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«Quien siembra vientos recoge tempestades», le gustaba decir a mamá. Pero me pregunto cómo habría llamado a los vientos que trajeron a River Jordan a nuestras vidas.

«Los vientos del descontento», los llamó River una noche, cuando la conversación giró en torno a las protestas que invadían la universidad y los campus de todo Estados Unidos. Nos dijo que para él, aquellos vientos empezaron en Washington D. C. el año anterior.

—El 2 de noviembre de 1965 —dijo—, bajo la ventana del secretario de Defensa del Pentágono, Robert McNamara, un joven pacifista cuáquero, Norman Morrison, se echó gasolina encima. Y luego encendió una cerilla.

»Una décima de segundo antes de arder —prosiguió River, con la voz cada vez más queda—, entregó a su hija de un año a un transeúnte.

Yo me estremecí involuntariamente cuando la imagen de una bola de fuego humana atravesó mi mente.

River levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos.

—Cuando oí la noticia en mi habitación del colegio mayor de la Universidad de Montana —dijo—, sentí el mismo escalofrío en el alma. —Buscó en el bolsillo de sus vaqueros—. Al día siguiente encontré este artículo en la primera plana del New York Times. —Y sacó un recorte de periódico muy doblado de su cartera.

Al pasárselo a Boyer vi el titular: «Opositor a Vietnam se quema vivo».

—Fue la palabra «opositor» lo que me llamó la atención —precisó River—. Con qué facilidad usaban aquella palabra. Yo sabía que no querían decirlo en ese sentido, pero para mí, era como si oponerse a la guerra lo convirtiera en el enemigo.

Mientras Boyer leía, mi padre se aclaró la garganta y apartó su silla. Se levantó de la mesa y salió por la puerta mientras nos pasábamos el artículo unos a otros. Cuando me llegó, leí las palabras ya desvaídas.

La viuda del manifestante ha hecho el siguiente comunicado: «Norman Morrison ha entregado su vida hoy para expresar su preocupación por la gran pérdida de vidas y sufrimientos humanos causados por la guerra de Vietnam. Protestaba por la profunda implicación militar de nuestro Gobierno en esta guerra. Sentía que todos los ciudadanos deben expresar sus convicciones sobre la acción de nuestro país».

—Norman Morrison fue quien me despertó —dijo River, cuando el artículo volvió a su cartera—. Ya no podía ignorar lo que estaba ocurriendo. No estaba dispuesto a hacer el mismo sacrificio que él, pero podía levantarme y que me contaran.

Nos dijo que después de dejar la universidad empezó a acudir a protestas, asistir a asambleas y sentadas por todo el país.

—Creía que estaba ejerciendo mi derecho democrático a protestar —indicó—. Pero con la Guardia Nacional y la Policía atacando a los manifestantes, las calles y los campus de Estados Unidos no parecen muy democráticos que digamos, ahora mismo. —Suspiró y añadió—: Incluso el movimiento estudiantil se está volviendo militante. Cuando me llegó la cartilla militar, quemarla fue una decisión fácil.

La mesa quedó en silencio. Ni a Morgan ni a Carl ni a ninguno de sus amigos se les ocurrió una respuesta ingeniosa para las tranquilas palabras de River de aquel día.

Era obvio desde el principio que él era distinto de los visitantes que aparecían en nuestra granja. Como Boyer, River no tenía necesidad de llenar los espacios vacíos de la conversación con palabras. Su tranquila madurez hacía que las constantes bromas entre los chicos de la ciudad que se apiñaban en torno a nuestra mesa pareciesen cháchara insustancial.

Indirectamente, supongo, se podía considerar a aquellos jóvenes responsables de todo lo que ocurrió después de River. Si no hubiesen echado a Jake, River nunca habría venido a nosotros.

Como todas los miembros de nuestra familia, mientras Jake vivió con nosotros tuvo su sitio en las comidas. Se sentaba en el extremo opuesto de la mesa frente a papá, al lado de Boyer. Los invitados o bien se apelotonaban en el banco con Morgan y Carl o bien cogían alguna silla y se colocaban junto a mamá y yo. Si alguien se atrevía a sentarse en la silla de Jake, él cogía su plato, lo llenaba y luego se iba dando un portazo.

Mamá echaba la culpa a nuestro extenso círculo de amigos de la marcha de Jake.

—Pobre Jake, pobre viejo —decía, después—. Sencillamente, no podía soportar a todos esos jóvenes.

Fuese cual fuese el motivo, de repente un día Jake hizo las maletas y dijo:

—Bueno, supongo que es hora de que me vaya. —Como si llevase allí solo unas pocas semanas, en lugar de veinte años. Luego nos sorprendió a todos, y estoy segura de que a toda la ciudad, yéndose a vivir con la viuda Beckett. El día que se fue, él y la viuda, que no se sabía que hubiesen hablado nunca entre ellos, ni mucho menos tenido una relación de ningún tipo, se casaron en el juzgado de la ciudad. Después de aquello los vimos muy poco. Al lunes siguiente Ma Cooper llegó como de costumbre para el día de plancha. Parecía aturdida y, por una vez, sin palabras.

La pérdida de su compañera de fatigas, sin embargo, no hizo aflojar la marcha a Ma Cooper durante mucho tiempo. Cada lunes siguió poniéndonos al día de los sucesos en nuestra ciudad. Sus historias eran mucho más adornadas cuando tenía público. Creo que disfrutaba escandalizando a las chicas que llenaban nuestra cocina entonces, igual que Morgan y Carl disfrutaban burlándose de ellas.

Un lunes por la tarde, no mucho después de que llegase River, Elizabeth-Ann y yo estábamos sentadas a la mesa de la cocina ayudando a mamá a preparar melocotones en conserva. Teníamos las manos arrugadas y manchadas de color naranja de tanto pelar y quitar huesos. De vez en cuando, Elizabeth-Ann dejaba escapar un chillido al ver alguna tijereta que salía deslizándose de los huesos de aquella fruta demasiado madura. El aire de la cocina estaba cargado de aroma de pan tostado y jarabe hirviendo. El vapor siseaba desde la enorme olla azul para hacer conservas, que burbujeaba y se balanceaba en el fogón.

Ma Cooper estaba de pie ante la tabla de planchar, y la carne blanca y suelta de sus enormes brazos desnudos se balanceaba al ritmo de su plancha, que manejaba con mano dura.

—No es decente la forma que tienen esas chicas de pavonearse por la ciudad —dijo, mientras quitaba un vestido azul con cuello marinero de la tabla y lo colgaba.

Todos sabíamos que «esas» chicas eran las mismas cuyos uniformes estaba planchando entre grandes sudores. Como mamá, ella era miembro trabajadora de las Damas Católicas Auxiliares. Sus actos podían ser caritativos, pero sus comentarios sobre las chicas de Nuestra Señora de la Piedad rara vez lo eran.

En la ciudad todos sabían que la escuela de chicas junto al Hospital de Saint Helena era realmente un hogar para madres solteras que llevaba la Iglesia católica.

—Chicas de la ciudad —seguía Ma—. Sus familias mandan a las chicas malas allí cuando las cogen. Supongo que creen que no nos importa, aquí en el quinto pino.

A menudo había oído a Ma y otras mujeres de la iglesia quejarse por la idea de que esas chicas se paseasen por la ciudad y por la influencia que podían tener en sus propias hijas. Pero mamá estaba siempre dispuesta a defenderlas.

—Solo son niñas que han cometido un error —dijo—. Niñas que merecen nuestra «comprensión y compasión», le recordó a Ma.

Cada semana, papá donaba leche a aquel hogar. Y mamá siempre encontraba algunos huevos o crema que le sobraban para enviarlos también. Una vez, cuando era pequeña, mientras papá hacía una entrega, miré por un agujero de aquel espeso seto. Por la forma en que hablaba Ma Cooper de aquellas chicas, yo esperaba que tuviesen cuernos. Las que estaban detrás del seto no parecían muy distintas de las adolescentes de nuestra ciudad, con la excepción de que todas ellas parecían tener distintas tallas de sandías metidas debajo de los vestidos azules, todos idénticos. No lloraban, ni rezaban, como al parecer pensaba Ma Cooper que debían hacer, sino que hablaban entre ellas y se reían mientras andaban por el césped bajo el sol de la mañana.

—Unas descaradas —seguía Ma, mientras planchaba—. He visto a dos de ellas que iban a la oficina de Correos el sábado. Esas chicas no tienen vergüenza.

—Venga, Ma —replicó mamá, mientras abría el horno para sacar una nueva hornada de pan—, necesitan aire fresco y ejercicio igual que cualquier otra persona. Quizá más.

Mientras la boca de Ma empezaba a formular una respuesta, se abrió la puerta mosquitera. Sin entrar en la cocina, River se apoyó y colocó una bolsa de comestibles de papel marrón en la esquina del mostrador.

—Aquí tiene las tapas para los botes de conserva, Nettie —dijo. Su sonrisa cautivó a todo el mundo, y luego la puerta mosquitera volvió a cerrarse.

—Gracias por recogerlas —agradeció mamá, colocando una hogaza humeante en el mostrador. Se quitó los guantes del horno y recogió la bolsa, mirando hacia la puerta.

—Ese joven es demasiado guapo —observó Ma Cooper en cuanto River se había alejado—. Me recuerda a aquel hombre que trabajaba para el viejo Angus y Manny, hace años.

Mamá y yo levantamos las cejas mirándonos. Sabíamos que ya era imposible parar a Ma. Contaría la historia de mis abuelos y el hombre de la granja, una vez más.

—Ese tipo era un buen trabajador, sí, pero le echaba el ojo a Manny —nos dijo—. Supongo que creía que era demasiado guapo para que nadie se le resistiera. No dejaba de molestar a tu abuela cuando estaban solos. Ella nunca se lo dijo a Angus porque tenía miedo de perder aquella ayuda. Se imaginaba que ella sola podría manejarlo. Pero él siguió insistiendo, haciendo comentarios groseros, que a tu abuela la volvían loca. Entonces un día, cuando tu abuelo estaba fuera entregando la leche, ese jovenzuelo tan chulito entró en la cocina mientras Manny estaba sola. Estaba ahí cortando carne, en esa misma mesa.

Mamá lanzó un suspiro exagerado mientras cortaba los melocotones y los metía en los tarros. Las dos habíamos oído ya aquella historia y sabíamos lo que venía a continuación, pero Ma lo estaba contando para los nuevos oídos que había presentes.

—Empezó a meterse con Manny y a decirle que podía divertirse mientras Angus estaba fuera —siguió Ma—. Tu abuela le dijo que se largara y lo ignoró. Continuó trabajando. Al momento él estaba a su lado, susurrándole: «Tengo una cosita para ti, Manny». Antes de que se diera cuenta, se había desabrochado los pantalones, sacó el pajarito fuera y lo puso en la mesa, diciendo, más contento que unas Pascuas: «¿Qué te parece, te gusta?», ¡cómo si le estuviera dando un regalo! —Ma se detuvo un momento para tomar aliento y coger otro uniforme de la cesta.

Elizabeth-Ann dejó de pelar fruta y miró a Ma con la boca abierta.

—Bueno, Manny siguió cortando la carne, mirando al frente. —Ma Cooper imitaba los movimientos en la tabla de planchar—. Chas, chas, chas, y entonces, ¡pam! La cuchilla se fue a un lado y le cortó al tío la mitad de su… bueno, ya sabes qué.

Elizabeth-Ann dio un respingo. Miró a Ma, luego a mí, luego a mamá, que se encogió de hombros confirmando que, por lo que ella sabía, la historia era cierta. Elizabeth-Ann se quedó pensativa un momento y luego con voz queda preguntó:

—¿Y se murió? ¿Y qué le ocurrió a la… a la cosa? ¿Se la pudieron volver a coser?

Ma Cooper desdeñó las preguntas, con una sonrisa satisfecha en el rostro.

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Simplemente, el tipo desapareció. No se le volvió a ver nunca más.

Me eché a temblar. Una vez más, aquella historia me dejaba la imagen de un hombre sin rostro que salía corriendo por la puerta de nuestra cocina y bajaba por la carretera agarrándose el muñón del pene, chorreando sangre. Solo que esta vez la imagen tenía una cara. La cara del señor Ryan.

Ma Cooper desenchufó la plancha.

—Me he dado cuenta de que Gus lleva a ese joven a repartir la leche todos los días —dijo con voz tímida—. Quizá tenga miedo de dejarlo a solas contigo, Nettie.

Mamá se sonrojó y luego soltó una risa breve y dijo:

—No se está solo nunca en esta granja.