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¡Piratas!
Dragut, el nombre con el que era conocido en Occidente, había tenido muy buenos maestros desde la infancia.
A los doce años se había enrolado en una nave turca, destacando pronto por sus habilidades como piloto y artillero. Con el paso del tiempo había llegado a capitanear su propia galera, convirtiéndose en la peor pesadilla de los mercaderes venecianos que navegaban por el Egeo. Poco después, llegó a ser lugarteniente del mismo Barbarroja; el más temido de todos los piratas que jamás habían navegado por el Mediterráneo.
Era evidente que Dragut había sido un alumno aventajado en la dura y siempre exigente escuela de la mar, y ahora que había ascendido al rango de comandante en jefe de todos los piratas bereberes, necesitaba alimentar su gloria a cualquier precio. Sus hombres tenían sed de sangre y hambre de oro, y por esta razón, desde hacía semanas, castigaban las costas de Alicante, Valencia y Castellón.
Dragut necesitaba esclavos para sus imponentes galeras, las máquinas de guerra más temibles que surcaban el Mediterráneo, y necesitaba oro para pagar a sus hombres, que ya comenzaban a tener ganas de partir en busca de aventuras más estimulantes.
—¡Trípoli es nuestro nuevo destino! —les había dicho pocos días antes, entre evidentes muestras de alegría.
Y a pesar de que las bodegas de sus naves estaban cargadas de hombres y de tesoros, el pirata quiso tentar un poco más la buena suerte que les había acompañado durante las últimas incursiones en las que habían asolado la villa de Cullera y sus alrededores.
Tras la victoria, y borracho por la sangre derramada, había decidido costear hacia el norte, esperando encontrar nuevas presas a las que dar caza.
Dragut se sentía seguro y confiado, y cuando miraba la flota que le acompañaba, hinchaba el pecho con orgullo. Lo que más le gustaba era castigar personalmente, con la ayuda del látigo, a todos aquellos que no remaran con suficiente fuerza, especialmente si los pobres desgraciados eran cristianos.
Cuando el pirata divisó la fina línea de tierra del Delta adentrándose en el mar, sonrió satisfecho. Su plan estaba saliendo a la perfección y ahora solo quedaba esperar a que la flota se reagrupara para iniciar el ataque contra las poblaciones que se levantaban a orillas del Ebro. El viento les era favorable, y esperaba poder comenzar el ascenso por el río al cabo de un par de días.
Con los músculos tensos por la emoción, recorrió la vista por la costa norte del Delta, hasta que vio en el horizonte una gran vela blanca que se hinchaba con el viento del norte y que enfilaba hacia Tarragona.
Dragut, que era un zorro viejo, enseguida observó que, por culpa del peso de las bodegas, la embarcación avanzaba lentamente.
«Debe estar cargado de tesoros», pensó mientras se le iluminaban los ojos.
E inmediatamente ordenó al barco que patroneaba su propio hijo, Adil, que persiguiera y abordara el mercante que intentaba perderse en la lejanía.
El joven había demostrado tener buenas dotes de mando durante la expedición, y Dragut pensó que el hecho de encargarle la caza de aquel navío era un buen regalo para el que estaba predestinado a ser su legítimo sucesor.
Adil, pronto agradeció la oportunidad y ordenó a su lugarteniente que utilizara todos los medios que tuviera a su alcance para obligar a los remeros a esforzarse al máximo.
El sonido del tambor que marcaba el ritmo a los galeotes se mezcló con los gritos que soltaban los hombres cada vez que el látigo les castigaba el cuerpo, hasta que la proa del barco empezó a romper las olas del mar a la velocidad que su comandante consideró adecuada.
Mientras tanto, en el bando contrario, Arnau observaba atentamente los movimientos de una galera solitaria que se alejaba del grupo y emprendía su persecución. Pero lo que le heló la sangre fue ver como se izaba la bandera que cualquier marinero rehuía como si se tratara de la peste. Al ver el escudo de Dragut cosido en medio del trapo negro, Arnau tragó saliva e inmediatamente ordenó a sus hombres que amarraran bien las drizas y las escotas de las velas para que pudieran soportar la tensión.
Después, con el miedo calado en los huesos, lo único que pudo hacer fue comprobar como la distancia entre ellos se reducía hasta que la primera de las andanadas que habían lanzado sus perseguidores, impactó a pocos metros de popa.
Mientras sucedía todo aquello, Salvador y Luna permanecían escondidos en la bodega, donde escuchaban el revuelo que les llegaba desde la cubierta.
—¡Escondeos en la bodega! —les había ordenado Arnau—. ¡Nos atacan los moros!
La primera reacción del fraile y de la muchacha había sido tomarse a broma las palabras del capitán, pero tan pronto como escucharon los cañones, entendieron que la advertencia de su amigo iba en serio y que la seguridad de la nave estaba en grave peligro.
Cuando la galera que les perseguía desplegó su gran vela triangular —negra como el corazón de los hombres que la izaban—, Arnau supo que estaban perdidos. Ahora no solo avanzaban impulsados por la fuerza de los brazos de los esclavos, sino que, además, los piratas contaban con el impulso añadido del viento.
«Navegamos a toda vela», pensó Arnau, «y la distancia que nos separa disminuye cada vez más».
Y mientras el capitán del mercante pensaba en la fatalidad del destino, sucedió lo peor que le puede pasar a alguien que huye de una muerte segura: el viento amainó y se hizo la más absoluta de las calmas.
A medida que el barco mercante perdía velocidad, Arnau ordenó a sus hombres que se acercaran a la costa, con el objetivo de embarrancar la nave. Perder la carga era un mal menor comparado con lo que podía representar caer en manos de los temibles piratas bereberes.
Pero el viento había cesado de golpe y el barco parecía una frágil cáscara que flotaba en medio de las corrientes que lo llevaban mar a dentro, justo en la dirección contraria a la que Arnau hubiera querido dirigirse.
Viendo que la opción de desembarcar era inviable, el capitán mercante ordenó a sus hombres que se armaran con los pocos mosquetes y las espadas que había a bordo. Si iban a ser abordados, como mínimo su orgullo de capitán le obligaba a vender cara la piel y, si era necesario, moriría llevándose por delante tantos piratas como fuera posible.
Mientras los hombres mantenían sus posiciones en cubierta, escondidos detrás de algunos sacos que habían subido de la bodega, vieron como la galera pirata se colocaba a barlovento, aprovechando las últimas rachas del impetuoso viento.
Con aquella decisión, conseguía una situación de superioridad estratégica, antes de que los cañones comenzaran a disparar sobre el palo mayor.
La tripulación del Rosa de los Vientos estaba preparada para repeler el abordaje.
Eran experimentados hombres de la mar, a pesar de que pocos de ellos habían pasado por una situación tan extrema. Estaban curtidos por la sal y los rayos de sol, pero cuando vieron las caras de sus enemigos sintieron que una muerte segura les rondaba, y más de uno estuvo seriamente tentado de lanzarse al mar.
—¡Aguantad, hombres! —ordenó Arnau mientras cogía con fuerza las dos pistolas que llevaba colgando de la cintura—. ¡Y cuando dé la orden abrid fuego sobre su cubierta y matad todo lo que se mueva!
Y justo cuando se escuchaban los primeros disparos y los primeros hombres de los dos bandos caían heridos, Luna apareció en cubierta.
Ante la sorpresa de todos, se dirigió al botalón de proa mientras levantaba los brazos al cielo y entonaba una plegaria desesperada.
—Fuerzas de los elementos, haced que la niebla los envuelva. Fuerza del mar y del viento, haced que la oscuridad les visite. Padre sol, haz que sus ojos se cieguen. Sal marina, haz que sus bocas se sequen…
Inmediatamente, y cuando los piratas iniciaban la maniobra de abordaje, una misteriosa niebla aparecida de la nada los envolvió por completo. Era imposible ver si el hombre que tenían al lado era amigo o enemigo.
Y entre gritos de rabia e impotencia, los piratas se vieron obligados a abortar el abordaje. Su única prioridad era controlar el rumbo de la nave, que avanzaba hacia un destino desconocido en medio de una gran confusión.
Adil mandó callar a todos sus hombres para intentar localizar a su esquiva presa, pero el silencio que les rodeaba hizo imposible conocer cuál era su posición exacta.
Lo que sí pudo escuchar con total claridad fue el terrible impacto de la galera contra unas rocas traicioneras que, como si de unos cuchillos afiladísimos se trataran, abrieron una herida mortal en la parte baja de la embarcación.
Los gritos de terror de los piratas se elevaron más allá de la niebla, e impedían que nadie pudiera entender las desesperadas órdenes del capitán bereber, que ordenaba a sus hombres que abandonaran la nave.
Dragut observaba impotente cómo la nave de su hijo se despedazaba contra las rocas, y lo único que pudo hacer, cuando su barco llegó al lugar del naufragio, fue recuperar del agua el cuerpo sin vida de su primogénito y de los marineros que le acompañaban.
Al tiempo que las lágrimas empañaban los ojos de Dragut, la tripulación del Rosa de los Vientos celebraba la aparición de la misteriosa niebla que les había salvado de una muerte segura.
Salvador acompañó discretamente a Luna hasta la bodega de la nave para que pudiera descansar, después de la demostración que acababa de protagonizar.
Arnau, el valiente capitán mercante, los observaba atentamente, entre sorprendido y curioso, y repitiéndose una y otra vez que aquella muchacha era sin duda el tesoro más valioso que llevaba en el barco.