38

Hice un trato con Dios. Mientras mis padres corrían a llevar a Boyer al hospital, me arrodillé en el suelo de linóleo del salón. Prometí una penitencia secreta a cambio de la vida de mi hermano. A medida que pasaban las horas, supliqué y luego, llena de rabia, amenacé a un dios indiferente, un dios que permitía que sacudiesen a nuestra familia tantas tragedias. Aun así, mientras esperaba una llamada de teléfono que no quería responder, tenía muy pocas esperanzas de que el cuerpo que mamá y papá envolvieron en toallas húmedas y echaron encima de unos edredones en la parte trasera del camión volviera a nosotros como Boyer.

Antes del amanecer, cuando las sombras de la noche se retiraron por encima de las montañas, Morgan y Carl, cubiertos de hollín y cansados, volvieron a casa desde la cabaña de Boyer. Los tres nos sentamos en la mesa de la cocina. El café se fue enfriando en las tazas que cogían unas manos quietas. Mis hermanos hablaban entre susurros de que todo se había perdido en el fuego. Los libros de Boyer, los diarios de River, todo cenizas. Yo escuchaba, muda y culpable, mientras ellos especulaban sobre la posible causa del fuego.

—Quizá fue el gas propano —concluyó Carl, y Morgan asintió.

Justo antes de las cinco en punto, con la mente embotada, los seguí fuera. Mientras nos dirigíamos a la granja para meter a las vacas en el establo, llegó papá. Bajó del camión. Parecía demacrado y viejo. Se acercó a nosotros tambaleante, mientras esperábamos las noticias de pie.

—¿Papá? —dijo Morgan, con voz suave pero insistente.

Nuestro padre se detuvo y se volvió despacio. Nos miró con los ojos vacíos, como si fuera escasamente consciente de nuestra presencia.

—Se lo llevan al aeropuerto en ambulancia, y luego en avión a Vancouver —dijo, con una voz extrañamente plana—. Aquí han hecho todo lo que podían por él. Vuestra madre se va con él —añadió, y luego se dirigió al establo.

La investigación policial duró dos días. Al principio la Policía, como mi padre, sospechó que el fuego había sido provocado, pero no había pruebas. Los mismos oficiales de la RPMC que habían hablado con mamá y Boyer de River, aparecieron una semana después con el informe final. Yo me quedé desplomada detrás de la puerta del baño con un grumo de culpabilidad alojado en la garganta, y les oí decir a mi silencioso padre que el fuego había empezado en algún lugar de la parte delantera de la cabaña «por causas desconocidas».

Mamá estuvo ausente dos semanas. Pasarían otros cinco meses antes de que Boyer volviese a casa. La madre y la abuela de River vinieron y se fueron. Se llevaron lo que quedaba de su hijo y nieto en una caja de pino. No pudieron llevarse nada más. Yo sabía que si mi madre hubiese estado allí, si Boyer hubiese estado allí, habrían encontrado las palabras de consuelo adecuadas para compartir con ellos. Yo lo intenté. Llevé a su madre a la lechería y le enseñé dónde había vivido River. Le conté el tiempo que había pasado con nosotros, las palabras de amor hacia ellos que contenían los diarios quemados. Al menos se merecían eso, como dijo Boyer. Pero al final se fueron solo con su dolor.

Y mientras tanto, nuestra rutina diaria continuó. A veces oía a Morgan y a Carl maldecir la granja y sus interminables tareas, pero fue la rutina necesaria la que los mantuvo en movimiento durante aquellos meses.

Mientras Boyer luchaba por recuperarse, soportando los interminables injertos de piel y operaciones quirúrgicas en la Unidad de Quemados de Vancouver, nosotros pasábamos los días como supervivientes conmocionados. Y los cotilleos seguían. Los rumores sobre River y Boyer se convirtieron en mentiras descaradas. Recibimos una carta muy mal escrita condenando a Boyer por intentar suicidarse tras la muerte de su amante pegándose fuego. «Como esos malditos monjes budistas que protestan contra la guerra de Vietnam a la que aquel desertor era demasiado cobarde para ir», decía una de ellas.

También por teléfono hubo sugerencias procaces sobre la relación entre Morgan y Carl. Dejaron de salir por la noche, y los pocos amigos que intentaban acercarse a ellos fueron rechazados. Mis hermanos ya no querían saber nada de la ciudad y solo iban a Atwood cuando era necesario para recoger el correo o comprar comida.

Yo fui al instituto y vacié mi taquilla y la de Carl. El instituto se había terminado para mí, aquel año. Carl lo dejó para siempre. Mejor que decidiera no volver. Al menos así se ahorró ver las feas palabras rascadas en la pintura verde de las puertas metálicas de nuestras taquillas, la suya y la mía.

A final de mes, casi la mitad de los clientes de papá habían cancelado sus encargos.

Aquel verano, un verano que yo había anhelado con romántica y estúpida anticipación, se arrastró como una estación monótona y calurosa. Nuestra familia había perdido algo más que a Boyer. Todos nos movíamos día a día en mundos solitarios. Nuestra conexión, el pegamento que antes nos mantenía unidos, había desaparecido. Las conversaciones forzadas, bien sobre los asuntos de la granja o sobre los progresos de Boyer, se convirtieron en nuestra única forma de comunicación.

Mientras mamá estaba en Vancouver, cogimos la costumbre de comer solo cuando teníamos hambre. Cada uno de nosotros cogía algunas sobras de las comidas para picar que yo preparaba cada día. Pastar, lo llamó mamá cuando volvió a casa y acabó con todo aquello. Insistió en que todos nos sentásemos a comer.

—Tenemos que volver a la normalidad —dijo. Pero nunca lo hicimos.

Nuestra familia se quedó aislada. Excepto unos pocos viejos amigos, nos hicieron el vacío. El único invitado que se unió a nuestra mesa durante aquellos tiempos fue el padre Mackenzie. Y a partir de octubre, Ruth.

Ruth era una de las chicas de Nuestra Señora de la Piedad. Se convirtió en la última de las residentes de aquel hogar, antes de que cerrase. Morgan y Carl empezaron a acompañarla después de que Morgan un día tropezase con ella delante de la oficina de Correos y casi la tirase a los escalones de granito al salir corriendo de allí, una tarde.

Alta y esbelta, resultaba difícil apreciar que estaba embarazada, excepto por un pequeño bulto bajo su vestido azul. Morgan la acompañó aquel día subiendo por la colina del hospital, y así empezó su amistad. Tanto Carl como él la escoltaban al cine Roxy cada semana. Luego empezaron a traerla a casa a comer. No pasó mucho tiempo antes de que todos los miembros de nuestra familia se sintieran atraídos por la chica de cabello oscuro de la isla Queen Charlotte. Supongo que ella nos dio algo en lo que concentrarnos fuera de nuestras propias desgracias. Éramos conscientes de su tristeza por llevar en su interior un niño que no podía quedarse. Aun así, nos sedujo a todos con su sosegada aceptación de la vida. Incluso yo, que me había vuelto tan precavida, empecé a anhelar sus visitas.

Al volver al instituto después de las vacaciones de verano ignoré a los grupos cuchicheantes que veía cuando andaba por los pasillos. Las miradas de compasión que arrojaban a mi paso eran tan duras de aceptar como los cotilleos que llegaban a mis oídos. Yo fingía no ver nada, no oír nada. Fingía que no estaba allí, y me escondía detrás de sudaderas informes y pantalones holgados.

Cuando no estaba en el colegio o con papá repartiendo la leche en su ronda cada vez más menguada, mi existencia se limitaba a la casa y la lechería. En las horas que quedaban entre ambas cosas, dormía. Dormía y comía. Mientras el resto de mi familia había perdido el apetito, yo me consolaba comiendo.

Algunas mañanas de los fines de semana, papá insistía en que fuera con él a repartir la leche. Ciertamente, no me necesitaba, y sospechaba que solo lo hacía para que saliese un poco, pero no podía negarme. Cada vez que nos acercábamos a Colbur Street, notaba que empezaba a hiperventilar.

Sabía que en algún momento durante aquel verano Elizabeth-Ann y su madre habían dejado la ciudad. Ma Cooper nos trajo aquel último cotilleo.

—Parece que la mujer y la hija del alcalde han huido de él —le dijo a mamá—. Volvió del trabajo una noche y encontró la casa vacía. No sé cómo consiguió un camión de mudanzas y se fue sin que él lo supiera. Todos los demás lo sabían.

Y aunque Ma Cooper nos informó también de que el señor Ryan había desaparecido poco después, yo no podía librarme del pánico que me invadía cada vez que pasábamos ante la casa vacía.

Ma sí que siguió con nosotros, y también la viuda y Jake. Ellos no fueron los únicos que se negaron a volvernos la espalda durante aquellos meses. También estaban las santas damas de la Iglesia.

La delegación de las tres señoras apareció en nuestro porche aquel otoño. Yo estaba acabando de lavar los platos del desayuno en el fregadero cuando oí el golpecito en la puerta mosquitera. Nunca nadie, excepto algún vendedor o algún desconocido, llamaba a nuestra puerta. Todos los demás entraban sin más.

Mamá levantó la vista de la enorme bola de masa que estaba amasando y vio a las tres mujeres de pie en el porche. Parecían trillizas vestidas con su ropa de los domingos. Llevaban unos sombreritos redondos sin ala idénticos y los bolsos remilgadamente colgados del brazo doblado.

—Bueno, bueno, ¿a qué debo el honor? —preguntó mamá. Se secó las manos en el delantal mientras miraba a las tres a través de la mosquitera. Me sorprendió que no abriera la puerta y las invitase a entrar. Quizá vio en los ojos de aquellas mujeres la decisión cristiana de concederle la redención.

—Hola, Nettie —dijo la señora Woods, ignorando el tono sarcástico de mamá.

Gertrude Woods era la presidenta de las Damas Católicas Auxiliares. Yo estaba segura de que echaba de menos la activa participación de mamá en las buenas obras de aquel grupo benéfico.

—Hemos tenido una reunión —comentó, con voz suave—. Y hemos decidido que Boyer… bueno, a Boyer seguramente lo descarrió ese americano, ese desertor infiel. Estamos de acuerdo en que Dios ha castigado ya lo suficiente a Boyer por sus actos impuros, y seguramente se ha arrepentido.

—¿Ah, sí, eso creéis? —dijo mamá, y cruzó los brazos encima del pecho.

—Hemos creído que era nuestro deber cristiano acudir hoy aquí —siguió la señora Woods—. Hemos venido a ofrecerte nuestro apoyo, a ti y a tu familia. A ver si hay algo que podamos hacer para ayudarte en este momento de necesidad.

Se oía el zumbido de la nevera y mamá permanecía inmóvil.

—Sí, claro —dijo al final—, podéis hacer una cosa. —Sus ojos se entrecerraron—. Podéis largaros de mi casa de una puñetera vez.

«Puñetero» no era un taco muy grave ni siquiera entonces, pero fue una de las pocas palabras soeces que oí salir jamás de los labios de mi madre. Los respingos conmocionados que siguieron no procedieron solo de los tres cuervos posados en nuestro porche. Yo solté el mismo respingo.

—Vamos, Nettie —bufó la señora Woods—. Sabemos que es el dolor el que habla, y no tenemos duda alguna de que Dios te perdonará.

—La cuestión es… —replicó mamá—, ¿os perdonará a vosotras? —Con toda calma cerró la puerta y volvió a la masa del pan—. No es solo esa forma de hablar tan beata —me dijo—, son esas viejas que se meten donde no las llaman.

No estaba segura de si mamá intentaba convencerme a mí o a sí misma.

—Esta ciudad es como una bandada de pollitos de esos tuyos —le oí decir más tarde a Ma Cooper—. Todo pelusa e inocencia hasta que detectan una debilidad. En cuanto ven una manchita de sangre, se vuelven hacia uno de ellos y lo picotean hasta la muerte.

Pero en octubre, cuando Morgan empezó a acompañar a Ruth, Ma Cooper no pudo mantener la boca cerrada.

—No es asunto mío, Nettie —dijo—, pero esta familia ya tiene bastantes problemas sin necesidad de que Morgan vaya pavoneándose por toda la ciudad con una chica embarazada, y además india.

—Es haida —la corrigió mamá.

La madre de Ruth formaba parte de la Nación India Haida de la isla Queen Charlotte. Su padre era pescador allí. Fue su estricto padre católico irlandés, le dijo Ruth a mamá, quien la alejó de casa para que tuviera a su niño, cuando ella se metió en problemas.

—Tienes razón, Ma —dijo mamá, con voz seria—. No es asunto tuyo. Y si Morgan y esa jovencita —continuó— encuentran consuelo en la compañía mutua, me alegro muchísimo por ellos. No me interesan las tonterías de las lenguas ociosas. Esta ciudad debería avergonzarse —añadió mamá, con tristeza—. La gente de aquí ha sido puesta a prueba y ha fracasado. Es obvio que no toleran nada que sea diferente.

A favor de Ma Cooper tengo que decir, sin embargo, que cuando vio lo fuertes que eran las convicciones de mamá, siguió su consejo y se mantuvo a nuestro lado una vez más. Y Ma, después de conocerla, se enamoró también de Ruth.

La hermosa Ruth de brillantes ojos oscuros y tímida sonrisa se convirtió en el salvavidas de nuestra familia a la deriva. Y el día que al final volvió Boyer, Ruth fue la única que pudo mirarlo a la cara sin pestañear, sin conmocionarse, sin contener las lágrimas.

Los copos de nieve caían del cielo gris a finales de un día de noviembre cuando Boyer volvió a casa. A todos nos habían advertido que sus cicatrices se estaban curando todavía, pero excepto mamá, no creo que ninguno de nosotros estuviese preparado.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana del porche y vi que mamá y papá salían del coche. Mamá abrió la puerta de atrás y se inclinó a ayudar a Boyer. Cuando salió con mucho cuidado y luego se incorporó, vi los fragmentos de piel moteada que subían por un lado de su cuello. Suspiré, aliviada. Y luego se volvió.

Me agarré al alféizar de la ventana cuando se revelaron los estragos en el otro lado de su rostro. ¡Su cara! Era como si todo el lado izquierdo se hubiese derretido. En algún lugar bajo el tejido de aquella cicatriz roja e inflamada antes estaban su oreja, su mejilla y el lado izquierdo de su boca.

Mientras mamá lo conducía con cuidado por el camino hacia el porche, yo hui a la cocina. Intenté mirar más allá de las cicatrices, encontrar a Boyer en los ojos, cuando finalmente atravesó la puerta. Pero no había nada allí. Me miró durante menos de un segundo y luego miró a través de mí, más allá de donde yo estaba. Era como si me hubiese desintegrado, como si no existiera ya. Retrocedí hacia el rincón cuando pasó.

No sé cuánto rato habrían tardado en hablar mis hermanos si Ruth no se hubiese adelantado y le hubiese tendido la mano a Boyer.

—Me alegro mucho de conocerte —dijo, con su amable voz—. Soy Ruth.

Nos habían advertido que a Boyer todavía le costaba hablar a causa de la traqueotomía que le habían tenido que practicar en su garganta dañada por el humo. Y aunque se había curado, mamá decía que todavía le resultaba doloroso hablar. Poco a poco levantó la mano. Ruth se la cogió y la mantuvo suavemente sujeta entre las suyas.

Morgan y Carl, tan rápidos con las palabras, se quedaron allí con la boca abierta, como si hubiesen perdido la voz. Al final Morgan encontró la suya.

—Eh, bienvenido a casa. ¡Te hemos echado de menos!

Boyer asintió y luego pasó por el salón hacia la galería.

Mamá decía que todavía estaba conmocionado, que necesitaba tiempo para curarse, que era normal que las víctimas de quemaduras se cobijasen en su interior y que sintiesen ira. No recuerdo a quién se lo dijo, ni por qué, pero no fue a mí.

Durante los meses siguientes, Boyer durmió en la galería. Las escaleras eran demasiado difíciles para su cuerpo rígido, que aún se estaba recuperando. Se curó en privado, guardándose las cicatrices y el dolor para sí.

Yo me limitaba a usar la cocina, el baño y mi habitación, intentando resultar invisible. A última hora de la noche, cuando el resto de la casa dormía, cuando estaba segura ya de que mamá no estaba levantada, bajaba las escaleras con precaución y me subía comida a mi habitación. Permanecía despierta todo el tiempo que podía, leyendo y comiendo, atiborrándome de palabras y de comida, esperando conjurar las imágenes que venían con el sueño. Aun así, todas las noches llegaban las visiones: soñaba con zarcillos de humo que subían de debajo del fregadero de la cocina, en la cabaña de Boyer. Porque por mucho que oyese decir a mamá que la Policía sospechaba que el fuego había sido provocado por algún pirómano, o que papá dijera que creía que lo habían encendido las mismas manos que habían pintarrajeado nuestro letrero, yo sabía quién era la pirómana. Y cada vez que cerraba los ojos veía arder las brasas de las colillas de marihuana que había echado a la basura con tanto descuido; arder, arder y estallar en llamas mientras Boyer dormía.