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El Delta del Ebro

La navegación fue plácida y tranquila hasta la desembocadura misma del río. El trayecto les había llevado menos tiempo de lo previsto, y Luna y Salvador habían disfrutado como niños haciendo buena parte de la travesía con los ojos cerrados, por el simple placer de soñar despiertos en compañía de los cantos de los pájaros y la relajante brisa que les refrescaba.

Cuando llegaron a la altura del pequeño pueblo de Jesús y María, hicieron una parada para reponer fuerzas y pescar algo con la que acallar sus estómagos, cada vez más ruidosos.

El joven grumete, que evidenciaba una habilidad sorprendente, a ratos impulsado por una larga vara con la que empujaba el llagut, demostró ser también un pescador experimentado. Con la ayuda de una pequeña red, y en el tiempo justo de encender una hoguera en la playa fluvial donde se habían detenido, apareció con un suculento cargamento de pescado que asaron lentamente sobre las brasas.

—Prefiero las costillas de cordero, pero he de reconocer que este pescado está delicioso —confesó Luna, mientras le daba un afectuoso golpe en el hombro de Salvador.

Comían a la fresca de un frondoso bosque de ribera que rebosaba vida por todas partes, y Arnau no tardó en explayarse, explicando viejas historias de intrépidos piratas en las que la realidad se fundía sutilmente con la fantasía. Con ello lograba crear una atmósfera de suspense que les mantenía a todos con los ojos abiertos como platos.

Pero si había algo que tanto Luna como Salvador recordarían durante el resto de sus días, fue la espectacular llegada a la desembocadura del río, iluminada por un espléndido sol que apareció repentinamente de entre las nubes y que parecía dedicarles una sonrisa desde el cielo, mientras la suave brisa acariciaba sus rostros.

Desde hacía miles de años, los sedimentos arrancados en la cabecera del río se habían ido depositando en su confluencia con el mar, hasta crear una flecha de arena y tierras húmedas que se adentraban muchos kilómetros en el agua salada.

Al poco de llegar, la agradable brisa que les había acompañado fue transformándose en duras rachas de viento del norte, que hizo temer a Arnau por la seguridad del barco y la carga que poco a poco llenaba su bodega en las salinas de la punta de la Banya.

Por tal razón, y después de dejar a Luna y Salvador muy cerca de la torre de vigía del Garxal, en compañía del grumete, partió a toda vela para reunirse con la tripulación del Rosa de los Vientos y acelerar y controlar los trabajos de estiba.

—Es más seguro que os quedéis aquí, en el faro —les había dicho el capitán momentos antes de irse rápidamente hacia las salinas—. ¡Mañana nos encontraremos en la bahía del Fangar!

—¡Ve con cuidado! —le gritó Salvador, preocupado.

Pero Arnau, que estaba hecho todo un lobo de mar y tenía una dilatada experiencia y muchas millas a sus espaldas, había salido disparado.

Con los ojos medio cerrados por culpa del agua salada que le salpicaba violentamente la cara, y los labios llenos de salitre, tomó rumbo a su barco.

Al mismo tiempo, el joven grumete, con una inmensa sonrisa, tranquilizó a Luna y Salvador, y les hizo una propuesta que los dejó boquiabiertos.

—Mi abuela vive muy cerca de aquí. Así que si queréis, podemos pasar la noche en su barraca. Así podremos cenar caliente…

—¿No es peligroso andar con esta ventisca? —preguntó Luna mientras esperaba la reacción de Salvador.

Pero el joven grumete, que ya había empezado a andar, se detuvo un momento y, mientras clavaba la mirada en Luna, añadió con voz temblorosa:

—¡Por favor, acompañadme! ¡Mi abuela te espera desde hace mucho tiempo!

Aquellas misteriosas palabras consiguieron despertar una sensación medio adormecida en el interior de Luna.

Y a pesar del fuerte viento que levantaba con violencia diminutos granos de arena que insistían en metérseles en los ojos y la boca, avanzaron a buen ritmo.

En un suspiro llegaron a la playa de la Marquesa, desde donde, una vez más, comprobaron la fuerza de la naturaleza. La espuma de las olas rompía a unos pocos metros de donde caminaban, y sobre sus cabezas observaron extasiados los bailes de las gaviotas que se dejaban llevar cada vez más alto por las corrientes de aire.

Cuando llegaron a la altura de una balsa, rompieron por un camino que se adentraba otra vez en tierra firme, hasta que en el horizonte descubrieron una barraca de paredes blancas que a Luna le hizo recordar viejas historias que le explicaba su madre al lado del fuego.

Después de entrar y dar una vuelta por la casa, comprobaron que no había nadie.

—Mi abuela debe estar recogiendo hierbas —dijo el grumete mientras fijaba la mirada en Luna—. Salvador, si te parece bien, podemos ir a buscar un poco de leña. Así ya tendremos el fuego preparado para cuando regrese.

—¿Y yo que puedo hacer mientras tanto? —preguntó Luna.

—Podrías acercarte a la laguna y traer las anguilas que se hayan quedado atrapadas en las trampas. Sigue este sendero hasta el final. Ya verás cómo está mucho más cerca de lo que parece.

Luna, inquieta desde el mismo momento en que el muchacho le había hablado de su abuela, respiró profundamente y, desconcertada, se despidió de Salvador.

El sendero estaba flanqueado por cañaverales de una altura que superaba de largo el cuerpo de la joven y, a pesar de la extraña sensación de ahogo, Luna se esforzó para llegar a su destino.

Pero en más de una ocasión sintió la necesidad imperiosa de volver sobre sus pasos y empezar a correr para refugiarse en la seguridad de la barraca.

Sin saber muy bien por qué, enseguida le vino a la memoria el camino iniciático que muchos meses antes había recorrido sola hasta la cima de la montaña de Santa Bárbara, en Horta de Sant Joan.

Y aquel recuerdo la reconfortó paulatinamente, hasta que, de repente, descubrió delante de sus ojos una gran laguna donde había centenares de flamencos de plumas rosadas que manchaban las aguas de mil colores.

Era como una masa viva de tonos blancos y rosas que dejaron a la joven con la boca abierta.

Luna, tal como le había indicado el joven grumete, encontró las trampas con facilidad y, después de descargar las anguilas en el cesto de mimbre que había cogido al salir de la barraca, inició el camino de regreso justo en el momento en el que el sol se ponía y una nube de mosquitos se elevaba de los márgenes de la laguna, dirigiéndose a gran velocidad hacia ella.

Al sentir el escozor de las primeras picadas, Luna empezó a correr y, justo cuando conseguía salir del cañaveral, se detuvo al ver en la lejanía una figura encorvada que a pesar del viento, y a pesar de avanzar pesadamente con la ayuda de un bastón, desprendía una dignidad que le recordó a su querida madre.

Sin pensárselo dos veces, Luna se dirigió hacia la etérea figura que se había detenido para contemplar el mar en medio del temporal. La joven se acercó muy lentamente, con prudencia, mientras el regusto salado del mar le rondaba la boca. Misteriosamente, como si fuera un sueño, con cada paso que daba le venían a la cabeza imágenes inconexas y fantasmagóricas en las que su madre y su abuela Magdalena acompañaban un grupo de mujeres de rostros desconocidos y formas difusas.

Solo cuando vio con claridad la cara de la mujer, se dio cuenta de que era una de las que, en aquel sueño despierto que acababa de revivir, aparecía al lado de su madre.

—¿Quién sois? —preguntó Luna mientras se detenía a su lado y notaba cómo el corazón se le aceleraba.

—Una amiga, querida —respondió la misteriosa mujer con un tono de voz que reconfortó inmediatamente a la joven.

—¿Nos conocemos, verdad?

—Sí, nos conocemos.

—¿Pero, quién sois? —insistió Luna—. Sé que nos conocemos, pero solo tengo vagos recuerdos.

—Cuando eras una niña te tuve en mis brazos muchas veces. A ti, y en su día también a tu madre, María —aclaró la mujer.

—¡Pero no os recuerdo! —insistió Luna mientras reprimía las ganas de llorar.

—No me recuerdas porque todo el dolor y el sufrimiento que has vivido durante las últimas semanas ha dormido lo que se estaba despertando. Pero no te preocupes, porque hoy volverás a recordar.

—¿Pero, quién sois? ¿Qué sabéis de mí? —quiso saber Luna mientras sentía como caían las primeras lágrimas.

—Eres Luna, la hija de María y Martín. Eres la nieta de Magdalena y la legítima heredera de la Tradición. Eres la Elegida. ¿Necesitas que te diga algo más para que te sientas entre amigos?

—¡Sí, lo necesito! ¡Basta de misterios, por favor!

—Luna, yo soy aquella que habla con los muertos. Tengo ese don. Mi nombre es Sara, y puedo decirte que tus padres siempre estarán a tu lado para guiarte y acompañarte hasta el fin de los tiempos.

Al escucharla, Luna no pudo evitar abrazar a la mujer durante un largo rato para consolarse.

Simplemente, cerró los ojos para rendirse a la sensación de bienestar y seguridad que la rodeaba, y que le recordaba a lo que sentía al abrazar a su madre.

—¿Cómo podíais saber que yo venía? ¿Cómo podíais saber lo que ha pasado?

—Me lo ha contado el viento, hija mía… —respondió la mujer mientras le besaba la frente—. Lamento de todo corazón la muerte de tu madre —añadió entre lágrimas.

Luna cayó de rodillas y llevó la cabeza hacia delante hasta que notó el contacto de la arena húmeda de la playa, y de repente sintió como la invadía una inmensa pena que había permanecido enterrada en su alma.

—Llora, niña, llora hoy todo lo que no pudiste llorar en su momento —añadió Sara, mientras se retiraba unos metros de la muchacha para sentarse sobre una pequeña duna que se levantaba a unos metros.

Y Luna perdió la noción del tiempo.

Con cada lágrima que derramaba sentía que una fuerza desconocida, pero liberadora, crecía imparable en su interior.

Cuando la luna llena las visitó, Sara ayudó a levantar a Luna, y después de besarla en las mejillas, la cogió de la mano y la llevó por caminos y senderos perdidos mientras le hablaba sin parar de secretos casi olvidados.

Al mismo tiempo, la muchacha se esforzaba en recordar, consciente de la importancia de aquel encuentro.

—Las cosas que te he explicado resumen todo lo que yo sé, querida niña, y deseo que ayuden a que puedas hacer realidad tu propósito. Tu futuro se me aparece luminoso.

Luna asintió con la cabeza y se dio cuenta de que lentamente se iban acercando a la barraca donde esperaban, como lobos hambrientos, Salvador y el joven grumete.

Durante la cena, que consistió en diferentes platos provistos de ancas de rana fritas, anguila guisada y pato salvaje, apenas hubo tiempo para las palabras.

Y el último pensamiento que tuvo Luna antes de dormirse rendida, y con la panza bien llena, estuvo dedicado al magnífico banquete recién devorado.

De buena mañana, cuando Luna, Salvador y el grumete tomaron el camino que les llevaría a encontrarse con Arnau, Sara ya hacía rato que había salido de la barraca para perderse, un día más, entre los misterios y los secretos del Delta.

Mientras Luna acariciaba el collar de pechinas que Sara le había regalado y olía el ramo de artemisa que se había encontrado al lado de su almohada, la bahía del Fangar se presentaba imponente frente a sus ojos.

Y en la lejanía no tardaron en divisar la silueta del Rosa de los Vientos, cargado hasta arriba de sal, regaliz y sanguijuelas, y listo para levar anclas y poner rumbo a Barcelona.

—¡Me alegro de veros! —dijo el capitán Arnau cuando se reunió con los tres compañeros—. Tenemos el viento a nuestro favor y no quiero perder ni un minuto más, ¡así que preparaos para el viaje!

Mientras desde un bote se cargaban los últimos barriles llenos de sal, Salvador aprovechó para comentar al capitán un hecho que, hasta aquel momento, le había pasado por alto.

—Arnau, cuando nos acercábamos al barco he visto en el horizonte una nube de velas que se dirigían hacia aquí.

—¿Barcas de pesca?

—No lo tengo claro. Pero me ha parecido ver que, entre todas ellas, había una negra.

Arnau dejó al fraile con la palabra en la boca y, con la preocupación dibujada en el rostro, se fue rápidamente a buscar un catalejo.

Cuando miró en la dirección que le había indicado Salvador, el capitán empezó a gesticular visiblemente nervioso y, con toda la fuerza albergada en sus pulmones, ordenó izar el ancla inmediatamente y soltar todas la velas.

—¡Por vuestras vidas, corred todos a vuestros puestos y vayámonos enseguida! ¡Los piratas bereberes están aquí!