10
Salvador
Desde primera hora de la mañana —cuando se había despertado—, Salvador sentía una agradable sensación en el cuerpo. Presentía que aquel día iba a ser distinto de los anteriores y, a medida que habían ido transcurriendo las horas, se había convencido de que iba a acontecer algún hecho especial. Y como es bien cierto que Dios existe, el espectáculo que acababa de presenciar así lo confirmaba. De nuevo, su intuición no le engañaba.
El joven franciscano había estado espiando a las dos mujeres desde que sus risas le habían distraído de las plegarias. Enseguida percibió que no eran unas devotas cualquiera. Aquellas mujeres habían ido al convento por algún motivo que no tenía nada que ver con él, con lo que pudo relajar la mirada y observarlas con otros ojos; con una mezcla de curiosidad y complicidad que lo animó a seguirlas durante unas horas, con el sigilo y la prudencia del cazador que espera el momento oportuno para aparecer frente a su presa.
Salvador llevaba años acallando las voces de su mente mediante la oración y, cuando conseguía que su pensamiento descansara y se rindiera a un poder superior, se transformaba en otra persona; en alguien capaz de realizar las proezas más inalcanzables. Razón por la que toda la vida se había sentido diferente, y más desde que —años atrás— había descubierto que su mejor amigo —aquel a quien hacía cómplice de sus miedos, de sus anhelos más profundos, y con quien discutía sobre el bien y el mal—, era Jesús, el hijo de Dios.
Desde pequeño, Salvador había sido el centro de muchas miradas. Cuando vivía en Santa Coloma de Farners —el pueblo que le había visto nacer—, se dio cuenta de que poseía un don nada común. Aún mantenía frescos los recuerdos de su infancia, cuando hacía de pastor. Le gustaba pasar las horas tocando la flauta y lo hacía con tal gracia que incluso parecía que las ovejas bailaban al ritmo de sus melodías. Recordaba aquel momento y también una noche en la que, preocupado por la sequía que sumía su tierra, golpeó con su bastón una roca de la que empezó a brotar agua, con la que pudo dar de beber al rebaño. Pero, de eso hacía ya muchos años.
Salvador pasó algunos meses de su adolescencia en Barcelona, con su hermana, y allí aprendió el oficio de zapatero. Pero, a pesar de la seguridad de aquella vida, envidiada por muchos, había algo en su interior, una vocación negada durante mucho tiempo, que le acercaba cada día más a Dios.
Y todos los que descubren y tienen claro su propósito, tarde o temprano deben rendirse a él, tal y como hizo Salvador el día en que se presentó ante las puertas del convento de Santa María, en Barcelona. Pretendía pedir a los franciscanos que lo admitieran en su comunidad como hermano converso. Y lo consiguió.
Pero su satisfacción no fue completa, dado que Salvador era depositario de aquel don tan preciado y pronto las obras de Dios empezaron a manifestarse mediante su cuerpo. Primero eran pequeños acontecimientos sin importancia que, eso sí, sorprendían a sus compañeros —y nunca dejaban indiferente a nadie—, pero al cabo de un tiempo, el padre provincial decidió enviarlo a Tortosa, cansado de los ruegos de sus hermanos, que le acusaban de perturbar la paz del convento.
En Tortosa, su fama como sanador creció a la misma velocidad que su entrega a la oración. Aquella era una herramienta que le permitía curar los males de las personas que le iban a visitar en busca de consuelo. Aunque de nuevo, el destino confabuló en su contra, empujando a los frailes con los que compartía el convento a que pidieran al padre provincial un nuevo exilio para el devoto franciscano.
No es que no fuera querido en la comunidad, sino más bien que el convento se convirtió en un continuo vaivén de personas que querían verle y encomendarse a su sanación. Un hecho que, obviamente, desbarataba la paz de aquel lugar, tal y como le había sucedido en Barcelona.
Y así fue como el fraile —que ya empezaba a ser conocido entre sus hermanos con el sobrenombre de Salvador «el Alborotador»—, había ido a parar a Horta, un pequeño pueblo perdido entre las montañas donde llevaba una vida casi de ermitaño.
Ahora, en medio de lo que muchos podrían considerar el vacío, entre frondosos bosques y duros pedregales, había topado con dos mujeres que eran como él.
Con lo que se vio obligado a presentarse, de una manera que las tranquilizara.
Deseaba demostrarles que hablaba su mismo lenguaje.
—Disculpad. Me llamo Salvador y soy uno de los frailes que vive en esta comunidad. En mi nombre y en el de mis hermanos os doy la bienvenida —dijo de repente, mientras salía del lugar en el que había permanecido escondido, y que se encontraba muy cerca de donde María y Luna jugaban con las mariposas.
La primera reacción de María al escuchar la voz del hombre a sus espaldas, fue proteger con su cuerpo a Luna, en un acto reflejo propio de cualquier madre que siente el peligro rondando en el ambiente. Sin quererlo se le habían disparado los recuerdos del día en que nació su hija y el viejo párroco había descubierto su gran secreto.
—¡No, por favor, no os asustéis! —quiso aclarar Salvador, al ver sus caras de miedo—. No nos conocemos, pero podéis considerarme vuestro amigo.
—¿Qué has visto? ¡Habla! —gritó María mientras, instintivamente, cogía una piedra del suelo por si era necesario defenderse.
—Puedes soltar la piedra. No os deseo ningún daño. No tengáis miedo —aclaró el fraile mientras se acercaba lentamente a la mujer.
—¿Qué has visto? —insistió María.
—Solo he sido testigo de la obra de Dios. Solo he visto a alguien que puede hacer lo mismo que hago yo.
Al terminar de pronunciar aquellas palabras, Salvador chasqueó los dedos y las mariposas que unos instantes antes jugaban con las dos mujeres, fueron a posarse sobre sus hombros.
—¡Me hacen cosquillas! —dijo el fraile en medio de una gran carcajada que acabó por contagiar a María y a Luna.
No fue necesario decir nada más. En aquel mismo instante, los tres tuvieron claro que, en el mismo lugar donde siglos atrás tres hombres con una cruz roja en el pecho habían elegido compartir un destino común, acababa de nacer una gran amistad.
Gracias a ello, pasaron la tarde conversando con la misma confianza que los viejos amigos que se reencuentran tras años de separación.
María y Luna estaban tan sorprendidas como satisfechas de haber conocido a alguien con quien poderse mostrar tal cual eran, sin miedo a ser juzgadas o rechazadas.
Cuando el sol empezaba a esconderse, se despidieron con el compromiso de verse unos días más tarde en Arnes, con motivo de la celebración de la Fiesta de la Miel, una jornada festiva en la que las abejas y la miel —tan presentes desde tiempos inmemoriales en aquellas tierras— servían de excusa para organizar un gran mercado que atraía visitantes de todos los pueblos cercanos.
Aunque lo que ninguno de los tres podía saber era que, en el mismo momento en que Luna y María tomaban el camino hacia casa —cuando las primeras estrellas aparecían en el cielo—, desde una de las celdas del convento, alzaba el vuelo una paloma que portaba un mensaje que habría helado la sangre al mismísimo Diablo.
Y es que desconocían que, muchos años atrás, alguien había decidido dedicar el resto de su vida a hacer cumplir un sagrado juramento de venganza. La señal que indicaba el comienzo de la cacería volaba, en aquellos instantes, sobre los campos de olivos y almendros floridos hacia un destino desconocido.
Al dirigirse hacia la entrada del convento, Salvador se sorprendió al ver que unas manos animaban el vuelo de la paloma mensajera desde una de las ventanas cercanas a su habitación. Aquella celda siempre había estado vacía y, a pesar de que en un primer momento no le prestó ninguna importancia, muy pronto se detuvo al sentir el escalofrío que le recorría la espalda. Intuía un grave peligro. Y enseguida supo que, a partir de aquel día, él y sus nuevas amigas deberían mantenerse con la guardia bien alta.
Con el ímpetu del que quiere evitar un gran mal, Salvador corrió en dirección a la puerta del convento y, al adentrarse en la celda desde la que alguien había liberado a la paloma, lo único que encontró fue una vela negra aún humeante y dos pequeñas figuras de cera con forma de mujer, sobre las que habían grabado los nombres de María y Luna.
Sorprendido, tuvo que esforzarse para ver que, en la figura de mayor tamaño, alguien había clavado unas agujas oxidadas a la altura de los ojos.
«Padre nuestro que estás en los cielos, líbranos de todo mal», recitó mientras se santiguaba varias veces e intentaba alejar el profundo malestar que se había instalado en su corazón.
Tenía que avisar a sus amigas cuanto antes.