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Ojo por ojo
El día despertó gris y triste, tal como había sucedido durante las últimas semanas.
Las calles desiertas daban testimonio mudo e impotente del avance de la siniestra comitiva encabezada por Juan Malet que, como se podía esperar, se detuvo delante de la gran puerta de madera de la casa de la calle Mayor.
Solo hacía unas pocas horas que María y Luna habían caído dormidas. Se habían abrazado, sin soltarse ni un momento, hasta que se habían dormido por el cansancio de una larga noche plagada de pesadillas y sufrimiento.
Apenas habían tenido fuerzas para comer, y mucho menos para intentar huir. Por mucho que las atormentara, se dieron cuenta de que la cacería a la que las habían sometido durante tantos meses, había ido minando sus almas hasta convertirlas en un gran agujero negro, donde parecía que la desesperación se había instalado definitivamente. Allí donde siempre había reinado la paz y la alegría, ahora solo había el convencimiento de que su final estaba muy próximo y que, con toda certeza, iría acompañado de una muerte lenta y dolorosa.
Con el amargo sabor de la derrota, el cansancio las había vencido una noche más, sin que pudieran hacer nada para evitar lo que estaba a punto de suceder.
Los tímidos golpes que daba el soldado con el picaporte se convirtieron, al cabo de unos segundos, en un salvaje intento por entrar en lo que ellos consideraban que era la casa de los horrores; el hogar del Demonio en la Tierra.
Sorprendentemente, la puerta aguantaba las embestidas del hacha, y cuanto más se resistía la madera milenaria con la que los antiguos la habían construido, más odio se acumulaba en el interior de los que esperaban, impacientes, la caída de aquel muro natural. Unos pocos centímetros les separaban de sus presas.
En la casa solo había dos mujeres, solas e indefensas, pero el comportamiento y la brutalidad que empleaban los soldados correspondía a las maneras de unos asediadores crueles.
María y Luna, asustadas por el ensordecedor ruido, bajaron rápidamente hacia la entrada, con el pelo revuelto y los cuerpos solo cubiertos por los camisones de dormir. La terrible escena que encontraron cuando abrieron la pesada puerta, fue como una jarra de agua fría cayendo a traición.
Y despertaron al instante, regresando a la cruel realidad de la que habían escapado, como ilusión, durante sus breves sueños.
Lo primero en lo que se fijó María fue en la cara de circunstancias del corregidor, que parecía observar la escena sin entender nada. De hecho, así era, porque hacía solo una hora que Juan Malet y el grupo de soldados, por orden del ilustre Diego Sarmiento —inquisidor general de Barcelona—, lo había sacado a la fuerza de su casa con la intención de convertirlo en testigo obligado de la detención que estaba a punto de acontecer.
Lo segundo en lo que se fijó fue en la mirada vacía y amenazadora de Juan Malet, que parecía estar disfrutando con el espectáculo.
—En nombre del inquisidor general de Barcelona, el ilustre Diego Sarmiento, hemos venido a hacer cumplir la justicia de Dios. Disponemos de numerosos testimonios que os acusan de ser adoradoras del Diablo, y por este motivo venimos a encarcelaros… —soltó satisfecho de su victoria.
María, rendida a una fuerza superior que se veía incapaz de derrotar, respiró profundamente y, después de dirigir una mirada amorosa a su hija, le pidió que subiera a la cocina a preparar el desayuno para cuando ella volviera de aclarar aquel malentendido.
La petición de María no tenía ningún sentido, pero ante la insistencia de su mirada, Luna entendió que en realidad el amor de su madre quería impedir que presenciara como la trataban como a un perro rabioso, amarrándola con las cadenas que uno de los soldados portaba en la mano.
Pero justo cuando la joven empezaba a subir las escaleras, se escuchó la profunda y desagradable voz de Juan Malet, deteniéndola inmediatamente.
—¿Se puede saber adónde vas, joven puta?
—¡Por favor! —suplicó María, mientras se arrodillaba delante del cazador de brujas—. No permitáis que me vea atada como un perro.
—¿Y a ti quién te ha dicho que venimos a detenerte? —dijo despectivamente mientras la apartaba de una patada antes de dar la señal a los soldados para que apresaran a Luna.
En un acto de desesperación, María se abalanzó sobre los soldados que arrastraban a su hija del pelo, pero antes de que pudiera alcanzarlos se detuvo.
El gran lobo blanco que velaba por su hija aparecido de entre la niebla, saltando sobre uno de los soldados que sujetaban a Luna y mordiéndole el cuello hasta matarlo.
En medio de los gritos y la confusión —mientras el lobo atacaba a otro de los soldados—, Juan Malet, con gran dosis de sangre fría, cogió la espada del soldado muerto para atravesar, esta vez sí, el cuerpo del animal que cayó herido de muerte a los pies de la muchacha.
Luna, helada, apenas tuvo tiempo de acercarse a su fiel amigo para acompañarlo en su último suspiro.
Una maza la golpeó contundentemente en la cabeza, para envolverla al instante en la oscuridad más tenebrosa. Y se desvaneció.
Mientras arrastraban a Luna, con la intención de llevarla a la antigua prisión, María todavía quiso encararse a los soldados, encabezados por Juan Malet.
—¿Por qué ella? —gritó llorando—. ¿Por qué ella?
—Porque quiero que la veas morir. Ahora apártate de mi camino si no quieres que te mate aquí mismo, como he hecho con esta bestia —respondió el cazador de brujas mientras escupía sobre el gran lobo blanco, cuyos ojos se habían apagado para siempre.
María, arrodillada en medio de la calle, no pudo evitar que los soldados se llevaran a su hija a la antigua prisión del castillo de Arnes, el lugar que, por ironías del destino, su amado esposo Martín nunca se cansó de contemplar.
Cuando fue consciente de lo que había sucedido, María miró a su alrededor, y con los ojos embotados de lágrimas, se acercó al cuerpo ensangrentado del lobo para acariciar su cabeza.
Los vecinos de la calle, testimonios obligados de toda aquella barbarie, intentaban consolarla mientras veían como retiraban los cuerpos sin vida de dos soldados, cuya sangre se mezclaba con la del lobo y teñía de color rojo la blancura inmaculada de la nieve.
Aquella mañana se había derramado demasiada sangre inocente, y lo único en lo que pudo pensar María, antes de caer inconsciente, fue en una frase que había leído hacía muchos años y que la había estremecido hasta aquel momento:
«¡Ojo por ojo!».
Después, solo hubo silencio y carreras desesperadas a su alrededor, con la intención de socorrerla.