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La sentencia de muerte
Tal como solía suceder, la primera sesión del juicio se había convertido en un pulso entre las acusadas y los jueces, que servía para valorar las fuerzas de cada parte.
María y Luna no habían querido aceptar ninguno de los cargos en su contra y, para remediarlo, los verdugos —encabezados por Juan Malet— se habían visto obligados a emplearse a fondo, llevando a sus víctimas hasta los límites del propio sufrimiento, pero manteniéndolas siempre dentro de una delicada franja en la que la vida y la muerte se rozaban sutilmente.
Por lo menos, durante la primera jornada.
El segundo día del juicio también despertó radiante y despejado, y el sol, con hambre acumulada por tantos días de oscuridad, siguió devorando la nieve que, poco a poco, se deshacía y formaba más charcos, los cuales, al helarse durante la noche, provocaban más de una caída a los despistados que los pisaban.
Al alba, los soldados habían vuelto a pasar por cada casa para llevarse por la fuerza a los vecinos hasta la plaza Mayor donde, por sorpresa, ya encontraron a las dos acusadas.
Luna, estaba desnuda, sentada en la silla de interrogatorios, mientras María ocupaba el potro de tormentos.
Juan Malet era un estudiante aplicado y, desde el momento en que hizo de la muerte y la desesperación ajena su oficio, había leído muchos manuales viejos que explicaban el origen de los instrumentos de tortura que utilizaba.
El desmembramiento por medio de la tensión era una técnica que ya se usaba en Egipto como en Babilonia. En Europa, desde tiempos romanos, el potro era un instrumento indispensable en cualquier mazmorra.
Las víctimas de dicho tormento eran literalmente alargadas por la fuerza del cabestrante, y según había leído Malet, en algunos casos, el estiramiento llegaba hasta los treinta centímetros. Causado esencialmente por la dislocación de todas las articulaciones de los brazos y piernas, del desmembramiento de la columna vertebral y, por supuesto, del desgarro de los músculos de las extremidades, del tórax y del abdomen, que provocaban la muerte de la víctima entre terribles sufrimientos.
Poco a poco, la experiencia del cazador de brujas y la de sus verdugos, les había enseñado que podían utilizar la tortura, aplicando diferentes grados de intensidad, en función de sus intereses.
En la primera fase, el torturado sufría la dislocación de los hombros, a causa del estiramiento de los brazos hacia arriba y hacia atrás, así como un dolor insoportable en los muslos, a medida que las fibras de las piernas se iban desgarrando.
En un segundo nivel, las rodillas, la cadera y los codos se empezaban a descoyuntar y el interrogado quedaba inválido de por vida.
En el tercero, las extremidades se separaban ruidosamente del cuerpo, provocando la parálisis y la muerte en un corto espacio de tiempo.
Hasta aquel momento, María había sufrido en sus carnes las consecuencias de la primera fase, a pesar de ello, seguía manteniendo una actitud digna y entera.
Y dicho aire de serenidad molestó sobremanera al inquisidor general Diego Sarmiento, que decidió cambiar de estrategia.
Empezaba a estar cansado de toda aquella historia y quería terminar lo antes posible.
De modo que concentró todos sus esfuerzos en arrancar alguna respuesta que pudiera explicar los actos cometidos por las dos mujeres con la ayuda del Diablo.
Con unos pasos que recordaban los andares de un ratón, fue al grano, colocándose frente a Luna. Y después de mirarla con cara de asco, empezó su propia comedia, gesticulando exageradamente y acercando su rostro a solo un palmo del de su víctima.
—¿Cual es vuestra relación con el lobo blanco que ha asolado estas tierras durante los últimos meses y que causó la muerte de dos de mis mejores hombres durante vuestra detención?
—No lo entenderíais —respondió Luna.
—¿Negáis que aquella bestia del infierno obedecía vuestras órdenes?
—Por muy lento que os lo explicara, y por muchas veces que os lo repitiera, no lo entenderíais —insistió Luna mientras recordaba el día en que el gran lobo blanco hizo su magnífica aparición en el claro del bosque donde celebraron la entrada del verano.
—¡Vuestros insultos me ofenden y también ofenden a Nuestro Señor! —respondió Diego Sarmiento mientras la cogía del cuello, tentado de ahogarla.
Luna no respondió, y mientras el inquisidor se alejaba con los ojos inyectados en sangre, la muchacha todavía pudo escuchar cómo le susurraba algo a Juan Malet.
—¡Que sufran! —dijo el inquisidor—. ¡No quiero perder más tiempo con estas dos hijas del pecado!
Luna cerró los ojos, esperando los golpes que habrían de castigar su maltrecho cuerpo, pero se sorprendió al escuchar que los verdugos manipulaban la pesada rueda que ponía en funcionamiento los sofisticados engranajes que daban vida al potro de tormentos.
Y allí estaba atada su madre.
Al instante solo se escucharon los gritos de María, que llevados por el viento recién levantado, llenaron de dolor las calles, mientras sus hombros se descoyuntaban entre terribles muestras de sufrimiento.
—Una vez más, joven bruja, ¿reconocéis vuestros pecados delante de Dios?
—¿De qué pecados me habláis? —insistió Luna.
—¿Cómo es posible que un lobo apareciera de la nada para acabar cruelmente con la vida de mis hombres? ¿Cómo puede ser que unos rayos acabaran con la vida de los soldados que custodiaban la prisión? ¿No creéis que esas son pruebas suficientemente contundentes como para afirmar que se trata de obras inspiradas por el mismo Diablo?
—No lo entenderíais —respondió Luna, una vez más.
A Diego Sarmiento se le estaba agotando la paciencia, y mientras volvía a la mesa donde se sentaban las autoridades, se detuvo para lanzar una amenaza a la joven.
—Dentro de un momento os lo volveré a preguntar por última vez. Ahora os dejo tiempo para que meditéis.
Y el silencio volvió a quebrarse por los gritos de María, que se retorcía de dolor mientras se le desgarraban lentamente los músculos y se le desencajaban las articulaciones.
Pero esta vez Luna también recibió su parte. Los verdugos la golpearon sin cesar mientras Malet, meticuloso como siempre con su trabajo, le aplastaba las uñas con un aparato metálico que él mismo había diseñado para tal efecto.
—Una vez más. La última. ¿Confesáis vuestros pecados y suplicáis el perdón divino?
—Nunca entenderéis que es Dios y no el Diablo quien habla a través nuestro —respondió Luna.
Diego Sarmiento respiró aliviado. Había costado más esfuerzo del que había previsto, pero por fin las torturas habían conseguido doblegar la voluntad de las mujeres, quienes, sin saberlo, habían firmado su propia sentencia de muerte.
Y el inquisidor no quiso desaprovechar la oportunidad para rematar la faena.
—Secretario, tomad nota con vuestra mejor letra de la terrible blasfemia que las acusadas acaban de escupir por sus bocas pecadoras. Me parece que el caso está claro para todo el mundo, así que levantaos —ordenó el inquisidor—. En nombre del Santo Oficio, yo Diego Sarmiento, os condeno a morir en la hoguera por brujas y por herejes. El cumplimiento de la sentencia se hará inmediatamente. Mañana mismo arderéis hasta morir. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Sin dejar tiempo para que la gente pudiera reaccionar, los verdugos desataron a las mujeres y, como si fueran sacos de trigo, las arrojaron a una carreta. Después, les echaron agua helada para que recuperaran la consciencia y, entre bromas e insultos, les cortaron el pelo con unas tijeras sucias y oxidadas.
Cuando Sarmiento dio la autorización —y mientras los soldados enviaban a la gente a sus casas a golpe de bastón—, condujeron a las mujeres hasta la mazmorra, donde las lanzaron al suelo sin ningún miramiento.
A Luna, pero sobre todo a María, les costaba respirar. Cualquier pequeño movimiento les provocaba un intenso dolor, pero sacaron fuerzas de flaqueza para acercarse la una a la otra, en busca del contacto de sus cuerpos destrozados.
Sus corazones agradecían el regalo de poder estar juntas una última vez, a pesar de las circunstancias y del sufrimiento.
Mientras tanto, en un último intento, Salvador fue hasta Valderrobres para implorar la intervención del arzobispo.
Cuando regresó —desobedeciendo el toque de queda que prohibía circular por las calles del pueblo desde la puesta del sol—, se reunió clandestinamente con un grupo de hombres alrededor del fuego que calentaba una de las casas.
Quería hablar largo y tendido sobre lo que estaba sucediendo.
El fraile ya había asistido a otras reuniones como aquella y, cuando terminaron de hablar, lo único que pudo hacer fue pedirle a Dios que todo saliera tal y como habían previsto.