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La alianza secreta

Cuando siglos atrás, Ramón de Montcada, gran senescal de Barcelona, cedió a la Orden del Temple las tierras que poseía en Horta de Sant Joan, lo hizo obedeciendo a un propósito muy elevado.

Oficialmente, se dijo que su decisión había sido fruto del profundo agradecimiento hacia los caballeros que habían colaborado, tan decisivamente, en la reconquista de Tortosa. Una sencilla cuestión de estrategia política, dijeron muchos. Un hecho muy común en aquella época.

Pero el verdadero motivo que le hizo actuar con aquella generosidad fue la extraña petición que le hizo su señor, el conde de Barcelona, que quería asegurar, al precio que fuera, la tranquilidad de Bertrán Aymerich, alejándolo de las intrigas, las envidias y las miradas de todos.

Recién llegado de Jerusalén, Aymerich y sus fieles amigos, Rotlá y Farragó, pasaron unos días en la ciudad de Barcelona, hospedados en casa del gran senescal, y por petición expresa del mismo conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV.

Por el halo de misterio y la extrema discreción con la que actuaba Ramón Berenguer con sus nuevos amigos, precisaba dar una serie de explicaciones a su hombre de confianza.

—Ramón, te tengo que encargar un nuevo servicio. Un favor muy especial —dijo el conde.

—¿De qué se trata, señor? ¿Cómo os puedo servir?

—Han llegado a la ciudad tres caballeros templarios, cruzados procedentes de Tierra Santa, y es muy importante que su presencia en Barcelona pase desapercibida. Por eso os pido que los alojéis en vuestra casa hasta que prosigan su viaje.

—Haré tal como me ordenáis, señor, pero…

—Os diré que Bertrán Aymerich y sus acompañantes son los guardianes de un gran tesoro que debemos mantener oculto a cualquier precio. La paz de nuestro reino y el bienestar de nuestros hijos dependen del éxito de esta misión. Su vida corre peligro, ya que se enfrentan a unos enemigos muy poderosos e influyentes.

—Soy vuestro humilde servidor, señor. Y vuestras palabras son órdenes para mí —añadió Ramón de Montcada.

—Lo sé, viejo amigo. Por eso os confío esta delicada misión.

—Así se hará, señor.

—Ramón, necesito también parte de vuestras tierras: unas que se encuentran en un lugar adecuado para que nuestros amigos puedan recuperar la paz y la serenidad después de un viaje tan largo y penoso.

—¿Cuáles, señor? —preguntó extrañado Montcada.

—Ceded a los templarios vuestras posesiones de Horta de Sant Joan y ganaos mi agradecimiento eterno. Os lo compensaré de una manera u otra, no lo dudéis.

—Señor, os he servido durante muchos años y espero poderlo hacer hasta que la muerte me lleve. Si estas son vuestras órdenes, ya las podéis dar por cumplidas.

—Gracias, senescal, sois sin duda el más digno de todos mis nobles. Pero hay algo más. Debéis jurarme que protegeréis, vos y vuestros descendientes, el gran tesoro del que os he hablado.

—Señor, tanto misterio me confunde. Dadme las explicaciones que consideréis oportunas, pero si el futuro de mi familia puede estar en peligro por la misión que me estáis encargando, me gustaría saber cuál es ese gran tesoro. Sobre todo teniendo en cuenta que lo consideráis más valioso que la vida de aquellos que son de mi propia sangre. Y sé que me queréis bien…

—Amigo mío, debéis proteger un viejo pliego de folios cargados de esperanza. Os aseguro que por más riquezas que os dieran, nada se podría comparar al poder de las palabras que hay escritas en él —aclaró Berenguer IV, ante la sorpresa de Montcada.

Una alianza se acababa de crear para defender el Libro de las Esencias. Los lazos que se establecieron entre los Aymerich y los Montcada deberían resultar fundamentales solo unos cuantos meses más tarde, cuando las vidas de los descendientes de los dos linajes se encontraron para poner a prueba la validez de aquel juramento.