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Las señales de Dios

A la mañana siguiente, tan solo abrir los ojos, Salvador tuvo la certeza de que algo no iba bien. Y esta vez no se trataba de ninguna intuición sobre sus amigas, sino de algo mucho más sencillo.

A pesar de que el joven fraile se encontraba en plenas facultades físicas —las excursiones por la montaña habían esculpido cada uno de los músculos de su cuerpo—, no tenía fuerzas para levantarse de la cama. Lo primero que pensó era que estaba enfermo y, quizás, la generosa cena de la noche anterior se le había indigestado. Pero no tardó en comprender que aquella sensación era completamente nueva para él.

Literalmente, Salvador notaba un gran peso encima, como si una presencia, invisible a sus ojos, le estuviera inmovilizando.

Y por primera vez en su vida se asustó de verdad, y en cuestión de minutos el miedo se transformó en algo mucho más profundo.

Sin más, el fraile conoció en primera persona el indescriptible regusto de un terror que no tardó en secarle la boca, dejándosela más áspera que el esparto.

De repente, unas terribles punzadas le hicieron estremecerse de arriba a abajo. Y sin tiempo ni de pestañear, notó como se le desgarraban las muñecas, como si alguien le estuviera atravesando las manos con afilados clavos de hierro, tal como le había sucedido a Jesús en la cruz.

Su primera reacción fue gritar, con las fuerzas que aún le quedaban, para pedir ayuda a sus hermanos, pero el dolor era tan intenso que fue incapaz de articular ningún sonido. Al verse muerto, e inmerso en un sufrimiento inhumano, quiso dedicar la poca energía que le quedaba en liberar la mente del tormento, y empezó a repetir la única oración que siempre le había reconfortado en los momentos más duros.

—Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

Justo en el momento en que su cuerpo empezaba a relajarse, un nuevo espasmo todavía más violento, lo lanzó por los aires como si estuviera impulsado por una fuerza invisible que jugaba cruelmente con él. El impacto contra la pared de la habitación fue brutal y, al aterrizar bruscamente contra el suelo como si fuera un muñeco de trapo, sintió que se le quebraba un hueso del brazo y la sangre empezaba a resbalarle por la frente.

Desgraciadamente, no se trataba de ningún sueño.

—¡Salvador, abre la puerta, por el amor de Dios! —gritaba un fraile mientras intentaba abrir la puerta desde el exterior, infructuosamente.

—¡Vamos a tirarla abajo! ¡Parece que esté cerrada por dentro! —advirtió otro de sus hermanos.

Justo antes de que nadie pudiera mover ni un dedo, la puerta se abrió sola dejando ver un espectáculo que marcó para siempre a los frailes presentes.

En medio de la celda destrozada —parecía que hubiera pasado un huracán—, el cuerpo de Salvador se encontraba suspendido en el aire, mientras una misteriosa niebla que olía a rosas recién cortadas se escapaba lentamente por la puerta abierta.

Dios había hablado, y lo había hecho con tal contundencia que nadie dudó de que el fraile Salvador era un elegido; un auténtico ángel encarnado en hombre. Los estigmas que acababa de sufrir, así lo demostraban.

Aprovechando la confusión del momento —mientras algunos frailes llevaban a Salvador a la cama para hacerle las primeras curas—, uno de sus hermanos recuperaba, con gran alegría, el crucifijo que había perdido días antes por las calles de Arnes durante la celebración de la Fiesta de la Miel.