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La Fiesta de la Miel
El segundo domingo de junio, tal como era costumbre, María y Luna se apresuraron a salir de su casa para dirigirse hacia la plaza Mayor, donde, con el tiempo justo, debían montar la parada en la que ofrecían jabones, perfumes elaborados con esencia de espliego, ungüentos para los golpes y diversas hierbas curativas.
Tenían poco tiempo antes de que llegara la avalancha de visitantes que, año tras año, ocupaba las calles del pueblo y, por ello, anduvieron a paso ligero cargadas con los voluminosos y pesados fardos, mientras repasaban mentalmente todo lo que tenían que hacer: colocar las tablas de madera sobre los troncos de olivo, extender el mantel bordado, desenvolver los paquetes…
Siempre habían disfrutado de la feria, pero aquel año, inquietas y temerosas por el extraño hallazgo que les había transmitido Salvador, tenían muy claro que debían acudir a aquella cita anual más por necesidad que por otra razón.
Además, y a raíz de lo sucedido, se habían visto en un par de ocasiones con su amigo, intentando encontrar una explicación coherente que justificara la presencia de aquellos objetos en un lugar tan sagrado como el convento; pero no lo habían conseguido.
Eso sí, de lo que no tuvieron ninguna duda —después de estudiar minuciosamente la vela y las figuras de cera—, era que su escurridizo oponente era un experimentado practicante de las artes oscuras.
Por tanto, debían extremar las precauciones.
«Una fuerza oscura nos persigue. Y el nigromante es poderoso, muy poderoso», pensó María, después de haber consultado en viejos libros la naturaleza del ritual que se había llevado a cabo en el convento el día de su primer encuentro con el fraile Salvador.
«Y debe estar muy bien relacionado para que alguien le abra las puertas de una comunidad tan pequeña sin despertar ningún tipo de sospecha», siguió pensando sin compartir su preocupación con Luna.
María estaba realmente preocupada, más si cabe desde que, coincidiendo con el macabro descubrimiento, empezó a notar las primeras molestias en los ojos.
Desde hacía varios días su visión no era, ni mucho menos, tan nítida como solía ser unas pocas semanas antes. Y a pesar de que primero lo atribuyó a alguna molestia pasajera, poco a poco se convenció de que era víctima de un maleficio, con lo que se vio obligada a recurrir a antiquísimas fórmulas magistrales para contrarrestar los efectos de aquel mal de ojo que sufría.
Colocó bajo la cama unas tijeras abiertas y dos dientes de ajo —uno entre las hojas y el otro dentro de los agujeros de los mangos—, y repitió durante una semana, antes de dormir y hasta la extenuación, una letanía cargada de poder: «Que el ajo te haga huir, que las tijeras te corten, que todo lo que me envías te vuelva multiplicado por mil».
Y hasta que no empezó a recuperarse, no fue consciente de que estaba experimentando otra de las batallas de una guerra milenaria que había enfrentado a los hombres desde los primeros albores de la humanidad.
El conflicto entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, entre el orden y el caos.
Así que, con tales pensamientos rondándole por la cabeza, era evidente que el hecho de participar aquel año en la feria le causaba demasiadas preocupaciones. Pero en un acto de valentía, tanto ella como Luna y el fraile Salvador, habían decidido que nada ni nadie podría condicionar sus vidas. Es más, si mantenían todos los sentidos alerta y los ojos bien abiertos, incluso era posible que tuvieran entre sus manos la posibilidad de encontrar alguna pista que les facilitara información sobre su enemigo.
Ahora más que nunca, necesitaban una luz que iluminara su camino.
—Lo más lógico es pensar que aquel al que buscamos sea uno de los hermanos que se han incorporado más tarde a la comunidad a la que pertenezco, ¿no crees, María? —comentó Salvador.
—Sí, tienes razón, pero intuyo que solo vemos la parte más superficial del asunto. Este ritual de artes oscuras esconde una trama mucho más elaborada. ¿Quién se tomaría tantas molestias por dos mujeres humildes como nosotras? Y, sobre todo, ¿cuál es el motivo que le mueve a actuar de esa manera? Algo se nos escapa, Salvador, y hasta que no tengamos claro cuál es el origen de toda esta locura no sabremos a qué nos estamos exponiendo.
Preocupada, María había querido buscar consejo entre sus amigas. Cinco de las mujeres más ancianas y sabias de aquellas tierras, con quienes compartía algo más que una simpatía mutua.
Aprovechando la celebración de la feria, donde la gran afluencia de gente conseguiría que su presencia pasara completamente desapercibida, convocó una reunión con el objetivo de encontrar respuestas a las muchas preguntas que rondaban por su cabeza de forma insistente.
Llegada la hora convenida, dejó a Luna a cargo de la parada y se dirigió, discretamente, a la intimidad de la casa de la calle Mayor, donde la esperaban las ancianas.
Cinco mujeres conscientes de que existía algún motivo realmente importante que justificaba la urgencia con la que se había convocado la reunión.
Sin muchos preámbulos, decidieron entrelazar sus manos y formar un círculo, para que la más anciana empezase a hablar.
—María, hay una nube negra sobre vuestras cabezas y debéis estar alerta, muy alerta.
—Sabias amigas, este es el motivo por el que os he convocado a esta reunión —quiso aclarar la madre de Luna—. Desde hace varios días tenemos la certeza de que alguien muy poderoso, un practicante de las antiguas artes de la oscuridad, ronda nuestras vidas con un propósito que todavía no nos ha sido revelado. Tengo miedo por mi hija y por el fin de nuestro linaje.
—Haces bien en estar preocupada, María. El deseo del nigromante es eliminaros de la Tierra, tal como se hace con las malas hierbas. Le mueve la fuerza más poderosa e implacable de todas las que existen: la sed de venganza. Ten bien presente que solo se detendrá por dos motivos: su muerte o el cumplimiento de aquello a lo que juró dedicar el resto de sus días —advirtió la anciana.
—¿Cómo puedo descubrir a quién me enfrento? ¿Cuáles pueden ser los motivos que muevan a un hombre al que ni tan siquiera conozco a dedicarse con tanta pasión a este propósito?
—¿Y a ti quién te ha dicho que no le conoces, María? Antes de hacer esta afirmación deberías hablar con alguien que conoce la clave de todo este misterio. Deberías visitar hoy mismo a un viejo amigo de tu madre. Seguro que tiene cosas muy interesantes por explicarte —insistió la vetusta mujer, mientras María asentía.
Tan pronto como se deshizo el círculo, la joven se despidió de las ancianas y se dirigió hacia la parada donde Luna atendía a una numerosa clientela.
Sin detenerse, buscó con la mirada al fraile Salvador, que le respondió con un gesto apenas perceptible, indicando que todo estaba tranquilo y bajo control.
Con el ánimo un poco más sereno, se presentó en casa de Santiago, el viejo amigo de su madre, sin ser consciente en ningún momento de que, camuflado entre la gente, alguien la había seguido.
El hombre que había sido corregidor de Arnes durante tantos años, se encontraba en cama cuando María entró en su habitación.
—Los huesos ya no me responden, María, pero cada día doy gracias a Dios por la vida tan plena que me ha concedido —dijo el hombre al verla.
—Santiago, estoy muy contenta de verte. Ya sé qué hace tiempo que no te visito, puede que demasiado, pero hoy he aprovechado que mi hija está en la parada para escaparme un momento y venir a darte dos besos.
—Te lo agradezco mucho, María. Pero, dime, ¿va todo bien? —preguntó Santiago, sospechando algo.
—Sí, todo bien, muy bien —respondió, mintiendo con claridad.
—María, eres como tu madre. Ella tampoco sabía mentir, de manera que espero, por la confianza que siempre ha habido entre nosotros, que tengas la franqueza de explicarme cuál es el verdadero motivo de tu visita.
Una hora más tarde, María salió de casa de Santiago tiritando de la cabeza a los pies.
Lo que amenazaba sus vidas tenía muchas probabilidades de estar orquestado por un nombre que le resultaba vagamente familiar: el vicario Carbón.
Y lo que jamás hubiera podido imaginar era que, pocos minutos después de abandonar la casa de quien, durante muchos años, había sido el discreto protector de su linaje, un hombre se colaba en la habitación de Santiago.
Un individuo que, con la ayuda de una almohada, presionaba la cara del anciano hasta que cesaron los espasmos.
—¿Vos? —Fue la única palabra que pudo pronunciar la víctima antes de expirar, al descubrir la cara de su verdugo.
Justo en el momento en que Santiago era asesinado, alguien aprovechaba una riña entre un vendedor y un cliente descontento —que sirvió para distraer la atención de María y de Luna—, para dejar sobre la mesa de su parada un saco bañado en sangre.
Con la absoluta certeza de que su contenido no podía ser nada bueno, las dos mujeres lo abrieron lentamente para descubrir que, en su interior, había la cabeza de un gato negro.
Al escuchar los gritos de madre e hija, Salvador acudió rápidamente en su auxilio, y no tardó en pedirles que recogieran la parada y regresaran a su casa.
Resultaba evidente que su enemigo estaba muy cerca y, después de buscar con la mirada algún detalle extraño que pudiera delatar su identidad, se fijó en una figura menuda que se abría paso a codazos entre la multitud.
Como si estuviera impulsado por un resorte invisible, Salvador salió tras el desconocido.
Pese a sus esfuerzos no lo pudo atrapar, aunque descubrió en el suelo un objeto que el hombre acababa de perder en su huida. Se trataba de una cruz de marfil negro —como una noche sin luna y de una belleza extraordinaria— con unos extraños símbolos grabados, que era incapaz de descifrar.
Al cabo de un rato, mientras Luna preparaba una sopa de verduras en la casa de la calle Mayor, María explicó todo lo que le había contado Santiago.
Sorprendidos por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos, permanecieron en silencio, mientras observaban, perplejos, el objeto que había perdido el hombre a quien Salvador había perseguido. La cruz estaba encima de la mesa, justo al lado de los platos, y parecía incitarles a tomar parte de un juego macabro al que ellos se resistían. Solo una hora más tarde, cuando la noticia de la muerte de Santiago se había propagado por el pueblo como un reguero de pólvora, a pesar de que el médico había asegurado que se trataba de una muerte natural, María no pudo reprimir las lágrimas por un hecho del que se sentía directamente responsable.