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La tormenta de nieve
El cielo estaba cargado de nubes bajas de tonalidad negra y grisácea que impedían el paso del sol.
Y lo que más aterrorizó a María fue la impresionante cortina de nieve, impulsada por un viento huracanado, que dejaba a su paso un rastro helado.
Bajo aquel espeso manto de varios metros de grosor, toda muestra de vida había sido engullida.
Obviamente, con aquel tiempo, cualquier intento de fuga estaba condenado al fracaso.
María era consciente de ello, y no pudo evitar que se le escapara un grito de desesperación que al acto despertó a Luna.
—¡Madre! ¡Madre! ¿Qué pasa?
Pero la joven no recibió ninguna respuesta. Al entrar en la habitación vio cómo su madre señalaba en dirección al paisaje blanco.
Enseguida comprendió que estaban atrapadas.
Los primeros copos de nieve habían caído durante la noche sin avisar. Según decían los campesinos, todavía quedaban algunas semanas antes de que la nieve se instalara en la zona, como era costumbre. Pero aquel año el mal tiempo se había adelantado, y se comportaba como el joven caprichoso que juega, inconsciente, con la vida y la muerte.
Por la mañana, los niños jugaron con la nieve que tapizaba el paisaje, pero cuando las temperaturas empezaron a caer y el espesor de la nieve aumentó hasta que fue imposible andar por las calles, las risas y los juegos dejaron paso a rostros serios que parecían vaticinar la catástrofe.
Solo un par de horas más tarde, la nevada era tan intensa que no se podía ver más allá de sus narices, y los pocos que se atrevían a salir del calor de los hogares lo hacían por pura necesidad o para ir en busca de leña a los corrales.
El crudo invierno se había adelantado varios meses y la tormenta de nieve tenía la intención de quedarse durante muchos días, como el inesperado invitado que, además, abusa de la generosidad de los anfitriones alargando egoístamente su estancia.
Cuando, horas más tarde, el fraile se personó en la casa de la calle Mayor, la cara de sorpresa de las dos mujeres fue mayúscula.
—¡Salvador! —gritó María apenas verlo—. ¿Cómo has podido llegar hasta aquí? ¡Qué alegría verte!
—¡La suerte me ha acompañado! He andado durante horas con la nieve hasta el pecho, pero por suerte el lobo blanco me abría paso. Sin duda, me ha salvado de una muerte segura cuando se ha roto el hielo que cubría el río.
—¿Entonces, él también está bien?
—Sí, Luna, no te preocupes por tu amigo.
—¿Traes noticias? —preguntó María cortando nerviosamente las explicaciones de Salvador.
—La caravana llegó ayer a Horta y esta mañana ha entrado en el pueblo un segundo grupo de hombres armados. Parecía gente importante.
—¿Y entonces, qué podemos hacer? —dijo Luna—. ¡Los caminos están cortados!
—Lo único que podemos hacer es esperar y confiar en que el mal tiempo os conceda la tregua que os permita escapar —respondió Salvador mientras, un poco más recuperado del frío, bebía el caldo caliente que le había llevado María.
«Puede que lo que esté escrito no se pueda cambiar», pensó María mientras miraba con preocupación a su hija.