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A las puertas de la ciudad
El resto de la singladura, después del susto vivido en la desembocadura del delta del Ebro, se convirtió en un auténtico viaje de placer para Luna y Salvador.
La muchacha, colmada de atenciones y muestras de simpatía por parte de toda la tripulación, disfrutaba como una niña viendo las piruetas de los grupos de delfines que emergían de las profundidades del mar.
Jugaban con la estela de espuma que el casco de la nave iba arando en las aguas de un Mediterráneo que, definitivamente, le había robado el corazón.
El Rosa de los Vientos llegó a Barcelona con las primeras luces del día y, para sorpresa de Luna, la vista que veía desde la cubierta se correspondía punto por punto con la imagen visionada en su camino iniciático y en algunos sueños.
La única diferencia era que ni su madre ni el gran lobo blanco podrían compartir con ella la emoción del momento.
Si Tortosa la había impresionado, la vista de Barcelona desde el mar la dejó sin palabras.
En la cima de la montaña de Montjuïc, San Ferriol, la torre de vigilancia y defensa que tantas veces había dado la voz de alarma frente la llegada de los invasores, parecía contemplar, esta vez con total indiferencia, un enjambre de barcos amigos.
Embarcaciones de vela y de remos, que llenaban el mar, sereno y calmado como un espejo.
Entre las naves, galeras y llaguts, había algunas que, ya ancladas, se balanceaban plácidamente al ritmo de las olas. Otras maniobraban lentamente, buscando el mejor lugar donde detenerse para descargar las bodegas.
Al mismo tiempo, los timoneles vigilaban atentamente los numerosos bancos de arena, así como las traidoras rocas que habían herido mortalmente a más de una embarcación, enviándola para siempre al fondo del mar.
La fachada marítima de Barcelona, abierta a las saladas aguas desde los orígenes de la ciudad, había sido fortificada con la muralla del Mar por orden del Consell de Cent a raíz de la aparición, un día de junio de 1359, de una escuadra de naves castellanas y genovesas que pretendían atacar la ciudad.
A raíz de aquella incursión, las autoridades tuvieron que aceptar la necesidad de amurallar la ciudad, además de levantar torres de defensa y abrir diferentes portales para asegurar el paso, tanto de personas como de mercancías y pequeñas embarcaciones.
Con la mirada vidriosa y la boca abierta de pura admiración, Luna se fijó en un portal, el del Mar, que emergía en medio de carreras, gritos y movimiento de personas y animales que se esforzaban por acarrear todo tipo de mercancías. En el extremo occidental de la ciudad, destacaba el edificio de las atarazanas reales, donde muy poco antes, más de dos mil obreros habían tenido que trabajar de sol a sol para terminar la treintena de galeras que habían participado en la victoriosa campaña imperial de Túnez.
Un poco más allá, y por encima de la muralla, se intuía el edificio de la lonja y otras joyas de la ciudad, como la catedral y Santa María del Mar, que parecían guiñar el ojo para darle la bienvenida a su nuevo hogar.
Sin más dilación, la invitaban a entrar, a una ciudad que deseaba acogerla con los brazos abiertos.
—¡Estoy en casa, Salvador! ¡Estoy en casa! —repetía Luna una y otra vez al fraile mientras corría nerviosamente por la cubierta, incapaz de estarse quieta ni un solo instante.
Mientras la ciudad se presentaba a la muchacha, siempre bajo la divertida y atenta mirada de su querido amigo, Arnau dio la orden de soltar el ancla.
El navío por fin había llegado a su deseado destino, y solo quedaba asegurar la maniobra y esperar la llegada de los botes que iban a llevarles, tanto a ellos como a la mercancía, hasta tierra firme.
En la primera de las barcas subieron los tres amigos con destino a la playa que se extendía frente al portal del Mar.
Allí se abría una puerta en la muralla, a modo de boca misteriosa, que conducía directamente al corazón de la ciudad.
Y antes de traspasar el portal, Luna y Salvador sintieron como sus cuerpos todavía se balanceaban, llevados por una marea invisible que les hacía andar con dificultad.
A pesar de la extraña sensación de mareo, con cada paso se olvidaban un poco más de su propio malestar físico, quizás por los continuos estímulos que recibían mediante el juego de colores, olores, movimientos y voces que se escuchaban aquí y allí, algunas en lenguas que les eran totalmente desconocidas.
Mientras Arnau se reunía con el mayorista que le había comprado el preciado cargamento que sus hombres lentamente iban transportando hasta la playa, Luna y Salvador observaban, curiosos, todo el ajetreo que les rodeaba.
A solo unos metros de su ubicación, un grupo de pescadores descargaba pescado fresco, entre risas y canciones. Sepias, merluzas y algún rape —feo como un pecado a los ojos de Luna—, que acabarían siendo cocinados en alguna casa acomodada de la ciudad.
Por la misma zona, otros compañeros de la mar, tarareaban canciones subidas de tono mientras arreglaban cuidadosamente las redes que se habían roto por una mala maniobra o por algún inesperado golpe del oleaje.
A pocos metros, un grupo de hombres cargaba, en un carro conducido por un asno de aspecto triste y cansado, una docena de barriles que, según pudieron escuchar, estaban llenos a rebosar de vino dulce procedente de una población del litoral llamada Sitges.
Arnau apareció de entre el gentío con el rostro sonriente y los ojos brillantes como el sol que ya comenzaba a calentar el nuevo día.
—¡Me habéis traído suerte, amigos! ¡Mucha suerte! He hecho un negocio magnífico. ¡Y lo tenemos que celebrar! —añadió satisfecho mientras les enseñaba, muy discretamente, una bolsa de cuero llena de monedas.
Al cabo de un rato, después de que Arnau diera las últimas órdenes a su suboficial, los tres se dirigieron hacia el portal del Mar para entrar, esta vez sí, en la Ciudad Condal.
Solo traspasarlo, ante sus ojos apareció un mercado abarrotado de clientes y vendedores, en el que las paradas más sencillas, donde se podía encontrar vino, sal o pescado, contrastaban con otras donde estaban a la venta delicados objetos. Aquel era precisamente el centro de distribución de todo el trigo que llegaba a la ciudad por mar y, como si de una enorme telaraña se tratara, se podían encontrar mil y un pequeños puestos de venta. La mezcla de olores, de intensos colores y el bullicio formado, no dejó indiferente a Luna, que lo quería absorber todo con un ansia incontrolable.
Su curiosidad la obligaba a observarlo todo nerviosamente.
Bajo un radiante sol de primavera, elegantes damas paseaban acompañadas por sus sirvientes, que buscaban alguna tela o quizás alguna joya a buen precio.
Soldados y estudiantes a la caza de algún vestido en buen uso, agricultores y sacerdotes, mercaderes y ladrones, que se movían entre las paradas con una seguridad y una gracia natural, casi indiferente, que sorprendió a los recién llegados.
Y las criaturas, sobre todo las criaturas. Niños y niñas de todas las edades jugaban, a veces en grupo y a veces solos, ajenos a todo lo que les rodeaba. Simplemente parecían felices.
Después del impacto inicial, Salvador, que estaba redescubriendo aquella ciudad en la que había vivido durante la infancia, pensó que era necesario encontrar un lugar donde establecerse durante unos días.
Quería dedicarse a buscar tranquilamente a los descendientes de los Montcada.
Y el capitán Arnau, ante la petición de su amigo, enseguida supo qué hacer.
—Conozco un sitio —les dijo—, en el que me he quedado a dormir en alguna ocasión. Su propietario es buen hombre y seguro que os hará un buen precio. ¿Vamos? —Finalizó ante la aprobación del fraile y la joven.
El Hostal de la Flor del Lirio estaba en la calle Carders, muy cerca del convento de Santa Caterina. Y mientras Arnau cerraba el trato con su viejo conocido, Luna y Salvador observaban las salas con cara de sorpresa mal disimulada.
La primera cosa que les llamó la atención fue la considerable presencia de comerciantes procedentes de Francia. Aunque muchas de las mesas estaban ocupadas por estudiantes que fanfarroneaban en voz alta sobre supuestas conquistas amorosas mientras jugaban a dados o a cartas.
Otros eran soldados que dormían, ebrios, al lado de grandes jarras de vino medio vacías, y el resto, seguramente, eran ladrones que esperaban el momento oportuno para aligerar las bolsas de algún cliente despistado.
Después de cerrar el alojamiento de sus amigos, el capitán consideró que había llegado el momento de despedirse.
—Querida Luna, sé que nos has salvado la vida —le dijo a la muchacha con gran respeto—. Tienes mi agradecimiento eterno hasta el día en el que muera.
Como respuesta, Luna le dio un par de besos en las mejillas y un fuerte abrazo y, para sorpresa del marinero, extendió la mano para ofrecerle el collar de pechinas que Sara, la mujer que vivía en el Delta y tenía el don de hablar con los muertos, le había regalado.
—Por favor, cógelo. Sé que te traerá buena suerte —le dijo la muchacha antes reunirse con Salvador, que se había adelantado unos metros.
Al tener la necesidad del alojamiento resuelta, decidieron pasear por aquella ciudad llena de avenidas espaciosas y limpias, todas enlosadas.
Una urbe de monumentales edificios, donde los olores y los sabores se mezclaban con tanta sutileza, que les obligaba a andar con la boca abierta y el rostro de radiante felicidad.
—¡Me siento como en casa! —gritó Luna de nuevo.
Y ante la sorpresa de Salvador, la joven comenzó a correr por la calle Ample, sin ni siquiera imaginar que, a cada paso que daba por la Ciudad Condal, el destino le sonreía un poco más.