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La despedida
Cuando Luna y Hugo le comunicaron a Salvador su intención de contraer matrimonio muy pronto, el fraile sintió que el corazón se le dividía en dos.
Era evidente que la futura boda de sus amigos le llenaba de satisfacción, pero por otro lado tuvo claro que ya no podía esconder más tiempo las órdenes que había recibido del padre provincial de su propia orden.
—¿Salvador, estás bien? —le preguntó Luna cuando se dio cuenta de la mala cara que tenía su amigo.
—Sí, Luna, estoy bien y soy muy feliz, me alegro de vuestra noticia. Pero hace unos cuantos días que no consigo conciliar el sueño por una razón… Luna, yo… Yo también tengo algo importante que decirte —empezó a confesar el fraile.
—Dime, por favor. ¿Qué sucede?
—Luna, mis superiores me han asignado un nuevo destino.
—Pero, esta es una buena noticia, ¿verdad Salvador?
—No, Luna, no lo es. El último día de primavera debo embarcar rumbo a Cerdeña.
La joven apenas supo qué decir. Ahora entendía el porqué de aquellas largas noches en vela y la mala cara que acompañaba a su amigo del alma.
—¿Y eso qué significa, Salvador? —preguntó Luna para confirmar lo que ya sabía.
—Pues que nuestros caminos deberán separarse muy pronto, pequeña. Esto es lo que significa —respondió el fraile mientras se acercaba a Luna para fundirse en un sincero abrazo de amistad.
Cuando más tarde la muchacha se lo explicó a Hugo, a este se le ocurrió lo que a Luna le pareció una idea genial. Sin duda era el mejor homenaje que podían hacer a quien se había convertido en una presencia fundamental para sus vidas.
—¿Crees que lo aceptará? —preguntó Luna a su prometido.
—Deseo y confío en que así lo haga.
El día de la boda, la iglesia de Santa María del Mar se vistió de gala, tal como requería la ocasión. Las flores frescas, recién cortadas, tapizaban con una gama de colores sorprendentes el paseo del Born, la avenida por donde los prometidos debían hacer su entrada triunfal a la casa de Dios y, a ambos lados de la calle, una multitud enfervorizada de alegría, esperaba el momento oportuno para cubrir a los novios con los pétalos de rosas rojas y blancas que habían traído expresamente de toda la ciudad.
Cuando la novia llegó, el noble Montcada se quedó fascinado por la belleza que irradiaba. El vestido blanco contrastaba con el color tostado de primavera que su piel había ido adquiriendo a medida que paseaban por la ciudad.
Pero si algo cautivaba todas las miradas era la diadema de piedras preciosas que llevaba Luna, y que brillaba con toda su intensidad bajo los rayos del sol.
—Parece una diosa —susurraba la gente—. Y corre el rumor de que la han aceptado en los estudios generales de Medicina —añadían con admiración.
En el momento en que Hugo y Luna entraron en la iglesia, abarrotada por la presencia de las personalidades más relevantes de la ciudad, se quedaron prendados por el magnífico aspecto que lucía Salvador en aquel día tan especial.
El modesto fraile había quedado gratamente sorprendido por el atrevimiento de la propuesta que le habían hecho sus amigos. Pensaba que, a causa del noble linaje de Hugo de Montcada, su boda sería oficiada por el mismo obispo de Barcelona.
—Lo arreglaremos, Salvador, tú no te preocupes —fue la respuesta que recibió cuando expuso la duda razonable que le rondaba por la cabeza.
Y era evidente que lo habían podido solucionar sin que ninguna de las autoridades religiosas de la ciudad se sintiera ofendida.
Aunque el momento de mayor emoción fue cuando, después de que los novios se dijeran el «sí, quiero» que los convertía en marido y mujer, el fraile se saltó cualquier protocolo establecido, fundiéndose en un inmenso abrazo con sus amigos, en el mismo altar mayor de la iglesia de Santa María del Mar.
Y lo hizo ante las miradas cómplices de todos los presentes, que poco a poco se dejaron ir para acompañar con un gran aplauso de alegría aquella magnífica muestra de amistad que, a pesar de la distancia, nadie tendría nunca la osadía de cuestionar.
El último día de primavera despertó lleno de nubes que amenazaban con descargar en cualquier momento, pero a medida que pasaban las horas, se dispersaron para dejar paso a un sol pleno y decidido que ya se empezaba a vestir de verano sin complejos.
Salvador, mientras el barco se alejaba lentamente de la costa, permanecía inmóvil, con la mirada fija en Luna y su esposo.
Tantos pensamientos y emociones rondaban por su cabeza, que había sido incapaz de pronunciar ni una sola palabra en el momento de la despedida.
Solo se había fundido en un sentido abrazo con su amiga y juntos habían dejado que llegara el momento de embarcar, sin necesidad de decirse nada más.
Pero ahora que empezaba a acumularse la distancia, sentía que, de repente, las palabras se le agolpaban en la boca.
—¡Siempre te querré! —gritó Salvador con todas sus fuerzas mientras corría por la cubierta de la nave para no perder de vista a Luna—. ¡No lo olvides jamás! —añadió mientras las lágrimas se le empezaban a escapar.
—¡Siempre te querré! —respondió Luna con la voz entrecortada por la emoción.
El fraile estaba sonriente, mientras apretaba contra su pecho la bolsa que le había dado Luna antes de partir. Cuando la abrió, curioso, se quedó de piedra al comprobar que tenía entre las manos el Libro de las Esencias.
«Estoy convencida de que no existirá jamás custodio más digno que tú», decía la nota que acompañaba el gran tesoro.
Mientras Salvador estallaba en una gran carcajada, Luna sintió la necesidad de llevar una de sus manos al vientre, para sentir cómo la vida empezaba a despertar en su interior.
La joven y su esposo se quedaron cogidos de la mano hasta que las velas del barco se hicieron invisibles a sus ojos y, antes de emprender el camino de regreso a casa, se fundieron en un beso que María y Martín no pudieron dejar de aplaudir desde el cielo.
Y aunque resulte difícil de creer, mientras se besaban, a Luna le pareció escuchar, como traído por el rumor de las olas de aquel mar que acariciaba las playas de su ciudad, el aullido de un lobo que también deseaba compartir con ellos aquel mágico instante cargado de felicidad.