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Los milagros del fraile

El verano avanzaba y ya había llegado a mediados de agosto. Apenas había salido el sol cuando las principales autoridades de Horta aparecieron delante de la puerta del convento preguntando por Salvador. El fraile, recién levantado, no se sorprendió. Hacía días que tenía el convencimiento de que aquel momento llegaría tarde o temprano.

Sobre todo, desde que los grupos de forasteros que le iban a visitar buscando consuelo para sus males, eran cada vez más numerosos.

—Salvador —dijo el corregidor—, se está extendiendo el rumor de que eres capaz de hacer milagros. Nosotros somos hombres sencillos y no podemos cuestionar los designios de Nuestro Señor, pero nos preocupa que estas tierras se conviertan en un punto de reunión para indeseables y delincuentes que quieran aprovecharse de las desgracias ajenas.

—Entiendo y comparto vuestro malestar. Hacéis bien en preocuparos, porque todavía ha de venir mucha más gente de la que podáis imaginar. Por eso os pido, como medida de precaución, que preparéis una gran hospedería con abundancia de comida porque Dios quiere obrar maravillas en este convento. Solo si sois previsores podréis evitar lo que tanto teméis.

Las autoridades regresaron al pueblo con un sentimiento dividido sobre lo que debían hacer. Había quien daba crédito a la advertencia del fraile, pero otros no, así que finalmente decidieron no hacer demasiado caso de sus palabras y se limitaron a permanecer en alerta. Eso sí, desalojando preventivamente la prisión de los borrachos y los alborotadores que la ocupaban.

Y solo unos días más tarde, dos mil enfermos llenaron las calles de Horta.

—¿Dónde podemos encontrar al hombre santo que hacía tantos milagros en Tortosa? —preguntaron los recién llegados a un grupo de vecinos.

—Allí, en el convento —respondieron sorprendidos por la gran cantidad de gente que no paraba de llegar.

Los peregrinos llamaron a la puerta del convento, pidiendo a gritos por el hermano Salvador, que se presentó consciente de lo que esperaban de él. Sin perder más tiempo, les pidió que fueran a confesarse, hicieran la comunión y rezaran a la Virgen María. Cuando hubieron terminado, el hermano Salvador los bendijo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y todos los enfermos quedaron milagrosamente curados.

Tal como había previsto el fraile, aquella fue solo la primera de las riadas humanas que, a partir de aquel día, iban a invadir el convento. El nombre de enfermos que acudían a aquel remoto pueblo de la Terra Alta, desde toda la Península, aumentaba día tras día, hasta que a finales de verano se calculó que había más de seis mil personas acampadas bajo los árboles que crecían en los alrededores del convento.

Y con ellos, tal como habían temido las autoridades, llegaron también los delincuentes y los buscavidas.

Lo peor de todo aquello era que, entre aquel numeroso grupo, había alguien que quería aprovechar la oportunidad para impartir justicia.

Así pues, el día a día de Salvador resultaba extenuante, y le costaba acostumbrarse a todo aquel alboroto. Siempre que podía, aprovechaba para retirarse un rato a la soledad de las montañas para descansar y meditar sobre todo lo que estaba sucediendo y que, en tan poco tiempo, había llegado a cambiar su vida de una manera tan significativa.

Echaba de menos a sus amigas y también los momentos de intimidad con Dios.

En una de aquellas tardes de soledad, un fuerte ruido le despertó de repente de su meditación y le obligó a emprender una carrera loca hacia el convento. Desde su refugio, Salvador había escuchado claramente los gritos de alguien que hablaba un idioma desconocido. Los gritos resonaban con tanta potencia que enseguida supo que se trataba de una endemoniada. Alguien que jamás acostumbraba a presentarse de aquella manera. Y menos con tantos testimonios.

Al llegar a la explanada, enseguida se dio cuenta del motivo que provocaba todo aquel alboroto. Desgraciadamente, no se había equivocado en las predicciones. Cinco hombres se agolpaban alrededor de una joven a quien habían atado con cadenas. A pesar de la evidente fuerza de los hombres, no conseguían inmovilizarla. Poseía una fuerza sobrenatural y los maldecía en una lengua que no comprendían.

Cuando Salvador les pidió que la llevaran a la iglesia, la muchacha, presa de un ataque de furia, rompió las cadenas y se escabulló de sus guardianes para perderse entre unos pinos.

Salvador, consciente de que se trataba de una posesión, ordenó a los hombres que fueran hacia una pila de leña que había en un claro del bosque, donde la encontraron escondida bajo unas ramas.

—Espíritus inmundos —dijo Salvador—, en nombre de la Santísima Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, os ordeno que salgáis de esta criatura.

—No saldremos —respondieron los demonios—. Ella, ahora nos pertenece.

El fraile repitió la orden y Dios obligó a los demonios a obedecer y a abandonar el cuerpo de la joven.

—Ya estás curada, hija mía —le dijo el fraile—. Mira de servir a Dios a partir de ahora y evita el pecado, si no quieres que los demonios que hemos ahuyentado vuelvan a tener poder sobre ti.

El vicario Carbón, camuflado entre la gente, observaba incrédulo lo que acaba de suceder. Enseguida la incredulidad se transformó en desesperación por la incapacidad que sentía para superar los poderes de Salvador y sus dos amigas.

«Debería matarlo ahora mismo», se dijo mientras acariciaba la empuñadura de la daga que llevaba escondida entre la ropa. «¡Maldito seas tú y las brujas con quienes compartes amistad!».

Y víctima de un ataque incontrolado de ira, se abrió paso entre la gente.

Poco a poco, fue desenvainando la daga y, en el momento oportuno, sintió como el acero atravesaba la carne de su víctima.

La estocada fue poco profunda, menos de lo que Carbón hubiera deseado, pero confiando en la potencia del veneno con el que había untado el filo de su arma, se sintió satisfecho.

Considerándose vencedor, todavía tuvo la desfachatez de plantarse frente al fraile y susurrarle unas palabras al oído.

—¡Estás muerto, defensor de las brujas! Mi nombre es Carbón y puedo asegurarte que muy pronto arderás en el infierno en compañía de las dos mujeres que siempre te acompañan.

Salvador, que no entendía nada de lo que estaba sucediendo, puso la mano instintivamente en el costado donde momentos antes había sentido el pinchazo y, al notar la sangre, intentó moverse en la dirección por donde huía su agresor.

Pretendía encontrar alguna explicación a aquella locura, pero el cuerpo no le respondió. Estaba paralizado.

Mientras se desplomaba como un peso muerto contra el suelo, todavía tuvo tiempo de dedicar unos pensamientos a María y Luna. Después, el mundo desapareció de su vista, ante la mirada estupefacta de sus fieles seguidores.