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El primer capítulo

Cuando Luna despertó, no encontró ni leche ni dulces. Sobre la pequeña mesa de madera, lo único que había era un hatillo, cuyo contenido ya se podía imaginar antes de abrirlo.

Como había sucedido muchos años atrás, cuando Magdalena había cedido la protección del maravilloso tesoro a María, la muchacha también se entretuvo durante un buen rato en admirar las tapas de cuero y el extraño símbolo dorado, la luna creciente rodeada de estrellas que decoraba la portada del Libro de las Esencias. A diferencia de su madre, ella decidió saltarse las primeras páginas; el sagrado juramento que había unido para siempre la vida de María con el pliego de aquellas viejas páginas.

Su misión era otra. Ella era la Elegida, la heredera de los conocimientos que figuraban en aquel libro. Tenía hambre y para saciarse necesitaba el alimento que le proporcionaba cada palabra y cada pensamiento que allí habían escrito. Así que, ansiosa, y mientras María asomaba discretamente la cabeza por la puerta, Luna abrió el Libro de las Esencias por el primer capítulo y retrocedió en el tiempo para convertirse en la privilegia espectadora de un hecho que había sucedido muchos siglos atrás. Cuando toda una cultura estaba a punto de ser aniquilada por la ambición sin límites de uno de los imperios más poderosos que jamás hubieron pisado la tierra.

Mi nombre es Hera y soy una sacerdotisa druida.

He tenido un sueño. Y por este sueño he decidido rebelarme contra la más sagrada de las leyes de mi pueblo. Soy consciente de que mi acto está castigado con la muerte y el olvido, pero he tenido un sueño y lo que he visto me causa tanto dolor que estoy convencida de que no tengo ninguna otra elección. Las generaciones futuras decidirán si mi sacrificio merece la pena o no. Si mi sacrilegio ha sido justificado o no. Pero hoy, primer día del nuevo año, he decidido dedicar el poco tiempo que me queda a preservar la memoria de nuestras costumbres, de mi pueblo, de hombres y mujeres sentenciados a morir y a desaparecer por culpa de los invasores.

Esta es la historia de mi pueblo y ahora que en los bosques retumban sin cesar los tambores de guerra, me parece necesario transgredir nuestra ley más sagrada, la que nos prohíbe dejar constancia escrita de nuestro saber, para que nuestro paso por estas tierras no haya sido estéril, como la flor que se marchita en pleno verano, sin apenas haber tenido tiempo de mostrar al mundo toda su belleza.

Nos persiguen porque nos temen. Y los dioses ya no pueden hacer nada para detener el avance implacable de las legiones romanas que aniquilan todo lo que encuentran a su paso: hombres, mujeres, niños, risas y canciones.

Ahora se han fijado en nosotros. Nuestros árboles se queman y nuestros hombres mueren en el campo de batalla. El futuro se agota como el agua del río en tiempo de sequía y por eso he decidido retirarme a las profundidades del bosque sagrado, en compañía de robles centenarios, muérdago y encinas para conservar la cabeza clara y pensar en lo que somos y en lo que hacemos, antes de que el acero de nuestros enemigos me envíe a un viaje sin retorno al más allá.

Y después de haber visto la cara de terror grabada en el rostro de los niños, la única respuesta que quiero encontrar es: ¿qué es lo que hace hombre al hombre? ¿Sus actos? ¿Sus palabras? ¿El legado que deja a sus hijos?

Luna leyó lentamente el testimonio de Hera. Sin prisas. Sintiéndose cómplice, en todo momento, del amor que sentía la vieja druida por su pueblo.

Era el mensaje desesperado de alguien que, como ella, había sido perseguida por sus creencias y solo se dio cuenta de que estaba llorando cuando una lágrima cayó sobre la página que leía y difuminó ligeramente la tinta con la que se había escrito la palabra esperanza.

«Si algún día pierdo la esperanza, me perderé a mí misma», reflexionó Luna antes de cerrar el Libro de las Esencias y levantarse para ir a ayudar a su madre a preparar el almuerzo.

Sin más, entró en la cocina arrastrando los pies y, al ver el rostro de María embadurnado de harina, cogió uno de los trapos colgados cerca del fuego y, con mucho cuidado, le limpió la cara hasta no dejar ni el menor rastro de polvo blanco.

Aquel sencillo gesto despertó en María unos recuerdos muy lejanos y sonrió satisfecha. Era consciente de que el ciclo de la vida, a pesar de las dificultades y los contratiempos, seguía su curso inexorable hacia lo desconocido.

Siempre hacia delante. Sin importar lo que pasara.