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Carnaval
A pesar de que durante siglos numerosos reyes, obispos y hasta la misma Inquisición habían luchado para eliminar del calendario la celebración de aquella fiesta de raíces paganas, el ambiente que había en el comedor de la fonda era magnífico.
Habían retirado las mesas y las sillas y la música sonaba sin cesar mientras los asistentes bailaban ajenos al mal tiempo que castigaba sin compasión las calles.
La mayoría llevaban puesta una máscara y los disfraces eran objeto de los comentarios de todo el mundo, porque se trataba de descubrir quien se escondía detrás de ellos.
Juan Malet, que había llegado el día anterior, observaba escandalizado el espectáculo, que para él era una clara demostración del poder del Diablo. En condiciones normales, jamás habría acudido a una fiesta como aquella; bien al contrario, hubiera hecho todo lo posible para evitar la celebración. Pero el trabajo era el trabajo, y por mucho que se le revolviera el estómago y por mucho asco que sintiera, si quería alcanzar su objetivo, necesitaba estar en aquella fiesta.
Algo más tarde, cuando ya había apurado las dos jarras de vino servidas por la mesonera, entraron dos mujeres.
Por fin, su larga espera se veía recompensada.
Cuando se quitaron los abrigos, a Malet no le costó reconocer a Luna.
La joven iba disfrazada con un vestido sencillo, pero muy elegante, y su rostro estaba cubierto por una máscara dorada, decorada con plumas pintadas de color rojo.
En general, el conjunto la hacía especialmente atractiva a los ojos de cualquiera. Quizás era por el contraste de colores, o quizás por su cabellera ondulada que llevaba sin recoger. Fuera lo que fuera, la cuestión era que la joven desprendía magia, y allí donde iba provocaba tantas miradas de admiración como de envidia.
La espera había valido la pena, y con una maliciosa sonrisa esbozada en el rostro, oculta bajo una máscara negra, Juan Malet se acercó a la joven entre evidentes muestras de embriaguez. Quería pedirle un baile.
Luna aceptó tímidamente, mientras buscaba con la mirada la aprobación de su madre, que en aquellos momentos estaba distraída conversando en el punto opuesto del comedor.
—¿Sabes quién soy? —preguntó el hombre a Luna, mientras el olor a alcohol provocaba una mueca de asco en la muchacha y él la apretaba cada vez con más fuerza contra su cuerpo.
Luna se sentía incómoda por el extraño comportamiento del hombre, pero sobre todo por el hedor que desprendía. Un olor nauseabundo, que a pesar de estar muy disimulado por el aroma del vino, le recordó a la mismísima muerte.
—Eres muy hermosa —dijo Malet, mientras una de sus manos bajaba lentamente por la espalda de la joven hasta llegar a la altura de las nalgas.
Luna, en un primer momento, apenas pudo reaccionar, pero enseguida se dio cuenta de las intenciones de su compañero de baile y, enojada por su actitud, lo empujó para alejarse de él. Acto seguido corrió al lado de su madre.
—¡Madre!
—¿Qué pasa, Luna? —preguntó María, desconcertada.
Y antes de que su hija pudiera responderle, Juan Malet, que se había acercado rápidamente a las dos mujeres, las interrumpió mientras las cogía descaradamente por la cintura.
—Tienes una hija muy hermosa, María.
—¿Quién sois? ¿Nos conocemos? —dijo mientras se deshacía del abrazo del hombre y se situaba delante de su hija.
—No lo creo, solo soy un humilde cazador…
—Entonces, ¿sois el hombre de quien me habló mi hija? ¿Qué se os ha perdido aquí? ¿Cómo sabéis mi nombre?
—Solo estoy haciendo mi trabajo, mujer —aclaró el asesino.
—¿Y puedo saber qué cazáis con este tiempo?
—Muy sencillo, María. ¡Cazo brujas!
Al escuchar aquellas palabras, ambas se quedaron petrificadas; más todavía cuando Juan Malet, muy lentamente, se libró de la máscara que le cubría el rostro y soltó una sonora carcajada que pasó inadvertida para la gran mayoría de los que en aquel momento bailaban desenfrenadamente.
María, paralizada, solo fue capaz de fijar su mirada en la del hombre y, comprobar aterrorizada, que los ojos azules y fríos como el hielo del asesino le atravesaban el alma como cuchillos.
Se quedó sin respiración hasta que pudo reaccionar cuando su hija, arrastrándola del brazo, la llevó a casa entre las calles nevadas.
—Madre… —dijo Luna mientras le quitaba el abrigo de lana—. ¿Quién era aquel hombre?
—¿Qué?
—¡Madre, te estoy preguntando por aquel hombre! —gritó Luna asustada, buscando respuestas.
—¡Ese hombre es nuestra perdición, hija! ¡Nuestra peor pesadilla! —respondió María, mientras se estremecía al recordar la sensación que había tenido al ver los ojos de su agresor.
La mirada que había soñado durante tanto tiempo.