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La Tradición

María despertó bien entrada la tarde, al sentir el trapo empapado con agua fría que le ponían en la frente. Abrió los ojos muy lentamente y, después de reconocer el paisaje que se veía a través de la ventana, se sorprendió por todo el alboroto que había en la habitación.

Teresa y Dolores, vecinas y amigas de la familia, corrían arriba y abajo, haciendo viajes a la cocina sin parar, con una agilidad sorprendente para su edad, cargadas con trapos limpios y ollas llenas de agua caliente. Desde el comedor, e incluso desde la calle, María podía oír muchas voces conocidas que se interesaban por su estado.

Al saberse la noticia de que María estaba a punto de dar a luz, en el pueblo se vivió una auténtica revolución y todo el mundo se acercó a la casa de la calle Mayor para ver si podían ayudar en algo. Al final, la mayoría entendieron que molestaban más que otra cosa y regresaron a casa, después de prometer que volverían para felicitar a los padres tan pronto como hubiera nacido la criatura.

El párroco, más estirado de lo necesario, estaba en la cocina en compañía de los familiares más cercanos, royendo —con el par de muelas que le quedaban— un buen pedazo de longaniza acompañado de pan, mientras aprovechaba, entre mordisco y trago de vino, para soltar un sermón a todos los presentes que, francamente, no le prestaban la más mínima atención.

María se sentía tranquila y preparada para afrontar lo que estaba a punto de suceder, pero a pesar de disfrutar de dicha sensación de paz, enseguida echó de menos la presencia de su esposo.

—Madre, ¿dónde está Martín?

—Después le pediré a José que lo vaya a buscar al taller. No te preocupes, pequeña, seguro que se ha distraído con el trabajo. Debe de estar a punto de llegar —le contestó con un tono poco convincente, enfadada por la poca vista de su yerno en un momento tan especial—. Has dormido toda la tarde. Estabas agotada. Ahora es necesario que te relajes cuanto puedas y que respires profundamente antes de empezar. Ya has roto aguas y tienes muchas contracciones, así que te ayudaré a incorporarte en la cama. ¡Tu hijo está a punto de nacer!

Magdalena, entre todas sus habilidades, destacaba por ser una experta partera que había ayudado a parir a muchas mujeres del pueblo y se sentía especialmente ilusionada por el hecho de que, esta vez sí, quien estaba a punto de nacer era su primer nieto.

—Oh, Lucina, diosa que presides los partos, yo te ruego que nazca sin mal ni dolor y que pueda vivir largamente —recitó con solemnidad mientras encendía unas velas bendecidas y colocaba bajo la almohada una bolsa de parto donde había escrito, en una lengua secreta, unas palabras muy poderosas para proteger a la madre y al bebé.

Inmediatamente después, mientras Teresa y Dolores sujetaban a María por los hombros, Magdalena untó la barriga de su hija con un ungüento para hacer menos dolorosa la salida del niño y le pidió que separara las piernas y empezara a empujar con todas sus fuerzas. Todo estaba a punto.

—¡Respira y empuja fuerte, María! Tu hijo ya empieza a sacar la cabeza. Venga, un poco más. Lo estás haciendo muy bien, pequeña.

Apenas un rato más tarde, justo en el momento en que una preciosa luna llena iluminaba todos los rincones de la habitación, los sollozos de una niña, alzada por su abuela para comprobar que se encontraba entera y sana, hizo enmudecer todas las voces. Y después, al cabo de unos segundos, el silencio se llenó con las ruidosas felicitaciones y muestras de alegría que provenían de la cocina y la calle.

—¡María, es una niña! —dijo Magdalena medio llorosa—. ¡Y está llena de vida! —añadió emocionada mientras lavaba a la pequeña y aprovechaba para colgarle del cuello un talismán con un pequeño trozo de coral rojo.

—Eres preciosa, hija mía. ¡Mirad qué angelito! —dijo María mientras acariciaba a su hija. Y, al ver cómo la luz que entraba por la ventana se hacía todavía más intensa, no lo dudó ni un segundo—. Pequeña, ¡te llamaremos Luna!

Magdalena, que estaba sentada a los pies de la cama, miró fijamente hacia la luna llena y, con una sonrisa de oreja a oreja, continuó con sus plegarias.

—Antepasadas de nuestra familia, os pido que ayudéis a esta niña a ser una digna sucesora de nuestro linaje —susurraba mientras imponía sus manos en la cabeza de la pequeña—. En nombre del poder de los cinco elementos: del Fuego, del Agua, de la Tierra, del Aire y de la Madera —continuó diciendo mientras elevaba ligeramente el tono de voz—. En nombre del Padre Sol y la Madre Luna, en nombre de los Elementos Sagrados de la Naturaleza, diosas de la antigüedad, os ruego humildemente que esta niña se convierta en nuestra luz…

—¡Madre! —gritó de repente María mientras miraba hacia la puerta y tragaba saliva—. ¡Madre, tenemos compañía!

La única cosa que pudo ver Magdalena cuando abrió los ojos y miró hacia la puerta fue una sotana negra que salía en estampida de la habitación, como alma que persigue el Diablo, visiblemente confundido, pero con la satisfacción propia de quien descubre un gran secreto. El párroco, lleno de odio y de rabia, repetía incesantemente entre dientes:

—¡Brujas! ¡Son brujas!