y corría hacia los escalones del porche. Igual de rápido volvió. Trabajamos uno junto al otro en el camino mientras la nieve se iba espesando, burlándose de nuestros progresos.
A lo largo de los meses había llegado a acostumbrarme a la presencia de River. Más que acostumbrarme. Ya no podía imaginar mi vida ni la de mi familia sin él. Lo veía casi todos los días, y excepto aquellas veces que seguía sus ayunos con zumos («para limpiar el cuerpo y la mente», decía), compartía la mayoría de las comidas con nosotros. Era difícil recordar que hubo un tiempo en el que no se sentaba frente a mí en la mesa.
Después de llegar a la cancela, River miró hacia abajo, a la carretera.
—Menos mal que la furgoneta de la leche tiene tracción a las cuatro ruedas —murmuró—. Si no, tendríamos que enganchar los caballos y que nos llevasen a la ciudad.
—No hace tanto tiempo que hacíamos eso —respondió papá desde el porche—. Y a veces aún lo hacemos. ¿Verdad, Nat?
Antes de que tuviera la oportunidad de responder, papá llamó a River:
—Parece que te has perdido el desayuno.
—Bueno, no importa —respondió River mientras papá venía bajando las escaleras—. A Natalie y a mí nos gusta este trabajo. —Me guiñó un ojo, y luego me pasó su pala para poder coger el termo y una bolsa de papel que le tendía papá.
—Una tostada. —Papá señaló la bolsa—. No puedo dejar que mi copiloto se muera de hambre.
Los vi caminar juntos hacia el camión, el sonido de la nieve recién caída crujiendo bajo sus botas a cada paso. River miró en la bolsa y dijo algo que no pude oír. Papá echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Parecían tan a gusto el uno con el otro que sonreí.
Últimamente había notado que River y papá tardaban cada vez más en entregar la leche cada mañana. Morgan y Carl también lo habían notado. Papá no les hacía caso cuando se burlaban de él. Les dijo que cuando se paraba a recoger el periódico en Gentry, entraban a tomar un café para que River pudiera ir conociendo a los de la localidad. River nunca desmentía aquella explicación, pero a mí me costaba muchísimo imaginar a papá inclinado en la barra, fingiendo leer, mientras River cotorreaba con la señora Gentry o con los demás clientes.
Sin embargo, aunque papá le dijo a River que podía coger los fines de semana de fiesta, cada día los dos se iban juntos a la ruta de la leche.
Excepto en Navidad. La mañana de Navidad, muy temprano, mamá y yo llevamos edredones acolchados y mantas a la parte delantera del establo y mis hermanos engancharon los caballos. Como todos los años, mamá iba en el camión de la leche con papá para las entregas de Navidad, mientras mis hermanos y yo los seguíamos detrás en el trineo.
Arrojé las mantas al heno suelto del trineo y entonces se abrió la puerta de encima de la lechería.
—¿Qué es eso? —River estaba de pie en la parte superior de las escaleras, metiéndose el largo pelo rubio dentro del gorro de lana. Se nos quedó mirando mientras la familia entera permanecía de pie, esperando, sonrientes. Deliberadamente habíamos mantenido en secreto esa parte de la Navidad, para darle una sorpresa. Todos sabíamos que echaba mucho de menos a su madre y a su abuelo, y esperábamos que nuestra tradición de la mañana de Navidad disipase parte de la tristeza de no poder pasar con ellos las vacaciones.
—Feliz Navidad —exclamé, junto con los demás, emocionada al poder compartir con él aquel día.
River miró a Boyer, que estaba de pie en el trineo, sujetando las riendas de cuero.
—¿Pero qué está ocurriendo? —preguntó River.
—Salta y lo averiguarás —le dijo Boyer.
—Es un paseo en trineo —añadí, innecesariamente, y me puse muy roja.
Los azules ojos de River se arrugaron sonrientes al ver a mamá de pie junto a la puerta del pasajero del camión de la leche.
—¿Y qué pasa con la entrega de la leche? —preguntó.
Ella le devolvió la sonrisa y exclamó:
—Este es mi asiento hoy, River. Tú ve con los niños. —Antes de subir al camión, levantó la vista al cielo. Las estrellas todavía titilaban a la luz gris de la mañana. Aspiró con fuerza el aire limpio—. Va a ser un día perfecto —dijo, y subió al camión. Mientras este se alejaba, ella sacó la cabeza por la ventanilla y dijo—: ¡No os caigáis! —Lo decía cada año.
Boyer chasqueó la lengua. Los caballos se inclinaron en sus arneses y tiraron hacia delante. River me cogió por los sobacos y me subió, y luego saltó él mismo al trineo mientras este empezaba a moverse.
Se puso a mi lado y se apoyó en las cajas de madera vacías apiladas en la parte delantera del trineo.
—¿Y para qué son todas estas? —preguntó.
—Ya lo verás —dije yo.
Los caballos agitaron la cabeza, resistiéndose al notar por primera vez los bocados. Nubes de vapor blanco salían de sus ollares abiertos. Hileras de campanitas plateadas unidas a sus crines iban tintineando mientras avanzaban. Al coger velocidad, los arneses de cuero chasquearon y resbalaron sobre la piel de los caballos, mientras los patines del trineo iban deslizándose sin hacer ruido sobre la nieve dura y compacta.
La fragancia cálida y almizclada del sudor de los caballos y el dulce aroma del heno suavizaba el frescor del aire matutino.
—¡Esta es mi parte favorita de la Navidad! —grité, por encima de las campanas.
—¡Y ahora la mía también! —gritó a su vez River. Me pasó el brazo por encima del hombro y me apretó hacia él. Y a pesar de ir bien envuelta, me imaginé que notaba la calidez de su cuerpo a través de la espesa capa de lana.
Cuando el trineo disminuyó la velocidad en la primera colina, sentí un súbito empujón desde detrás. Lo siguiente que noté fue que caía en un mar de nieve. Las risas de Morgan y Carl me siguieron. Salí a la superficie y soplé un puñado de nieve mientras River aterrizaba a mi lado. Él cayó rodando y se rio. Se echó atrás y miró el cielo claro durante unos momentos.
—Guau —dijo—. Qué limpio.
Mientras el trineo coronaba la colina, se sentó y me ofreció su mano, y nos volvimos a poner de pie. Como pingüinos cubiertos de nieve, con los brazos levantados, volvimos trotando al trineo. Antes de subir de un salto, River me hizo una señal y, sin necesidad de ponernos de acuerdo, bombardeamos a Morgan y Carl con las bolas de nieve que llevábamos escondidas en los guantes.
Cuando salimos de la carretera de South Valley, todos nos acurrucamos juntos bajo las mantas, mientras el trineo se deslizaba por la autopista vacía.
En la ciudad, los caballos fueron trotando detrás del camión de la leche mientras papá y mamá hacían las entregas. Toda la ciudad parecía estar durmiendo bajo una espesa manta blanca. Sin embargo, en cada casa donde nos deteníamos se abrían las puertas. Los clientes de papá, muchos en camisón o pijama, nos saludaban a coro deseándonos feliz Navidad. Se intercambiaban apretones de manos y abrazos mientras el sol iba saliendo en un cielo de un azul claro. Nos ponían en la mano ponche caliente, galletas de Navidad y regalos. Cuando acabamos la mitad más alejada de la ciudad, las cajas de madera del trineo estaban rebosantes de regalos y alimentos cocinados para Navidad.
Guantes hechos a mano, gorros y pañuelos llenaban una caja entera. Las demás contenían pasteles de frutas, galletas, pastelitos, mermeladas caseras y conservas.
River se reía en voz alta mientras Morgan y Carl rebuscaban en el botín y ofrecían golosinas.
—Madre mía, ¿todo esto además de las montañas de cosas cocinadas que hace vuestra madre? ¿Y qué vais a hacer con todas estas cosas? —preguntó, mientras se metía una tartaleta de mantequilla en la boca.
—Ya lo verás —respondí yo.
Cuando llegamos al final de Main Street, Boyer se quitó los guantes, se puso las dos manos ante la boca y se las sopló. Luego le pasó las riendas a un ansioso Carl. Yo iba entre River y Boyer mientras los caballos empezaron a trepar a la parte superior de la ciudad. Estábamos sentados con las piernas colgando por encima del costado mientras River hablaba de las navidades que había pasado en Montana. Yo escuchaba, hipnotizada por su voz, mientras él compartía con nosotros sus recuerdos.
—Sois tan afortunados de tener una gran familia —nos dijo—. Es muy difícil para un hijo único hacer un paseo en trineo como este. Pero lo que más me gustaba a mí de la Navidad era ir a cantar villancicos. Cada año, para Nochebuena, mamá y el abuelo y yo íbamos de granja en granja visitando a la gente y cantando villancicos.
—Podemos hacerlo si quieres —dijo Morgan, y empezó a cantar: «We Wish you a Merry Christmas». Todo el mundo se unió a él, incluso Boyer, y nuestras voces resonaban con fuerza mientras nos deslizábamos por las calles cubiertas de nieve de la ciudad. Quise que aquel momento no terminase nunca.
Pero terminó. En cuanto doblamos hacia Colbur Street.
Nos detuvimos ante la casa de los Ryan. Elizabeth-Ann salió corriendo con una bandeja llena de tazas y gritando:
—¡Feliz Navidad a todos!
Su madre iba detrás con una jarra humeante. La señora Ryan murmuró sus felicitaciones mientras nos servía chocolate caliente en las tazas que sujetaba su hija.
—Bueno, bueno, si son los famosos Ward. —Apareció el señor Ryan ante la puerta abierta, en bata—. La familia favorita de Atwood. Y su… eeeh… sobrino americano perdido, ¿no?
—¡Primo! —gritaron Morgan y Carl al mismo tiempo, y luego se echaron a reír.
—Bueno —preguntó el señor Ryan, saliendo al porche—, eso os convierte en primos, aunque sea lejanos, pues, ¿no?
Me eché a temblar y me encogí entre River y Boyer.
River me miró a mí y luego al señor Ryan.
—Pues sí, caramba, señor. Y como soy primo, a mi primita me arrimo —dijo, con un acento exagerado. Se volvió y me sonrió. Vi que sus ojos brillaron un instante al dirigirse hacia Boyer, y luego me cogió la cara entre sus manos enguantadas y me plantó un sonoro beso en la mejilla.
Morgan y Carl se desternillaban y yo me quedé allí sentada, aturdida momentáneamente por el contacto de la mejilla de River.
—Bueno, aunque estoy seguro de que a las damas les encanta el nuevo lechero —continuó la voz pastosa del señor Ryan—, debo decir que echo de menos a la pequeña lecherita que ya no viene a mi puerta.
La señora Ryan acabó de servir la última taza y miró a su marido, que permanecía de pie al borde de los escalones del porche, con una bebida en la mano. Meneó la cabeza.
—Vete dentro, Gerald, antes de que cojas frío —suspiró—. O te caigas —añadió, entre dientes.
Tanto River como Boyer pasaron al mismo tiempo sus brazos protectoramente en torno a mis hombros. Antes de que el trineo diese un tirón hacia delante, Elizabeth-Ann me pasó la última taza y dijo:
—Qué suerte tienes, Natalie Ward.
Vi la envidia en sus ojos mientras nos alejábamos. Y mientras el cacao y el calor de los cuerpos de mi hermano y de River me reconfortaba, me encogí más aún.
Cuando completamos la ruta de la leche, cuando las cajas de madera del trineo estuvieron llenas a reventar, nos detuvimos ante el edificio que había junto al hospital. Mamá y papá bajaron del camión. Fueron hacia el trineo donde Morgan y Boyer les tendieron cajas llenas. Yo salté también y cogí una de ellas.
River me pasó aquella caja, viendo cómo mamá abría la pesada puerta de madera entre los setos. «Nuestra Señora de la Piedad, Escuela para chicas», decía el letrero encima de la puerta. Pero por aquel entonces River sabía ya lo que era realmente el edificio que estaba junto al hospital.
—¿Todo va ahí? —preguntó, en voz alta.
—Sí —le dijo Boyer, mientras sacaba más cajas—. Cada año llevamos gran parte de lo regalado por los clientes de papá en el recorrido de Navidad al hogar.
Morgan rio y dijo, torciendo el gesto:
—Sí, un poco irónico, dado cómo habla todo el mundo en la ciudad de este sitio.
River bajó de un salto y cogió una caja. Boyer hizo lo mismo. Cuando empezaron a seguirnos, papá miró a mamá con una ceja arqueada. Mamá dudó un momento, luego continuó y atravesó la puerta.
—Vale —dijo—. Pero solo hasta los escalones de la entrada. Aun así, probablemente las monjas se pongan muy nerviosas. Pero estoy segura de que la visión de unos cuantos chicos guapos alegrará un poco la Navidad a las chicas que están mirando por las ventanas.
Carl se quedó a las riendas. Como Morgan no hacía movimiento alguno para abandonar el trineo, River lo llamó:
—¿No vienes para añadir un poco de emoción a la Navidad de las señoritas?
Morgan se encogió de hombros y dijo:
—¿Por qué no? —Saltó y cogió una caja del trineo. Corrió detrás de nosotros, cantando con su voz desafinada otra vez We Wish you a Merry Christmas.
Todos nos unimos a la canción mientras depositábamos caja tras caja en los escalones delanteros de la escuela.