16
El camino iniciático
Salvador era incapaz de recordar nada de lo sucedido.
A parte del brazo roto y de las numerosas heridas que tatuaban su cuerpo, algo había cambiado en su interior.
—Tienes una mirada distinta —dijo María. Desde el incidente, lo visitaba a diario para curarle las heridas—. Te noto los ojos más brillantes y serenos.
—Mi mirada es diferente porque lo que he vivido me ha abierto los ojos a lo que antes era invisible —respondió Salvador.
«Una iniciación», pensó enseguida la mujer.
—María, creo que no debes demorar más lo que está escrito para Luna —continuó el fraile después de dudar unos instantes—. Mañana es la noche de San Juan, y como bien sabes, es una de las noches más mágicas del año. Es el mejor momento para iniciar a tu hija en las artes que tan bien conoces. Y no me refiero a preparar remedios para curar los resfriados. Luna debe andar su propio camino y te sugiero que empiece a hacerlo cuanto antes.
—¿Qué es lo que me estás proponiendo exactamente, Salvador? —preguntó María, mientras el fraile miraba por la ventana de la celda en dirección a la cima de la montaña de Santa Bárbara y señalaba la cruz que coronaba su punto más alto.
—Luna debe pasar la noche en vela, recorriendo el camino que conduce hasta la cruz, acompañada únicamente por sus pensamientos.
En silencio, y mientras valoraba la propuesta de Salvador, María se fijó en cómo Luna paseaba, despreocupada, por el huerto lleno de frutos, el mismo que los frailes cuidaban con tanta dedicación.
—María, tu hija es una mujer fuerte y está bendecida por la mano de Dios. En el futuro deberá transmitir los conocimientos que ha ido adquiriendo gracias a la generosidad de las mujeres de vuestra familia. No será sencillo, pero la recompensa que le espera al final del camino será el mejor homenaje para ti y para todas aquellas mujeres que habéis sido perseguidas por ser como sois. Tengo el presentimiento de que es importante que este camino lo empiece a recorrer tan pronto como sea posible. Hoy mismo, a ser posible.
—¿Y qué sucede con nuestro esquivo enemigo, Salvador? ¿Te das cuenta del peligro que puede correr Luna, sola y en medio de la oscuridad?
—Ten fe, María. Dios la protegerá, no lo dudes —dijo el fraile, intentándola tranquilizar.
—¡Pero es tan joven!
—Es cierto, es joven, pero no puedes mantenerla siempre encerrada en una jaula de cristal por miedo a lo que desconocemos. Luna es mucho más poderosa de lo que imaginamos, así que dejemos que vuele, María. Solo así descubrirá cuáles son los límites de su poder.
—Que Dios te escuche, Salvador —acabó claudicando María—. Hablaré con ella y le dejaré la bolsa con la comida que hemos traído para que pueda alimentarse durante la noche.
—No, María, nada de comida. Es un camino que debe hacer solo acompañada de sus pensamientos. El trayecto es corto y en principio estará fuera pocas horas. Pero debemos dejar que sea ella quien decida el tiempo que necesita para ese viaje. Tiene mucho por descubrir, y es importante que se sienta libre para elegir, en todo momento, el camino que le marque su corazón —explicó Salvador, ante la atenta mirada de María.
Luna no acabó de entender la petición de su madre, quien la alertó de los peligros. Por un lado, se sentía aterrorizada de pensar que debía pasar la noche sola, al alcance de sus enemigos. Pero también sentía una fuerza que la impulsaba a superar los miedos y la animaba a partir en busca de su propio destino.
Antes de que el sol diera paso a la noche, las dos mujeres se despidieron.
—Todo irá bien, madre. Te lo prometo —dijo Luna mientras la abrazaba.
—Las estrellas guiarán tu camino, pequeña. Ahora ve en paz, ha llegado el momento.
Luna se anudó el pañuelo en la cabeza, se puso un manto de lana para protegerse del frío y, con paso decidido, inició el ascenso a la montaña, mientras se repetía una y otra vez la promesa que le había hecho a su madre.
«No permitiré que nada desvíe mis pasos», se dijo a sí misma cuando giró la cabeza una última vez y descubrió que ya no podía ver las luces del convento.
Justo cuando Luna perdía de vista las luces que iluminaban las diferentes estancias, un hombre se deslizaba por la ventana de su celda y cogía, a toda prisa, un atajo que conducía directamente a la cima de un acantilado.
Con agilidad felina, escaló por unas rocas que había cerca del camino. Desde aquel lugar podría controlar en todo momento la situación exacta de la joven y atraparla en el momento oportuno.
«Es un lugar perfecto para matar a la joven bruja sin que nadie sospeche nada», se dijo el asesino mientras sonreía al pensar en el error que acababan de cometer Salvador y María. «¡Estúpidos ignorantes!», escupió. «Dentro de muy poco ya podré borrar uno de los nombres que aparecen en la lista».
Mientras tanto, María y Salvador organizaban un campamento improvisado bajo la luna. Habían decidido pasar también la noche en vela para proteger a la joven de cualquier peligro que pudiera desviarla del camino que acababa de tomar.
—Sé que hay alguien que protege a mi hija desde el cielo, Salvador, pero esta noche su vida correrá un grave peligro —dijo María mientras cogía a su amigo del brazo.
—Lo sé —respondió el fraile—. Y no creo que me equivoque si te digo que nuestro hombre ya debe andar tras los pasos de Luna. Pero ten fe, María. Él la protegerá. No lo dudes.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
—Seré directo, María: Él me lo ha dicho. Y su mensaje ha sido muy claro.
Ajena a aquella conversación, Luna se sentó al lado de una fuente que nacía de entre las rocas y, mientras recuperaba el aliento, dejó que las frías aguas que brotaban de las entrañas de la tierra, fluyeran entre sus dedos. La sensación era tan agradable que no se dio cuenta de que la piel se le arrugaba a una velocidad vertiginosa. Se sentía tan a gusto que cerró los ojos para concentrarse en aquella sensación, pero apenas los entornó, le vino a la cabeza una imagen que le resultaba extrañamente familiar. En ella, se veía a sí misma nadando frente a una gran ciudad rodeada de murallas que se levantaba a la orilla del mar.
«¿Visiones en la oscuridad?», se dijo mientras intentaba descifrar el significado de lo que acababa de suceder.
Se sentía en paz, a pesar de estar rodeada de oscuridad; a pesar de estar rodeada de animales que la rondaban; a pesar de los peligros de los que le había alertado su madre, y se sorprendió por su serenidad.
Durante los últimos meses, todo lo que representaba su mundo conocido, lo que le aportaba seguridad, parecía haber desaparecido. Pero, a pesar de la incertidumbre, Luna entendía que aquella experiencia era la confirmación de que la vida era una aventura mágica y llena de sorpresas —a veces agradables y otras no tanto—, y que la única persona que podía extraer un aprendizaje era ella misma.
A nadie más que a ella debía dar explicaciones.
Pese al caos que la rodeaba, Luna se sentía orgullosa de pertenecer a un antiguo linaje formado por gente tan sabia que era capaz de ver lo invisible, de acercarse a la esencia de las cosas, de lo que realmente importa. Y mientras se secaba las manos en el manto, empezó a imaginar cómo sería su vida en el futuro, si Dios era generoso y le concedía una larga vida.
Como cualquier joven de su edad, se imaginó casada con un hombre maravilloso que la trataría como a una auténtica reina. Ella le daría un montón de hijos. Pero cuando volvió a ver la imagen en la que aparecía nadando frente a la gran ciudad amurallada, dedicó todos los esfuerzos en adentrarse en su interior para averiguar el significado de lo que le estaba susurrando su alma. Sin miedos ni prejuicios, decidió adentrarse en las profundidades de aquel mar en el que se veía buceando una y otra vez.
La siguiente imagen que le vino a la cabeza fue la de una calle. Un paseo, en realidad, que serpenteaba desde el mar hasta el corazón de la gran ciudad.
Se veía paseando por aquel lugar, turbada por la riqueza de los colores, los aromas y las personas que abarrotaban la calle, llena de paradas y objetos que ella ni tan siquiera podía llegar a imaginar que existieran.
Las siguientes escenas aparecieron y desaparecieron de su mente a una velocidad fulgurante. Y cuando se volvieron a congelar, se vio vestida de blanco en medio de un palacio rico y fastuoso, donde curaba enfermos y era alabada y respetada por sus aptitudes y buen hacer.
De repente, el ensordecedor ruido de una avalancha, la obligó a abrir los ojos y a despertar de su sueño. Con el tiempo justo para esquivar la enorme roca que caía en el lugar donde se había detenido, Luna se protegió bajo un saliente de la montaña, donde se quedó un rato, quieta y expectante.
Quería asegurarse de que no se produjeran más desprendimientos, antes de retomar el camino.
Cuando se sintió segura, salió del escondite y se sorprendió al distinguir los movimientos furtivos de un animal, acompañados de una especie de gemidos ahogados que provenían de unos árboles situados unos metros por encima de su cabeza. A pesar de que la noche era clara, la espesura del bosque de encinas le impidió ver nada.
Con lo que decidió alejarse y no demorar más la marcha, mientras en su interior se convencía, muy a su pesar, de que algo la estaba siguiendo, ocultándose en la oscuridad.
Pero Luna no sabía que un fiel aliado de la naturaleza la vigilaba y protegía.
Tras llegar a la cima, cuando la luna pintaba la tierra del color de la plata, se estiró junto a la cruz para disfrutar del paisaje.
Lentamente, mientras jugaba a crear figuras con las estrellas que inundaban el cielo, sus ojos fueron cerrándose hasta que se rindió a un sueño profundo.
Si Luna hubiera sabido lo que solo un rato antes había sucedido, quizás no se hubiera dormido con tanta tranquilidad.
Y es que cuando su asesino —que el vicario Carbón había reclutado para poner fin a su vida, a la de su madre y la de su nuevo amigo— había abandonado su escondite para atacarla a traición, un lobo de enormes dimensiones lo había interceptado, atenazándole el gaznate hasta dejarlo sin sentido. Y acto seguido, había arrastrado el cuerpo del ejecutor hasta las puertas del convento, como señal de advertencia.
De buena mañana, cuando Luna volvió al convento, se encontró con la desagradable estampa. En medio de un gran charco de sangre, y con el cuello abierto de lado a lado, yacía el cuerpo de un hombre que había muerto desangrado durante la noche.
Un pequeño grupo de frailes lo observaban sin entender nada, mientras unos metros más allá, María y Salvador contemplaban la escena, conmovidos.
—Se ha cumplido la voluntad de Dios —dijo el fraile mientras cogía del brazo a la mujer para apartarla de aquel lugar.
—Efectivamente, Salvador. Pero la muerte de nuestro enemigo no ha sido rápida ni indolora —aclaró María.
—Dios ha hablado con contundencia. Y de la mano de su ángel ha querido que el mensaje fuera suficientemente claro para todos.
Mientras María se fundía en un caluroso abrazo con su hija, Salvador no pudo evitar dedicar una última mirada al cuerpo sin vida del prior de su convento, que justo en aquellos momentos era levantado por los frailes.
«Que Dios os perdone por vuestros pecados», pensó mientras recordaba el amoroso trato que siempre le había dispensado el difunto; su superior y confesor, desde el mismo momento en que Salvador se había incorporado a aquella pequeña comunidad de franciscanos, perdida entre las montañas de la Terra Alta.