12

Cuando yo tenía nueve años Boyer dejó el colegio. Lo abandonó sin más. Y de esa manera, un día nevado de noviembre, a la mitad de su último curso, el sueño de mamá de que uno de sus hijos fuese a la universidad empezó a desvanecerse.

Nunca oí a mi padre directamente pedir a mis hermanos que abandonasen el colegio. Pero la idea estaba siempre ahí, sin que se dijera. La primera vez que lo noté fue durante los días que siguieron al decimosexto cumpleaños de Boyer.

Después de ordeñar cada mañana, Boyer se cambiaba, se ponía la ropa para ir al colegio, como de costumbre, y se metía en la cabina del camión con los demás. Cada día, papá levantaba las cejas y lanzaba un suspiro exagerado, pero no decía nada cuando nos íbamos a la ciudad. No tenía que hablar. Las palabras quedaban colgando en el aire. La granja te necesita.

Y ahí estaba Jake, el hombre que trabajaba para nosotros. Lo que no decía papá, lo decía Jake.

No sé cómo acabó Jake en nuestra granja, pero había vivido en la habitación que había encima de la lechería desde que yo podía recordar. Todo el mundo veía que no formaba parte de la familia Ward. No se parecía a ninguno de nosotros. Era muy nudoso y huesudo, tan gris como su personalidad. Su rostro barbudo mostraba un ceño perpetuo. Lo poco que tenía que decir era bronco, sarcástico o burlón. Pero a diferencia de las burlas de Morgan y Carl, afables y bienintencionadas, llenas de guiños y codazos, Jake era cortante e incisivo. Era como intentar hacer cosquillas a una persona con un objeto puntiagudo. A sus espaldas, Morgan y Carl le llamaban el antipapá. Era lo opuesto a nuestro padre.

Jake era ferozmente leal a papá. Su devoción no se extendía a la familia Ward. Solo nos toleraba. Yo me apartaba siempre de su camino. Mamá decía que ladraba mucho pero que no mordía, pero yo no quería comprobarlo.

Morgan y Carl no tenían ese miedo. Ni siquiera el viejo Jake era inmune a sus alegres bromas. Aprendieron enseguida, sin embargo, que algunos temas eran tabú.

Jake era un solterón empedernido. No me lo imaginaba viviendo con una mujer, o que hubiera una mujer que pensara siquiera en vivir con él. A veces, Morgan y Carl le hacían bromas y decían que le iban a encontrar novia. Una tarde, después de ordeñar, fueron demasiado lejos y le ofrecieron arreglar una cita con la viuda Beckett. Mientras lo seguían hasta el establo, Carl dijo algo de que la viuda «debía de estar deseando que un hombre le calentase la cama». El rostro de Jake se oscureció. Se volvió y agarró a Morgan y a Carl por el cuello de sus camisas y los levantó del suelo.

—¡Vosotros dos, pequeños cabroncetes, haríais mejor en mantener cerrada vuestra sucia boca! —Los sujetó en el aire, agitando brazos y piernas, con las botas de agua caídas en el polvo—. ¡Si volvéis a decir una grosería como esa, os calentaré el trasero tan fuerte que tendréis ampollas durante un año! —Y los soltó. Los dos cayeron al suelo, cogieron sus botas y se largaron corriendo.

Nuestros padres nunca nos habían «calentado» ni zurrado ni pegado a ninguno de nosotros. La idea de que alguien lo hiciera era tan insultante como espantosa. Morgan y Carl no tardaron en volver a sus bromas habituales, pero en todo el tiempo que Jake estuvo con nosotros, nunca volví a oírles mencionar a una mujer.

Entre Jake y Boyer había un respeto educado. Boyer le trataba con la consideración cortés de un joven a alguien de mayor edad. Y Jake parecía sentir una gruñona admiración por la devoción de Boyer a su familia y su granja. Al menos, hasta que Boyer cumplió los dieciséis.

Como Boyer no parecía tener prisa alguna por dejar la escuela, Jake consideraba un deber pincharlo. Le hacía agrios comentarios en la mesa, durante la cena, cada noche.

«Nos iría muy bien tener a alguien más para ayudar por aquí», murmuraba, sin dirigirse a nadie en particular. O bien: «Yo no estaré siempre aquí, ¿sabéis?».

«No aprenderás nada de granjas en esos libros», decía, cuando veía a Boyer con una novela en las manos.

—En la mina contratan gente —le oí comentar una tarde, cuando Boyer tenía diecisiete años—. Con lo caro que está este año el precio del heno, os irían bien unos ingresos extra.

¿La mina? ¿Boyer trabajando en la mina? Miré a Boyer cuando este abría la puerta hacia la escalera con los brazos cargados de libros. Dudó solo un segundo antes de empezar a subir por los peldaños.

Jake lo llamó.

—Eh, chico de los libros, ¿tienes alguna revista de chicas en ese alijo que llevas ahí?

Boyer se detuvo en el primer escalón, se volvió y le tendió los libros.

—¿Los quieres, Jake? —preguntó—. Son mis libros de clase. Ya no los necesitaré nunca más.

Por primera vez desde que tenía recuerdos, la cena se hizo en absoluto silencio aquella noche. Después de ordeñar, mamá salió de la lechería, se fue derecha al dormitorio y cerró la puerta tras ella. Morgan y Carl se lavaron sin hacer las bromas de costumbre y luego, sin una sola palabra, se dirigieron al salón. Cuando acabé de lavar los platos oí el familiar chasquido del tema de la serie Látigo que ponían en la tele. Me dirigí hacia el desván, donde Boyer estaba sentado en la cama leyendo. Me miró por encima del libro cuando entré.

—¿Qué estás leyendo? —le pregunté, y me dejé caer ante su escritorio.

El guardián entre el centeno —dijo, y levantó el libro para que yo pudiera leer el título.

—¿Puedo leerlo cuando lo hayas terminado?

Boyer puso un punto de lectura entre las páginas.

—No creo que te interesase, ahora mismo. —Echó las piernas por encima de la cama—. Te encontraré otro que te guste más.

—¿De verdad has dejado el colegio? —le pregunté, mientras él miraba los estantes.

—Sí, así es. —Buscó y sacó un par de libros del estante superior.

—¿Por qué? —Luché para contener las lágrimas que se agolpaban en mis ojos—. ¿Es que te vas?

—No, nada va a cambiar —dijo, y se volvió hacia mí—. Estaré aquí cada noche. —Notaba la falsa animación que llenaba su voz.

—Es papá, ¿verdad? —estallé—. Solo porque él odie la escuela, no tiene por qué pasarle lo mismo a todo el mundo. —Afloró una ira con mis palabras que me sorprendió.

Boyer se sentó frente a mí. Colocó los libros en el escritorio.

—No, Natalie, ha sido una decisión mía. Es lo que debo hacer.

—¡Pero él no sabe leer! ¿Lo sabías, que no sabe leer? Es por eso. ¡Quiere que tú tampoco seas listo! —Las palabras surgieron de mi boca como si pudieran convencerlo para seguir en el colegio.

—¿Por qué dices que no sabe leer? —preguntó Boyer, mientras me tendía un pañuelo de papel.

Mientras me sonaba la nariz, le dije lo que había ocurrido en la cocina entre mamá y papá el día que compraron el cuadro de la granja en acuarela.

Boyer suspiró.

—Mira, en primer lugar, no saber leer no significa que una persona no sea lista. Sencillamente, papá nunca experimentó el colegio de la misma manera que nosotros. Las cosas entonces eran distintas. La granja era lo único que le interesaba. En segundo lugar —dijo—, es un hombre muy orgulloso. Natalie, prométeme que no le dirás nada de lo de leer. Intenta comprender lo que puede ser para él. Imagínate que no supieras leer.

Ahora comprendía por qué los logros académicos de Boyer no eran algo que mamá pudiera compartir con papá. Todos sus informes los leía y los firmaba ella. Recuerdo su alegría ante mis notas, pero su entusiasmo se veía atemperado cuando leía las tarjetas amarillas de los informes a papá en voz alta, en la mesa. Mi padre sonreía y decía: «Bien hecho, Natalie». Y hasta ahí llegaba su interés en mi trabajo escolar.

No recuerdo que mi madre compartiese nunca los informes de Boyer con él. ¿Era porque sentía que las notas perfectas y los maravillosos comentarios serían demasiado para él? ¿O que el orgullo, un orgullo que veía en el rostro sonrojado de ella, mientras leía en silencio las observaciones de los profesores, era solo suyo y quería conservarlo y atesorarlo? Estoy segura de que se confesaba con humilde reverencia cada domingo de ese orgullo.

—¿Me lo prometes? —dijo Boyer de nuevo.

Desde luego, se lo prometí.

A la mañana siguiente, la profesora de inglés de Boyer apareció ante nuestra puerta. Oí las llamadas insistentes mientras mamá y yo empujábamos el rodillo de la lavadora de vuelta al rincón del porche cubierto. Por encima de nuestras cabezas, la colada del sábado colgaba de unos postes de madera. Abrí la puerta del porche.

La señora Gooding no era mucho más alta que yo. El cabello gris sobresalía por debajo de su sombrero de fieltro marrón. Su figura delgada hacía que pareciese frágil, a primera vista, pero yo me encogí ante la acerada decisión que se veía en sus ojos, como si estuviera de nuevo en la escuela primaria. La profesora estaba de pie en el escalón superior, con un aire de indignación que parecía fundir los copos de nieve que cubrían su largo abrigo de lana. Detrás de ella se veía el sendero que habían marcado sus resueltos pasos en la nieve, conduciendo desde el coche hasta la casa. El hecho de que se hubiese atrevido a venir en coche hasta nuestra granja, un día como aquel, testimoniaba la seriedad de su visita. Mamá la condujo hasta el porche, donde ella perdió poco tiempo sacudiéndose la nieve de las botas.

—Déjeme que le coja el abrigo —dijo mamá, en cuanto estuvo dentro de la cocina.

—No, no me quedaré mucho rato —replicó la señora Gooding, mientras colocaba un paquete encima del mostrador—. Le prometí a Boyer que no intentaría hablar con su padre. De modo que quiero irme antes de que el señor Ward vuelva de sus entregas de leche. —Se sentó en la silla que mi madre sacó de debajo de la mesa y se puso los guantes con remilgo en el regazo—. Dudo que Boyer le haya contado cómo reaccioné a su anuncio de ayer —comentó ella, con su voz seca y eficiente de profesora—. Pero no me importa decirle que estoy tristísima por el desperdicio de un intelecto tan brillante.

La boca de mamá se abrió, pero antes de que pudiera formular una respuesta, la señora Gooding continuó.

—Después del golpe inicial, he hecho unas cuantas llamadas telefónicas. Primero he llamado a Stanley Atwood. Le he jurado que si dejaba bajar a ese chico a la mina, informaría a protección de menores. Al parecer mi amenaza no ha sido necesaria —bufó—. El señor Atwood es el presidente de la junta escolar, y si Boyer lo quiere, hay trabajo para él en el taller de reparación de autobuses, empieza el próximo lunes. —Una pequeña sonrisa triunfal levantó las comisuras de sus labios. Mamá y yo estábamos mudas junto al fregadero. Ella continuó.

»Entonces hablé con otros profesores de Boyer. —Dio unos golpecitos al paquete que había dejado en la mesa—. Estos son los libros de texto para el último semestre. Si Boyer toma las lecciones una vez a la semana, no hay motivo por el que no pueda hacer los exámenes a finales de año, como todos los demás —añadió—. No hay razón alguna para que su nombre se elimine de la lista escolar.

Oí que mi madre cogía aire y supe que su sueño había vuelto a prender.

La señora Gooding se puso de pie.

—Aunque di mi palabra de no enfrentarme a su padre —dijo—, a diferencia del señor Ward, me niego a rendirme con Boyer.

Mamá acabó por encontrar su voz.

—Le agradezco lo que ha hecho, señora Gooding —admitió—. Pero quiero que comprenda que, aunque no es ningún secreto que nos vendría muy bien un sueldo extra, mi marido no ha hecho que Boyer abandonase la escuela. Ha sido una decisión de Boyer.

La profesora levantó las cejas, traicionando su incredulidad.

—Mi marido es un buen hombre —insistió mamá—. Pero antes que nada es granjero. La granja es lo único que conoce. Es toda su vida.

—Sí —replicó la señora Gooding, abriendo la puerta—, pero no es la vida de Boyer.