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El segundo capítulo
La muerte de Carbón había aliviado el ánimo de los tres amigos.
Aprovechando dicha circunstancia, Salvador se dedicó nuevamente a acompañar a sus fieles, mientras María y Luna seguían aprendiendo de los misterios y la magia de la naturaleza.
Luna, más relajada que nunca, decidió continuar con la lectura del Libro de las Esencias. Ya había conocido la experiencia de Hera, la sacerdotisa druida, y cuando empezó a leer el segundo capítulo del libro, se sorprendió por los extraños símbolos que encontró escritos. La curiosidad la venció hasta tal punto que, cuando el nuevo día amenazaba con su acto de presencia, todavía estaba inmersa en la lectura de los extraordinarios contenidos que se le presentaban, página tras página.
Mi nombre es Hapset y pertenezco a la Casa de la Vida que hay en Tebas.
He venido a tomar posesión de mi trono. A que se reconozca mi dignidad, pues todo eso era mío antes de que existierais vosotros, los dioses: así pues, bajad y pasad a ocupar los últimos lugares, porque yo soy un mago.
Quiero presentarme con uno de los conjuros que se recogen en los Textos de los ataúdes.
Hace ya muchos años que el lenguaje de los dioses ha quedado relegado en el olvido y yo, el último sacerdote que conoce el significado de su escritura, pretendo que nuestras gestas perduren más allá de la eternidad, como las momias de nuestros reyes, que conservan su dignidad por los siglos de los siglos.
Nuestros secretos más bien guardados, los métodos de embalsamamiento y el alfabeto clásico que mi pueblo ha utilizado durante más de tres mil años son los presentes más preciados que ningún egipcio pueda ofrecer al mundo entero. Y de esta manera es como pretendo que nuestros conocimientos queden para las generaciones futuras, las que contemplarán maravilladas las obras que nuestros dioses realizaron en la tierra bajo la atenta mirada de nuestro río sagrado. El río de la vida.
El procedimiento para embalsamar a los difuntos se inicia extrayendo el cerebro a través de las fosas nasales con la ayuda de un garfio de hierro. A continuación, se abre uno de los costados del cuerpo, utilizando un cuchillo etíope de piedra muy afilado, por donde se extrae el contenido del abdomen. Seguidamente se debe lavar la cavidad abdominal con vino de palma, y más tarde con una infusión de hierbas aromáticas. Hecho esto, se rellena la cavidad con mirra molida, casia y otras especies, excepto el incienso, y se cose la herida. A continuación, el cadáver se mantiene en natrón, carbonato de sosa, durante setenta días, enteramente recubierto.
Transcurrido ese lapso de tiempo, que no debe ser excedido, se debe lavar y envolver el cuerpo, de pies a cabeza, empleando vendas de lino empapadas en resina, para después inhumarlo en un ataúd de madera hecho con figura humana. Una vez sellada esta caja, se coloca en una cámara sepulcral, de pie contra la pared.
Así es como conservábamos a nuestros muertos y de esta manera es como escribían sus jeroglíficos. Es el lenguaje con el que los hombres nos comunicábamos con los dioses. Un alfabeto que permitirá descubrir nuestros secretos más ocultos.
La última cosa que hizo Luna antes de cerrar el Libro de las Esencias, fue hacer un juego que repetiría muchas otras noches. Escribir mediante jeroglíficos los nombres de todos aquellos a los que quería.
Y justo cuando terminaba de escribir el nombre de su madre en un papel, los ojos se le cerraron hasta bien entrada la mañana.