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Siempre te querré

La carrera que mantuvieron a través de los caminos y los campos nevados, dejó agotados a Salvador y al médico.

A pesar del frío, lo primero que hicieron al llegar al molino de los Llop fue mojarse la cara con el agua que bajaba mansamente del río, entre las piedras y las placas de hielo.

Una vez recuperados del esfuerzo, no tardaron en darse cuenta que algo no andaba bien. Todavía no habían tenido tiempo de hablar con nadie, pero las caras largas y el ambiente sombrío que se respiraba eran indicios de que la muerte campaba a sus anchas por aquel lugar.

Salvador y el médico se miraron sin mediar palabra, pero tan pronto como entraron en el molino —donde muchos años atrás se acostumbraba a moler el trigo para hacer la harina con la que se mantenían muchas familias de la zona—, entendieron el motivo por el que las mujeres y los niños mostraban sus ojos empapados de lágrimas.

—¡Gracias a Dios que habéis llegado! —exclamó una mujer que, sin esperar ninguna respuesta, cogió del brazo al médico y lo arrastró hasta uno de los rincones más calientes de la sala, donde habían improvisado unas camas para María y Luna.

Salvador no era médico, pero el extraño aroma que provenía de aquel rincón le hizo estremecer. Él solo era un fraile, pero percibió enseguida que la cama ocupada por María desprendía olor a muerte.

—¡Por el amor de Dios! —gritó el médico al acercarse a las dos mujeres—. Traed agua caliente y jabón. ¡Lo necesito ahora mismo!

Una vez que los cuerpos estuvieron limpios de cualquier rastro de suciedad y sangre, el médico hizo una exploración más detallada de las secuelas del maltrato al que habían estado sometidos en manos de sus verdugos.

Y lo que descubrió le heló la sangre.

—¡No puedo hacer nada por ella, Salvador! —dijo mientras contemplaba horrorizado como la infección se había apoderado de las extremidades de María—. ¡No puedo hacer nada para salvarla!

—¿Y por Luna? —preguntó María con un hilo de voz.

Acababa de recuperar la consciencia, justo cuando en el momento en que el médico había confirmado el diagnóstico que ella ya sospechaba.

—Luna se recuperará, María —le confirmó el fraile mientras le acariciaba la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

—No me siento el cuerpo —dijo ella con sumo esfuerzo.

Ni Salvador ni el médico encontraron ninguna respuesta oportuna.

Era evidente que los verdugos habían hecho muy bien su trabajo y, premeditadamente, habían jugado con la vida de la mujer hasta el extremo de dejarla inválida de por vida.

Pero la realidad era mucho más cruda, y mientras María se esforzaba sin éxito por acercarse a su hija, sintió que algo se rompía en su interior.

—La quiero ver, Salvador —le rogó.

—Luna duerme, María. Y la prudencia nos dice que no os movamos hasta dentro de unos días.

—Salvador, por favor, déjame verla.

El fraile buscó la aprobación del médico, pero solo encontró un fugaz cruce de miradas que, sin decir nada, ya lo decía todo.

Armándose de valor, mientras buscaba en su interior cualquier vestigio de fortaleza que le permitiera soportar aquella situación, el fraile cogió en brazos a María y la depositó dulcemente junto a su hija.

—Es tan hermosa, Salvador…

—Tienes toda la razón del mundo. Luna es una muchacha muy hermosa. Como su madre…

—Salvador, tengo frío.

Cuando el fraile la tapó con el abrigo, se sintió mal. Y no era solo porque la vida de su amiga del alma se estuviera esfumando ante sus ojos. Se sentía mal porque en silencio no paraba de pedirle a Dios que Luna no se despertara en aquellos instantes, ya que estaba convencido de que la muchacha no podría soportar el hecho de presenciar la muerte de su madre.

—Salvador, quiero que me confieses —le dijo María tan pronto como el médico, consciente de la situación, se retiró discretamente para dejarles un poco de intimidad.

—Pero María, todavía hay mucha vida corriendo por tus venas para que quieras confesarte.

—No sabes mentir, Salvador…

—Sí, María, tienes razón. Nunca lo he sabido hacer —reconoció el fraile, mientras se arrodillaba al lado de su amiga.

—Te escucho, puedes empezar cuando quieras.

—La quiero más que nada en este mundo… —empezó a decir María.

—Ya lo sé, y no hace falta que me lo digas porque lo he sabido desde el mismo instante en que os vi jugando con las mariposas, a las puertas del convento.

—Entonces, ¿en qué me he equivocado? —preguntó ella, ante el asombro del fraile.

—¿A qué te refieres?

—Debería haber sido más cuidadosa. Si Luna está viva, es por casualidad.

—María, el azar no existe. Si tu hija vive es porque todavía tiene mucho por decir y por hacer.

—Cuida de ella, Salvador. Acompáñala hasta Barcelona. No descansaré en paz hasta que se encuentre bajo la protección de los Montcada. ¿Me lo prometes? —dijo María con gran esfuerzo.

—Tienes mi palabra.

—Gracias… —susurró al tiempo que empezaba a apagarse como una vela que se consumía antes de tiempo, a fuerza de brillar y llevar luz al corazón de los hombres.

Justo antes de que exhalara por última vez, todavía tuvo fuerzas para acercar los labios a la frente de su hija y susurrarle al oído unas palabras que hicieron llorar a Salvador.

—Siempre te querré —dijo María aprovechando el impulso de su última respiración.

El fraile se quedó arrodillado a su lado, destrozado por la pérdida de alguien que había sabido ganarse su estima como nadie en este mundo.

Y mientras le hacía la señal de la cruz, con el corazón encogido y los ojos llenos de lágrimas, tragó saliva al imaginar el momento en que debería dar la terrible noticia a Luna.

Por el momento carecía de fuerzas y, sin darse cuenta, apoyó su espalda contra la pared de piedra, quedándose medio dormido a los pocos minutos, mientras observaba cómo las mujeres del pueblo envolvían el cuerpo de María en unas sábanas blancas que olían a miel.

Más tarde, cuando Luna abrió los ojos, fue incapaz de ubicarse en un lugar que, a pesar del desconcierto, le era ligeramente familiar. Con el cuerpo dolorido y unos cuantos dedos rotos, todavía se pudo incorporar lo suficiente como para fijarse en el montón de paja que había ocupado su madre.

Y al verlo vacío, no fue necesario que nadie le diera explicaciones.

—Luna, hay una cosa que deberías saber —le dijo sin más Salvador, que se había despertado al mismo tiempo que la muchacha.

Pero la joven negó con la cabeza.

—No digas nada. Solo abrázame muy fuerte.

Ambos se fundieron en un eterno abrazo, y el fraile llegó a perder la noción del tiempo sin saber cuánto se mantuvieron en aquella posición.

Y, cuando quiso hablar con la muchacha, se dio cuenta de que se había dormido entre sus brazos, así que la depositó dulcemente sobre la paja y dejó que descansara.

Se estaba haciendo tarde y todavía quedaba mucho por hacer. Además, quería cumplir su juramento y se había prometido solemnemente que nada ni nadie podría detenerle.

Luna despertó bien entrada la mañana y lo que vio fue el hatillo que Salvador había ido a buscar a la casa de la calle Mayor. Al abrirlo no pudo evitar ponerse a llorar al pensar en su madre. La invadió un sentimiento de soledad totalmente desconocido. Y en compañía de aquel sentimiento tan intenso, se incorporó muy lentamente para mirar por la ventana.

Enseguida se sintió reconfortada con aquel paisaje y le vino a la cabeza la idea de que, a pesar de la muerte y la desolación, a pesar del frío y la pena, la naturaleza poseía una fuerza imparable. Se transformaba, estación tras estación, para llevar esperanza a los corazones de los hombres de todo el mundo.

«Si algún día pierdo la esperanza, me perderé a mi misma», recordó Luna mientras se atrevía a sonreír a pesar de las circunstancias.

En compañía de la muerte, la desolación, el frío y la pena, la joven quiso convencerse firmemente de que el futuro aún le tenía reservadas grandes sorpresas.

Había muerto María, su maestra, su ejemplo, pero debía seguir adelante y enfrentarse a la primera prueba de fuego que le demostraría de qué pasta estaba hecha: el entierro de su madre.

Cómo era de esperar, Salvador se hizo cargo de la ceremonia, sencilla y breve, tal como había pedido expresamente Luna, y una vez más, la plaza de la iglesia se quedó pequeña, inundada por caras serias y expresiones de tristeza.

Tan pronto como terminaron —y con la excusa de necesitar estar a solas—, Luna comenzó a observar el cielo buscando cualquier señal que le indicara que había llegado el momento de despedirse.

—¡Debemos apresurarnos! —le dijo a Salvador cuando vio la pareja de buitres que sobrevolaban sus cabezas.

Unos minutos más tarde, en la intimidad de la casa de la calle Mayor, y en aquella cocina que había sido testigo de tantos sucesos extraordinarios, Luna —tal como mandaba la Tradición— hizo un ritual que sirvió para despedirse de su madre tal como se merecía.

Después de quemar unas ramas de romero para perfumar el ambiente, Luna abrió el Libro de las Esencias de manera instintiva, dejando que los viejos folios cargados de conocimientos la inspirasen una vez más. Después de respirar profundamente, cerró los ojos y comenzó a pasar los folios esperando una señal que la hiciera detenerse en una página determinada.

El tacto de las hojas le resultaba áspero, oscuro e incluso mudo como la muerte, pero de repente el folio por el que pasaban sus dedos le pareció diferente, como hecho de seda, y enseguida lo tuvo claro.

Muy lentamente, Luna abrió los ojos y, cuando vio que el capítulo donde se había detenido, las lágrimas empezaron a humedecerle las mejillas.

Se trataba precisamente del que había escrito María solo unos cuantos días antes.

Con la cabeza enturbiada por las emociones, y acompañada en todo momento por el fraile Salvador —que la miraba con curiosidad—, comenzó a leer en voz alta lo que el destino había elegido para despedirse de su querida madre.

Luna leyó el contenido del capítulo muy despacio, entre risas y lágrimas de alegría. Y al finalizar, después de cerrar el libro con un respeto reverencial, le pidió al fraile que se sentara en una silla mientras ella, se colocaba a su espalda de pie y ponía las palmas de las manos sobre la cabeza de su amigo.

—No hables, Salvador, solo te pido que compartas conmigo un mensaje muy especial de mi madre.

Al sentir el calor de las manos de Luna, el fraile cayó rendido en un sueño en el que se veía paseando junto al mar en compañía de la hija de María.

Siguiendo las instrucciones de su amiga, después de descalzarse y adentrarse en el mar, enseguida se sintió como si fuera una gota de agua de aquel inmenso mar que se perdía en la lejanía; mucho más allá de lo que su mirada podía alcanzar.

«Todos somos como pequeñas gotas de agua», pensó Salvador. «Y solo cuando nos unimos bajo un propósito común, podemos conseguir la fuerza necesaria para cambiar las cosas».

El despertar del fraile fue muy dulce y, al ver los ojos cargados de vida de la joven Luna, fue consciente del regalo que Dios le había concedido al poder contar con la amistad de personas como ella y María.

—Siempre te querré —había dicho la muchacha para acabar el ritual con la mirada al cielo, y justo antes de que el cansancio la venciera de nuevo.

Salvador y Luna parecían haberse olvidado que solo unas calles más allá seguían retenidos los hombres causantes de la muerte de María.

Su liberación había sido acordada para aquella misma tarde. Los soldados serían obligados a dispersarse más allá de los límites de la comarca, mientras que Diego Sarmiento y Juan Malet serían conducidos a Tortosa, donde deberían separar sus caminos. El cazador de brujas, por indicación del inquisidor, iría a Valencia, donde permanecería hasta nuevas órdenes. Diego Sarmiento regresaría a Barcelona para entregarse, con total discreción, a la vida de lujo y excesos que tanto echaba de menos, y que tanto necesitaba para olvidarse de aquella mala experiencia.

Todavía nadie sabía si las vidas de todos ellos se volverían a cruzar más adelante.