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El entierro

A la mañana siguiente, el pueblo despertó en medio de un silencio sepulcral, como si el universo entero estuviera de luto por la tragedia vivida la noche anterior.

A primera hora ya se empezaron a formar pequeños grupos de gente vestida de negro y aspecto cansado que, a medida que avanzaba el día, se fueron convirtiendo en riadas populares que recorrían las calles en dirección a la plaza Mayor. Un lugar colapsado por la gran cantidad de almas que querían entrar en la iglesia, para despedirse de Martín y de las otras dos víctimas.

Magdalena y María se habían empezado a vestir de riguroso negro con los primeros cantos del gallo, después de pasarse la noche entera velando los restos a medio calcinar del cuerpo de Martín.

Lo habían llevado a casa a la hora escasa de haberse dado la voz de alarma por el incendio que quemaba el taller, instantes después de que el médico certificara su muerte.

Como tenía el rostro carbonizado por el fuego, el amuleto que le colgaba del cuello había resultado vital para identificarlo.

Para evitar el sufrimiento innecesario de ambas mujeres, José había pedido expresamente que colocaran el cuerpo dentro de un ataúd, clavándole la propia tapa.

Era tal el estado en que lo habían hallado, que fueron incapaces de contener las arcadas al presenciar las terribles heridas.

Un mal trago que nadie tenía por qué volver a pasar; especialmente la viuda y la suegra.

A menudo la vida estaba llena de ironías crueles y difíciles de entender. Y aquella tragedia era un claro ejemplo de ello.

Martín se había levantado el día anterior como siempre: joven, alegre y optimista. Pero ahora de todo aquello no quedaba nada. Ni rastro de sus ojos grises, ni de la larga cabellera rubia, ni de su rostro pecoso, ni de las caricias y los besos que dedicaba a su mujer cuando estaban juntos.

Desgraciadamente, todo aquello ya formaba parte del pasado.

La comitiva fúnebre inició su recorrido en la casa de la calle Mayor —dirección a la plaza—, acompañada por un silencio sepulcral y respetuoso que solo se rompía, de vez en cuando, por los sollozos de dolor de madre e hija.

Y pese a la tristeza que se respiraba en el ambiente, sus pasos estuvieron acompañados en todo momento por los más allegados a la familia, así como por el corregidor, que caminaba entre ambas mujeres, sujetándolas del brazo.

Espontáneamente, la gente del pueblo había formado un pasillo que se abría a medida que la comitiva iba avanzando por los callejones, hacia la iglesia.

Magdalena y María siempre se habían sentido queridas por sus vecinos, pero aquella demostración de afecto superaba cualquier expectativa.

—¡Ánimo, María! —Se escuchaba de vez en cuando—. Ahora debes ser más fuerte que nunca.

Y ellas solo podían agradecer de todo corazón las muestras de apoyo.

Al llegar al final de la calle San Roque, justo antes de enfilar hacia la iglesia, se detuvieron para rezar frente la capilla del santo, momento que el corregidor aprovechó para hablar discretamente con Magdalena.

—No debéis sufrir por nada, Magdalena. Todo está arreglado. Vuestro secreto está a salvo.

La mujer lo miró sorprendida, pero enseguida fue consciente del importante papel que su viejo amigo estaba teniendo en toda aquella trama que, sin percatarse, se iba cerrando peligrosamente a su alrededor.

—Gracias, señor corregidor. Sois un hombre justo.

—No es la justicia lo que debéis temer, sino la obcecación de ciertos individuos. De momento estáis seguras, pero temo que esto no haya hecho más que empezar. La intransigencia se está extendiendo a gran velocidad por nuestras tierras y lo sucedido no nos traerá nada bueno… Pero ya hablaremos con tranquilidad. Ahora vayamos a la iglesia. Hay mucha gente que os quiere acompañar en estos momentos tan dolorosos.

—Pues no les hagamos esperar —respondió Magdalena, mientras cogía del brazo a su amigo en un gesto cargado de complicidad y agradecimiento.

La iglesia estaba llena de gente. A pesar de ello, Magdalena no podía apartar la mirada de los bancos más próximos al altar, donde se sentaban, desde hacía un buen rato, los familiares del viejo párroco, llegados a toda prisa de Tortosa, y del soldado que también había perdido la vida. Carbón hablaba nerviosamente con ellos, gesticulando histriónicamente, mientras miraba de reojo a las dos mujeres, que lentamente se dirigían hacia el lugar que debían ocupar.

Aquello no podía traer nada bueno.

Madre e hija fueron a saludar, pero el recibimiento fue tan frío y distante que rápidamente optaron por sentarse en el banco de las autoridades, donde el corregidor observaba la escena. Sin duda, el veneno que Carbón había inoculado en las mentes de los familiares de los difuntos, empezaba a hacer efecto. Pero solo hizo falta una mirada del corregidor para que el joven párroco volviera a ocupar su lugar en el altar mayor y dejara con la palabra en la boca a los familiares del soldado muerto.

—¡Venid aquí! —dijo el corregidor a Magdalena y a María.

Y mientras dudaban si sentarse en un lugar u otro, Carbón observaba, impaciente, desde el altar. Había pasado toda la noche en vela, embalando sus pocas pertenencias y atormentando su cuerpo hasta tal extremo que prácticamente era incapaz de mantenerse en pie. Con la carne desgarrada y la sangre caliente que se deslizaba por sus piernas, había tenido tiempo de reflexionar y había llegado a la conclusión de que tenía la obligación de vengarse. Ahora no era el momento, pero llegada la hora no dudaría en encender personalmente la pila de leña que habría de servir para quemar vivas a aquellas mujeres y, por qué no, también a la niña recién nacida que justo en aquellos momentos dormía plácidamente en la casa de la calle Mayor.

«La pequeña bastarda también quemará en la hoguera», pensó Carbón mientras se le escapaba una carcajada que captó inmediatamente la atención de los presentes.

—Señor vicario, deberíais empezar la ceremonia —dijo el corregidor, sorprendido por la impertinencia del joven—. Ya sabéis que os esperan en Tortosa.

Carbón se giró unos instantes hacia la imagen de Jesús que presidia el altar y, mientras se santiguaba antes de empezar la misa, no pudo evitar recordar una de las frases preferidas del viejo párroco, cuyo cuerpo ocupaba uno de los ataúdes que habían depositados a sus pies: «Viejo borracho, al final resultará que teníais razón cuando me decíais que la venganza es un plato que se sirve frío».

Y con una incipiente sonrisa en el rostro, que ni se molestó en disimular, indicó a todos los presentes que se levantaran y rezaran un padrenuestro en recuerdo de los difuntos.