39
No sé cómo vivimos juntos Boyer y yo en la misma casa aquel invierno. Sin embargo, durante los meses posteriores a su regreso desde la Unidad de Quemados, de alguna manera conseguimos evitarnos el uno al otro.
Cuando yo no estaba en clase o haciendo algún encargo, me encerraba en mi habitación. Boyer vivía entre la galería y la cocina. A un mundo entero de distancia. A veces lo veía de refilón pasando por la cocina, de camino hacia el baño. Era como si un desconocido hubiese ocupado su cuerpo. No veía a Boyer ni siquiera en el lado derecho de su rostro, relativamente normal. Ciertamente, esa persona que permanecía horas sentada en el sillón reclinable de papá, delante del televisor, no podía ser mi hermano.
Mamá se convirtió en su cuidadora. Le protegía de los ojos curiosos de los visitantes, e incluso de nosotros. Le llevaba las comidas a la galería. Cada mañana le preparaba la bañera, probaba el agua, y luego lo llevaba como a un niño remolón al cuarto de baño. Le masajeaba con aceite las cicatrices, que iban curando, e insistía en que se fuese moviendo. Cada pocas horas lo llevaba del brazo y le hacía dar cortos paseos, primero en torno a la casa, luego aventurándose al exterior, con la piel sensible a la temperatura bien abrigada para protegerla del frío.
La nieve llegó pronto aquel invierno. Yo veía desde mi ventana los ventisqueros que cubrían la parte superior de la verja, en el patio. Veía el quitanieves subir por nuestra carretera a primera hora de la mañana, enviando con su hoja gigante grandes oleadas de nieve blanca a los laterales.
No importa lo alta que fuese la capa de nieve, nunca nos podíamos permitir el lujo de quedar atrapados. Como el correo, la leche debía pasar siempre. La carretera de South Valley era la primera que limpiaban cada día. Pero excepto para las entregas de leche y lo indispensable, raramente íbamos a la ciudad. Nos aislamos tanto como si nos hubiese atrapado la nieve. Mamá todavía asistía a la iglesia cada domingo por la mañana, era la única de todos nosotros que iba regularmente, por aquel entonces. Yo me negaba en redondo a ir. Nadie se atrevió a llevarme la contraria.
Antes de Navidad, unos cuantos de los antiguos clientes de papá intentaron volver. Él ignoró sus peticiones, pero mamá argumentaba que no podíamos permitirnos ser orgullosos.
—Venderé algunas vacas en primavera —afirmaba.
—Bueno, o eso —amenazaba mamá—, o vendemos la leche a granel a las embotelladoras. —Mi padre siempre aseguraba que prefería morir a que ocurriese aquello, aunque era una solución. Y casi logra su deseo.
Nuestra lechería fue una de las últimas de la provincia en embotellar y vender leche cruda.
—Esos trajeados de la ciudad quieren esterilizarlo todo —solía decir—. Si se salen con la suya, pronto no quedará nada bueno ni nada natural. Acabaremos tragándonos una simple pastillita de plástico, en lugar de comer comida de verdad.
Aquel invierno, el inspector del Comité Lácteo apareció con frecuencia para hacer controles de calidad aleatorios.
—Alguien está buscando una excusa para cerrarnos —se quejaba papá cada vez que venía. Las pruebas siempre salían bien.
Durante las vacaciones de Navidad fue muy duro para mí evitar a Boyer. Cuando no estaba haciendo alguna tarea, me retiraba a mi habitación. Una tarde mi madre me llamó mientras subía las escaleras.
—Ve a la antigua habitación de Boyer y baja algunos de sus libros —me pidió.
La habitación del desván estaba vacía desde que Boyer se había trasladado a la cabaña, el año anterior. Ni Morgan ni Carl tenían intención alguna de trasladarse allí, ambos estaban contentos siendo compañeros de habitación.
La mayoría de los libros de Boyer se habían perdido en el fuego, pero todavía quedaban algunos guardados en su antigua habitación.
No fue solo el aire helado y húmedo lo que me echó atrás, cuando me dirigí de mala gana al desván. Faltaba algo más que una cama y un escritorio en aquella habitación. Era como si fuese la habitación de un fantasma. Dudé un momento antes de entrar con un escalofrío y empezar a buscar a toda prisa por los montones de libros. Me llevé un puñado a la cocina y los puse en la mesa para que los inspeccionase mi madre. Ella cogió uno y luego otro, como si eligiese tomates en una tienda. Eran todas novelas conocidas, clásicos, que estaba segura de que tanto ella como Boyer habían leído varias veces. Finalmente, eligió Historia de dos ciudades y me la tendió.
—Quiero que le leas esto a Boyer —dijo.
Yo retrocedí, rechazando el libro.
—Pero… pero… no puedo —tartamudeé. No tenía ni idea de lo que me estaba pidiendo.
—Sí, desde luego que puedes —insistió—. Le cuesta demasiado sujetar un libro durante mucho tiempo seguido —señaló hacia el salón—. Ahora, ve, siéntate a su lado y léele. —Y me metió el libro a la fuerza entre las manos—. Os irá muy bien a los dos.
En el salón, Boyer estaba echado en el sillón reclinable de papá, con los ojos cerrados. En la pantalla de televisión, el Galloping Gourmet cortaba cebollas. Entré y apagué la tele. El rostro lacrimoso de Graham Kerr se encogió hasta convertirse en un diminuto punto blanco en la pantalla. Cuando me volví, Boyer estaba sentado. Noté que sus ojos me seguían.
—Mamá ha dicho que te lea.
Boyer no dijo nada. Quizá asintiera. No lo sé. Yo miraba el libro que tenía en la mano, la alfombra oval a mis pies, cualquier cosa excepto aquella cara.
Me senté en la silla de mamá hacia su lado derecho y abrí por la primera página. Empecé a leer:
«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…».
Leía las palabras, pero no oía ni sentía ninguna de ellas. Mantenía los ojos clavados en las páginas, mientras mi voz monótona las leía. Debíamos de parecer una extraña pareja, los dos sentados muy erguidos y rígidos en las sillas de nuestros padres, ignorando cada uno la presencia del otro. Boyer, que me había enseñado a leer, que me había enseñado a prestar atención al ritmo, a la música de las palabras, miraba al frente.
Cuando era pequeña, él me escuchaba con cuidado cuando leía, y me interrumpía en mitad de una frase, si no oía «la pasión», como decía él, «la verdad» en mi voz para las palabras escritas en la página. Aquel Boyer no habría soportado mi lectura sin alma. Me habría detenido al cabo de unas pocas líneas y habría insistido en que le hiciese oír la belleza de las palabras, o las habría repetido de memoria, dándoles la vida que merecían. Pero este Boyer no dijo nada.
Cuando acabé la última frase del primer capítulo, se puso en pie. La voz de un desconocido dijo:
—Gracias. —Un áspero sonido gorgoteante en su garganta. Se retiró a la galería.
Me llevé la manga de la sudadera a la nariz para ahogar los estornudos y las lágrimas que notaba que asomaban. Esa palabra era la primera que mi hermano me había dirigido directamente desde la noche del accidente.
El accidente. Así es como mi familia había empezado a llamarlo cuando hablaban de la noche del fuego, que era muy pocas veces. Yo nunca hablaba de aquello, jamás. Pero suspiraba por soltar la verdad. A la tarde siguiente, me senté de nuevo junto a él a leerle. Pero antes de empezar, decidí que se lo diría. Debía decírselo. Dejé el libro sin abrir en mi regazo, cogí aliento con fuerza, mientras buscaba las palabras.
—El incendio, Boyer, yo…
Noté que hacía un gesto de dolor al echarse hacia atrás en el sillón reclinable.
—No, ahora no, Natalie. Estoy muy cansado. —La voz rasposa de un desconocido me despachó. Me fui corriendo a mi habitación.
Cuando volví a bajar las escaleras más tarde para ayudar con la cena, oí la voz de papá procedente del salón. Le vi sentado en la silla de mamá, junto a Boyer. Mi padre tenía un libro del doctor Seuss entre las manos y estaba leyendo en voz alta. Entré en la cocina y me dirigí a mi madre.
—¿Cuándo aprendió papá…? —susurré.
Por primera vez desde el verano, su nombre se pronunció entre nosotros.
—River —dijo ella—. Le estaba enseñando. Por eso iba a repartir la leche con él. Se paraban a dar la lección en una mesa al fondo del bar Gentry, todos los días.
Volví y me quedé de pie en la puerta. Mi padre se concentraba en las palabras mientras Boyer, que estaba echado en el sillón reclinable, escuchaba con los ojos cerrados. Una sonrisa levantaba la comisura derecha de sus labios. Me aparté no sin antes fijarme en la diminuta lágrima que caía de su ojo derecho y surcaba su piel suave. Desde la cocina oía a mi padre leer aquellas palabras sencillas sobre huevos verdes y jamón como si fueran las más importantes del mundo. Y en aquel momento lo eran.
Algo cambió para Boyer después de aquello. Cada tarde papá y él se sentaban juntos en el salón, y papá le leía. Antes de que pasara mucho tiempo se trasladaron a la mesa de la cocina, con unos libros abiertos ante ellos. A finales de enero, mi padre leía el periódico de corrido.
Boyer volvió a trasladarse a la habitación del desván. Ocupó de nuevo su lugar en la mesa para comer, y empezó a trabajar con mamá en la lechería. Y cuanto más se unía él al mundo, más me retiraba yo.
Igual que antes, la mayoría de las noches me negaba a cenar, y bajaba más tarde a escondidas a buscar algo en la cocina, cuando todo el mundo dormía. Una noche, a mediados de febrero, cargué bien mi plato a la luz de la nevera.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto, Natalie? —Me sobresaltó la voz de mi madre. Estaba de pie en la puerta del salón, en camisón.
—¿Qué? —pregunté yo, y cerré la puerta del frigorífico.
Mamá suspiró y dio la luz de la cocina. Se acercó a mí, me puso las manos en los hombros y me hizo dar la vuelta y enfrentarme al espejo enmarcado de roble que estaba en la pared de la cocina. No necesitaba ver aquella imagen, el pelo revuelto, la cara hinchada. Sabía qué aspecto tenía allí de pie con aquella camiseta holgada, manchada de comida, y los pantalones de chándal, una ropa que llevaba noche y día. No me importaba. Me solté de sus manos y me dirigí a la escalera, encorvada sobre un plato lleno de pan con mantequilla, trozos de queso y una porción de pastel de manzana.
—Boyer está aprendiendo a vivir con sus cicatrices —dijo, cansada—. ¿Por qué no puedes tú?
Porque esas cicatrices son culpa mía, quise chillarle. Quería decírselo entonces, contárselo todo, pero me quedé callada, hosca. ¿Cómo decírselo? ¿Cómo iba a quererme, si le decía la verdad?
Más tarde, aquella misma noche, me desperté con el sonido de mis propios gemidos ahogados. Unos minutos más tarde oí la voz de Boyer. Abrió mi puerta.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó desde la entrada.
Lo veía allí de pie, igual que cuando era muy pequeña y me despertaba por una pesadilla. Durante un momento fue como si todo volviese a ser como antes.
—Sí, estoy bien —dijo—. Debía de estar soñando.
—Te oía desde mi habitación —insistió—. ¿Seguro que estás bien?
—Solo me duele el estómago —respondí. Entró y encendió la lámpara de mi mesilla. Vi que sus dedos marcados por las cicatrices cogían el plato lleno de migas que tenía en la mesita de noche, prueba de que una vez más me había atracado hasta encontrarme mal.
—Apágala —gemí, rodando hacia un lado. Cuando se fue, me llevé una almohada al estómago al notar otro retortijón en el abdomen.
Me fui durmiendo y despertando entre oleadas de dolor. Algún tiempo después me desperté y mamá se inclinaba hacia mí, poniéndome la mano en la frente. Boyer estaba de pie en la puerta, tras ella.
—Debe de ser apendicitis —dijo mamá—. ¿Te duele en el costado? —me preguntó. Y antes de que pudiera responder, me levantó la camiseta y me tocó el costado derecho.
—¡Dios mío! —exclamó, cuando sus manos me tocaron.
La aparté. Se volvió hacia Boyer.
—¿Podrás llevarnos al hospital? —preguntó.
Si te crías en una granja, sabes de dónde vienen todas las cosas. Vivir cerca de la naturaleza significa que nada es secreto. Sabes que el agua que bebes viene de una fuente en la montaña porque has ayudado a tu padre a reparar las tuberías. Sabes que el tocino y el jamón vienen del cerdo que antes era un lechoncillo al que fuiste tan tonta de ponerle nombre. Sabes que los huevos y los muslos vienen de las mismas bolitas de plumón amarillo que veías crecer y convertirse en gallinas de ojos como cuentas negras. Cuando aparecen en la mesa bandejas con rosbif asado, no dedicas pensamiento alguno al súbito chorro de mucosidad que sale de la nariz del novillo cuando sus rodillas golpean el suelo en el momento de la muerte. Pero lo sabes. Sabes de dónde viene todo. Conoces el nacimiento y la muerte, las verdades de la vida.
Y, sin embargo, aún no puedo explicar mi ausencia de preparación para las palabras del doctor Mumford en el estéril silencio de la sala de urgencias.
—La vamos a llevar a la sala de partos —dijo, al apartar las manos que me examinaban el estómago.
¿Sala de partos? Pero ¿de qué estaba hablando? ¿Sala de partos? Intenté sentarme en la camilla donde me estaba examinando, pero otro súbito dolor me invadió. Noté el firme contacto de las manos de una monja insistiendo en que me echara de espaldas. Mientras la hermana de cara adusta me llevaba, oí la voz de mamá repitiendo las preguntas que se habían formado en mi cabeza.
—¿Sala de partos? ¿Cómo?
—Está a punto de dar a luz, Nettie —le dijo el doctor Mumford—. Seguramente lo sabías ya.
Durante el resto de mi vida me he preguntado cómo es posible que no me diera cuenta. Cómo es posible que llevase vida dentro de mi cuerpo durante casi ocho meses y no supiera de su existencia. Pero hasta aquel momento no tenía ni idea. Y, sin embargo, cuando oí que el doctor Mumford decía aquellas palabras a mi madre, mi corazón reconoció la verdad que había en ellas.
Me agarré al costado helado de acero inoxidable de la camilla cuando otro acceso de dolor me sacudió. Y de repente me encontré de vuelta en la gravera, apretada contra el capó de metal negro. El mismo calor abrasador asaltó mi cuerpo, amenazando con desgarrarme entera.
Desde aquella noche de junio había conseguido permanecer distante, entumecida. Era como si los horrores y las tragedias que siguieron me hubiesen cerrado por completo. En los meses posteriores anduve por ahí como si estuviera fuera del mundo. Seguía las instrucciones, hacía lo que se me pedía, iba adonde se me requería cuando tenía que hacerlo, pero no estaba conectada con la vida a mi alrededor. Con cada dolor desgarrador, era como si mi cuerpo se estuviese despertando y renaciese contra su voluntad.
Luchaba por permanecer entumecida. No quería volver. Quería quedarme en el vacío en el que se había convertido mi existencia.
Al cerrarse las puertas del ascensor, oí la firme voz de la monja. Ella fue la primera en decirlo.
—Tenías que haberte dado cuenta —dijo.
En la fría y blanca luz de la sala de partos, aparté la cara de la mano enguantada que me colocaba una máscara de goma negra en la cara. No quería inhalar aquellos vapores asfixiantes, pero tras aspirar con fuerza varias veces di la bienvenida a la oscuridad, a los aros pulsantes de luz que me iban atrayendo hacia su vórtice y dejando atrás el dolor.