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La feria de Valderrobres

La primera oportunidad que tuvo Salvador para comprobar hasta qué punto se había recuperado del ataque de Carbón, fue al cabo de un mes.

Coincidiendo con la celebración de la feria ganadera de Valderrobres —uno de los acontecimientos más importantes de aquellas tierras, que servía para reunir a ganaderos, campesinos, curiosos, charlatanes y músicos de todas partes—, Salvador había recibido una invitación del arzobispo Hernando de Aragón, en la que le pedía que fuera a visitarle al palacio.

Luna y María, inquietas por las oscuras premoniciones, quisieron acompañarle y aprovecharon la caminata para recoger setas y llenar tantas cestas como fuera posible de aquellos sabrosos frutos del otoño.

El fraile, que había conseguido escabullirse de sus devotos, saliendo del convento mucho antes del alba, llegó al pie de Lo Parot, el olivo milenario que tantas historias guardaba en su memoria, e iba en compañía del gran lobo blanco que no le quitaba ojo de encima y se mantenía atento a cualquier signo de desfallecimiento.

—Parece que, inexplicablemente, siempre está con aquel de nosotros que más le necesita —dijo Salvador a sus amigas, mientras acariciaba el lomo del animal.

—Salvador, la daga con la que te hirieron estaba impregnada con la leche de un boleto de Satanás como este —explicó María mientras habría una seta para enseñar el viscoso líquido de color azul que contenía—. Y solo habría bastado una pequeña cantidad más para matarte. Afortunadamente, Carbón cometió un error. No tuvo en cuenta que el potente veneno de esta seta pierde propiedades con el paso del tiempo, y sin duda untó el acero con una pasta seca de boletos de Satanás recogidos el año pasado. Si hubiera utilizado el líquido fresco que veis, no habrías sobrevivido.

Un escalofrío recorrió la espalda del fraile, consciente de que su vida había pendido de un hilo muy fino y que sin la intervención de sus amigas ya estaría muerto y enterrado.

A pesar de ello, la larga caminata campo a través hasta Valderrobres le sentó de maravilla y enseguida quiso olvidarse de lo que había sucedido, disfrutando del paseo y, sobretodo, dejando que sus sentidos se embriagasen con los obsequios que el bosque les regalaba tan generosamente.

Una vez llegados al pueblo, el fraile se despidió de las dos mujeres, que aprovecharon para pasear entre las paradas y los animales que estaban a la venta.

Sin perder tiempo, Salvador ascendió por las empinadas calles que conducían al castillo, que se levantaba majestuoso en el barrio más antiguo de la población, sobre el río Matarraña.

El arzobispo, según dejaba constancia en la invitación, tenía gran curiosidad por conocer a aquel fraile del que todos hablaban y a quien llamaban el santo de Horta.

Salvador, por su parte, agradecía la oportunidad que le ofrecía alguien tan importante para hablarle de las necesidades de todos aquellos que acudían al convento en busca de paz para sus almas y sus cuerpos.

El ambiente de fiesta que se vivía en el patio de armas, no impidió que los soldados de guardia, al ver a Salvador dirigirse hacia la entrada, hicieran su trabajo a consciencia.

Solo después de enseñar la carta firmada con el sello del arzobispo —el señor del castillo—, le abrieron las pesadas puertas que daban acceso a la planta baja del edificio, donde estaban las caballerizas y las estancias de los mozos de cuadra, que en aquellos momentos estaban muy atareados decorando de gala a un par de caballos.

Mientras esperaba la llegada de algún secretario personal del arzobispo, que pudiera llevarle ante la presencia del señor del palacio, el fraile se quedó maravillado con el ambiente que se respiraba. Decenas de sirvientes iban arriba y abajo de las escaleras, cargando cestos llenos con todo tipo de viandas, frutas y verduras, que sin duda deberían servir para llenar los estómagos de los invitados.

De repente, un muchacho apareció desde uno de los rincones de la sala, e inesperadamente Salvador tuvo un mal presentimiento. Era como si el joven paje le hubiera estado esperando con impaciencia, algo que le causó cierta desconfianza.

—¿Sois el fraile de Horta? —preguntó con un hilo de voz.

—Lo soy.

—Mi señor, el arzobispo, está atendiendo unas cuestiones muy importantes. Me ha pedido que os transmita sus disculpas por el retraso y me ha pedido también que, mientras esperamos, os enseñe el castillo —explicó el joven, mientras Salvador asentía, resignado.

Y así empezaron por la Sala Capitular, donde vieron los dos magníficos arcos de diafragma que sostenían las vigas de madera, y unos bancos de piedra adosados a los muros que se utilizaban para celebrar capítulos.

Una majestuosa escalera les condujo al distribuidor de la primera planta, desde donde se podía acceder al Salón de las Cortes —conocido como el Salón de las Chimeneas—, que solía usarse de comedor para las grandes ocasiones. A medida que visitaban las plantas superiores del castillo, el carácter del joven guía parecía irse oscureciendo y, aprovechando un momento en que estaban solos, el joven le empezó a hablar de los rumores que circulaban entre el servicio sobre los misteriosos gritos que se escuchaban durante la noche, procedentes de las profundidades del castillo.

Mientras el sirviente despertaba la curiosidad de Salvador —y susurraba el relato acerca de las figuras encapuchadas que hacían extraños rituales, protegidos por la complicidad de las sombras—, el arzobispo Hernando de Aragón mantenía una acalorada discusión en su despacho privado.

—Hay rumores que os acusan directamente de ser el responsable de los extraños sucesos que nos visitan cada noche. No estoy dispuesto a tolerar ningún tipo de comportamiento extraño. Por eso os he hecho llamar. Os ordeno que dejéis de bajar a las mazmorras del castillo con oscuras intenciones.

—Ni conocía la existencia de las mazmorras, ni es una cuestión que me importe lo más mínimo —mintió Carbón—. Si estoy aquí es para beneficiarme de vuestro magnífico clima y curarme de las fiebres que me han castigado el cuerpo desde hace meses.

—Si no fuerais el protegido de la Santa Inquisición, hace tiempo que os habría expulsado de mis tierras. Así que id con cuidado, porque a partir de ahora vigilaré todos vuestros movimientos —le advirtió Hernando de Aragón.

—Os equivocáis de persona, arzobispo. Yo solo soy un humilde servidor de Dios.

—Alejaos de mi vista y no olvidéis lo que os he dicho. Tomaos mis advertencias en serio, porque no volveremos a tener ninguna conversación más en este sentido.

Carbón, visiblemente desbordado por el ataque frontal y despiadado que acababa de recibir, decidió retirarse a su habitación. Su plan de venganza estaba a punto de culminarse y nada ni nadie, por muy arzobispo que fuera, iba a poder detenerle. Era evidente que la situación se le estaba escapando de las manos, así que, con el orgullo dolido, decidió jugar su última carta.

Con máxima cautela, Carbón desenrolló un papel y acto seguido, con la letra temblorosa, escribió una misiva dirigida a Diego Sarmiento, miembro destacado de la Santa Inquisición de Barcelona y buen amigo de la infancia. Además de explicarle cómo evolucionaba su sagrada misión, quiso aprovechar para manchar el buen nombre del arzobispo Hernando de Aragón, inventando falsas acusaciones en las que le tildaba de ser un ególatra que disfrutaba vejándolo en público y en privado.

Pero continuaba:

El fraile Salvador, el supuesto Santo de Horta, aquel a quien yo llamo el amigo de las brujas, sigue vivo. Y las dos mujeres, María y Luna, vecinas de Arnes, siguen asolando estas tierras con sus malas artes. Son esposas del Demonio y por este motivo os ruego que no demoréis más la sagrada cruzada que las eliminará de la tierra. Es necesario que abráis una causa a la mayor brevedad posible. Utilizad, en nombre de Dios, todos los medios que se encuentren a vuestro alcance para someterlas a la Verdad, y por esto os recomiendo que iniciéis diligencias contra el grupo de cinco ancianas con las que tan frecuentemente comparten ritos y reuniones secretas donde invocan al Maligno. Ellas confesarán. Y con su confesión caerán el resto de los herejes.

En cuando a vuestro amigo, el arzobispo Hernando, debo informaros que su compasión le convierte en un ser débil e inútil para nuestra causa. Con hombres como él, la Iglesia jamás conocerá el esplendor que le corresponde por la voluntad de Dios…

Mientras Carbón, intranquilo, ordenaba al mensajero que entregara la carta a la mayor brevedad posible, en otra habitación del castillo, Salvador, curioso, convencía al paje para que le acompañara hasta los oscuros pasadizos de donde procedían las extrañas voces que llenaban de terror las noches del castillo.

A pesar de la inusitada proposición, el joven la aceptó inmediatamente. De manera involuntaria, se le dibujó una media sonrisa en el rostro, hecho que hizo estremecer a Salvador y le recordó la sensación de desconfianza que había tenido al entrar en el castillo.

El trayecto fue largo y después de ser conducido a través de pasadizos y estrechas escaleras de caracol que se adentraban más y más en las entrañas del palacio, el fraile descubrió, desconcertado, el altar negro, los pergaminos y los instrumentos de tortura que se almacenaban siniestramente en la prisión.

Las paredes estaban salpicadas de sangre y, asustado, el fraile no se lo pensó dos veces. Quería correr hacia la puerta para pedir ayuda.

Pero era demasiado tarde, ya que, mientras Salvador estaba paralizado por los macabros descubrimientos, el joven paje —tal como le había ordenado su maestro— se había escabullido entre las sombras.

Cuando el fraile se volvió a encontrar cara a cara con el hombre que le había atacado días atrás, sintió como si la herida se le hubiera abierto otra vez.

—Hola de nuevo, amigo de las brujas —le dijo Carbón mientras cerraba la puerta a sus espaldas y escupía en el suelo—. Hasta ahora la suerte te ha acompañado y has evitado la muerte, pero hoy no fallaré.

—El arzobispo me está esperando y, si mi ausencia se alarga mucho más, el joven paje le dirá que estoy aquí, y entonces no tendréis ninguna escapatoria.

—¡Sois un iluso, Salvador! El arzobispo ni tan siquiera sabe que estáis en su palacio. La invitación os la envié yo mismo —dijo Carbón mientras sacaba de uno de los bolsillos una réplica exacta del sello del arzobispo—. Esta vez os estrangularé con mis propias manos, para asegurarme de vuestra muerte, y después tiraré el cuerpo al pozo para que os pudráis entre las ratas.

Salvador, que todavía era incapaz de entender lo que sucedía, siguió los movimientos de su enemigo y, forzando la vista por culpa de la escasa luz que iluminaba la sala, vio cómo Carbón retiraba la pesada tapa que cubría la boca del pozo y observaba el fondo, imaginando el momento en que el cuerpo del fraile caería, ya muerto, en las frías aguas del río que se intuían entre la oscuridad.

Muy lentamente —poseído por el instinto de supervivencia—, Salvador se fue retirando hasta ponerse detrás de una pequeña mesa de madera que había en uno de los rincones. Pretendía protegerse del inminente ataque.

De repente, Carbón se colocó en la mano derecha un puño de hierro medio oxidado, y de un salto, con una agilidad sorprendente, se plantó frente a la mesa.

Propinándole una patada, la envió muy cerca de la boca del pozo.

Salvador quiso retroceder para desembarazarse de su agresor y ganar un tiempo precioso para llegar a la puerta. Solo así podría dar la voz de alarma, pero al hacerlo tropezó con una silla, cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra la fría pared de piedra.

Sin pensárselo dos veces, Carbón se lanzó sobre el cuerpo medio aturdido del fraile y lo castigó con una serie de brutales puñetazos que le dejaron la cara y el pecho totalmente ensangrentados.

La sangre caliente y espesa manaba sin cesar de una de sus cejas y la boca.

Insatisfecho, el adorador de las sombras continuó su ataque despiadado, mediante patadas frenéticas, dirigidas al vientre y la cabeza del fraile, con el único objetivo de someterlo y humillarlo definitivamente antes de segarle la vida de raíz.

Con el cuerpo dolorido y la respiración entrecortada, Salvador no pudo hacer nada para defenderse de la terrible paliza, ni para evitar que Carbón lo arrastrara por el pelo a la muerte segura que le esperaba dentro del pozo.

En un último intento por sobrevivir —cuando ya podía oler la humedad que procedía del río que pasaba por el fondo de aquella puerta al infierno que se abría en las entrañas del castillo—, el fraile sacó fuerzas de donde no habían y tuvo la fortuna de cogerse a tientas de una de las patas de la mesa que había quedado milagrosamente colocada justo al lado de la boca del pozo.

Con un último esfuerzo, en una apuesta que significaba el todo o la nada, la empujó hacia las piernas de su enemigo con tanta fortuna que logró que este se tropezara.

Después de unos instantes de incertidumbre —justo el tiempo necesario para que la fuerza de la gravedad lo venciera hacia atrás—, Carbón, sorprendido e incapaz de aceptar una nueva derrota, perdió fatalmente el equilibrio y cayó al pozo.

«¡Hijo de puta!», fueron sus últimas palabras antes de precipitarse al vacío.

Salvador pudo escuchar con total claridad el crujido del cuello de Carbón cuando impactó contra las paredes de piedra que tapizaban el interior del pozo.

Instantes más tarde, el cadáver se precipitaba al río como un muñeco roto y se perdía de su vista, llevado por la corriente.

Con el cuerpo dolorido, Salvador huyó del castillo tan deprisa como pudo y, justo en el momento en que se reencontraba con sus amigas en el puente de piedra que unía el barrio antiguo con las nuevas construcciones del otro lado del río, el cuerpo de Carbón emergió a la superficie ante la mirada atónita de todos los presentes.

Sin fuerzas para dar ninguna explicación, Salvador cogió del brazo a las dos mujeres hasta que estuvieron bien lejos.

Cuando tomaron el camino de regreso a Arnes, se dejó caer desplomado por el esfuerzo.

Allí, junto a la sombra de unos olivos, les explicó todo lo que había sucedido en la mazmorra.

Mientras el fraile relataba el último encuentro con Carbón en el castillo de Valderrobres, el arzobispo Hernando, cansado de la soberbia de su invitado, ordenaba a sus sirvientes que registraran a conciencia todos los pasadizos subterráneos.

Fue al descubrir la existencia del altar negro, los pergaminos y los libros relacionados con la magia negra, cuando ordenó la inmediata detención de Carbón.

Aunque ya era demasiado tarde.

Su única opción fue contemplar, impasible, el cuerpo del hombre que había aparecido en el río con el cuello roto.

Ante este hecho, el arzobispo se dirigió a su despacho privado para escribir una carta dirigida a un viejo conocido, el inspector Francisco de Vaca, a quien explicó con todo lujo de detalles los abominables descubrimientos y su relación con el hombre muerto.

Hernando no lo podía saber, pero su carta significaba mucho más que el relato de un triste suceso. Él lo ignoraba, pero el contenido de aquella misiva llegaría a ser conocida por algunas personas que, muy lejos de allí, tenían el único propósito de reformar la Santa Inquisición. Empezaban a recopilar pruebas contra aquellos hermanos que se excedían en sus funciones, y pronto se les conocería como los defensores de las brujas.