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El cazador de brujas
Cuando Diego Sarmiento le dio la orden de partir, al cazador de brujas Juan Malet le faltó tiempo para ponerse en camino.
Llevaba tanto preparándose para aquel momento que, incluso con la dificultad que entrañaba avanzar a través de la nieve virgen, sus pasos eran ágiles.
A simple vista tenía una sonrisa dibujada en los labios.
Malet, que tenía una personalidad sádica, sentía tanta pasión por su trabajo que, el hecho de poner en práctica sus habilidades y ver el rostro del sufrimiento y del miedo reflejado en sus víctimas, era el mejor regalo que le podían hacer.
Por eso se sentía eternamente agradecido a Diego Sarmiento, con quien había llegado a establecer una buena relación basada en la complicidad.
Al igual que él, el inquisidor se alimentaba con el sufrimiento ajeno.
El cazador de brujas, Juan Malet, había conocido a su protector muchos años atrás, cuando solo era un joven y había tenido la sangre fría de delatar a su propio padre.
Un hombre que acabó siendo condenado por el asesinato de un caballero en una noche de borrachera.
Diego Sarmiento, que presidía el juicio, había quedado impresionado por el testimonio de aquel muchacho capaz de traicionar a su propia sangre por un propósito más elevado, como era hacer cumplir los mandamientos de Dios. Y aquel acto de amor incondicional hacia Nuestro Señor, despertó el interés inmediato del inquisidor, uniendo sus vidas.
Con el tiempo, aquel joven morisco nacido en Flix —que durante años había sido carpintero de oficio—, encontró su verdadera vocación. Y a raíz de aquel descubrimiento, pudo conocer el poder que proporcionaba el dinero, el placer de la carne y, sobre todo, el dejar de pasar hambre.
Cuando, de camino de Arnes, el morisco vio la figura del enorme lobo blanco que le seguía a una distancia prudencial, cogió con fuerza el bastón que utilizaba como ayuda para compensar su cojera, una secuela adquirida tras las terribles palizas que su padre, bebedor empedernido, solía propinarle.
Y, aprovechando un recodo del camino, Malet decidió esconderse para descubrir las intenciones del animal.
Al comprobar que el lobo aceleraba el paso en su dirección, como si se preparara para un ataque inminente, el cazador esperó al momento oportuno y, con una gran dosis de sangre fría, se abalanzó a traición sobre el animal, propinándole una feroz serie de golpes con su bastón, razón por la que el lobo se desplomó, inmóvil, a sus pies.
«¡El cazador cazado!», pensó mientras le daba con todas sus fuerzas lo que él consideró que era el golpe de gracia.
Juan Malet continuó su camino y dejó tras de sí el cuerpo ensangrentado del fiel protector de Luna.
Poco después —y con la respiración entrecortada por el esfuerzo—, quiso refugiarse bajo las ramas de un gigantesco pino para beber hasta saciar su sed.
Nunca le había gustado el sabor del agua y, por tal motivo, su bota incluía un licor que él mismo había elaborado. Un líquido espeso e incoloro, de tal graduación, que habría tumbado a cualquier persona solo de olerlo. Pero él se lo tragaba con avidez, y cuanto más bebía, más reconfortado se sentía por la agradable sensación de calor que se extendía por su cuerpo desde el estómago.
Juan Malet estaba más cerca de su destino.
Apenas le quedaban cuatro pasos y, al ver que la niebla se engullía la poca luz existente, quiso acelerar el ritmo.
Entrar en Arnes rodeado por la niebla sería un magnífico golpe de efecto del que quería aprovecharse.
Por experiencia propia, sabía que su aspecto físico, y sobretodo sus ojos —su arma preferida—, impresionaban de tal manera que, cualquiera que cometiera el error de aguantarle la mirada, huía despavorido.
Precisamente por eso, quería que su entrada en el pueblo fuera triunfal.
Pero lo que se encontró al llegar a Arnes distaba mucho de lo que había imaginado su mente enfermiza. A medida que iba avanzando por las calles, la única cosa que podía ver era la gran cantidad de nieve que se había ido acumulado por la intensa tormenta de los últimos días, y el rastro que dejaban sus pisadas.
Malet quería llegar lo antes posible a la fonda para descansar, pero frente a la frustración que le generó el hecho de no encontrar a nadie a quien poder intimidar, decidió localizar la casa de la calle Mayor donde se escondía la plaga que él pretendía eliminar.
Cuando estuviera frente a la puerta principal, se mearía en ella, para marcarla con sus orines como hacían los perros al delimitar su territorio.
Las indicaciones que había recibido del inquisidor Sarmiento eran claras, y la casa fácil de localizar, pero cuando se encontraba a pocos metros de distancia, apareció de entre la niebla una preciosa joven de aspecto angelical cargada con un cesto. Malet, que interpretó aquella aparición como un auténtico milagro, una señal de Dios, se escondió en el portal más próximo mientras se cubría el rostro con la capucha del abrigo.
Y, justo cuando la muchacha estaba a su altura, apareció de la nada, buscando tropezar expresamente con ella, e iniciar uno de sus macabros juegos.
—¡Disculpa, joven! Soy un forastero que acaba de llegar al pueblo y me he perdido buscando la fonda. Quizás podrías acompañarme.
—¡Me habéis dado un susto de muerte! —exclamó Luna.
—Debes disculparme, apenas te he visto venir por culpa de la espesa niebla. Y bien, ¿me puedes acompañar? —insistió el asesino.
—Sí, claro. Pero antes debo dejar estas verduras en casa. Vivo aquí mismo, y si no os importa esperar un momento…
—¡No, por favor, no tengo ningún inconveniente! —respondió Malet, al tiempo que se le acercaba por la espalda con la firme intención de reducirla y abusar de ella.
Pero entonces se dio cuenta, con gran satisfacción, de que la joven se dirigía a la casa de la calle Mayor.
Con normalidad, Luna abría la puerta y dejaba el cesto lleno de coles justo al lado de la escalera.
Malet, que andaba unos pocos pasos detrás de la muchacha, entró en la casa y, una vez allí, cerró los ojos para inhalar profundamente. Era como si quisiera apropiarse de todos los aromas que se concentraban en la casa de las que, por orden de Sarmiento, se habían convertido en sus próximas víctimas.
Pocos minutos después, el hombre, todavía turbado, caminaba por las calles del pueblo acompañado por la hermosa joven en dirección a la fonda.
—¿Y cómo te llamas? —le preguntó el cazador con su voz profunda y desagradable.
—Me llamo Luna, señor.
—Pues has sido muy amable por acompañarme, Luna. Tienes un nombre tan hermoso como tú.
—Ha sido un placer, señor. ¿Puedo preguntaros cómo os llamáis? —dijo ella.
—Puedes llamarme maestro Malet, joven.
—¿Y cuál es el motivo que os ha traído al pueblo? Seguro que debe ser muy importante para que os atreváis a transitar por caminos cortados y llenos de nieve.
—Sí, muchacha, lo es. Pero el viaje no ha sido demasiado pesado. Vengo de Horta de Sant Joan.
—¿Y a qué os dedicáis, maestro Malet?
—Soy cazador, muchacha, soy cazador. Gracias por tu ayuda. Seguro que nos veremos muy pronto.
Algo más tarde, mientras Malet deshacía el equipaje en la habitación de la fonda, no podía dejar de jactarse por la fortuna que le acompañaba. Dios había sido generoso con él y había querido que conociera a una de las brujas.
La joven, sin duda era bellísima, lo reconocía, pero también sabía por experiencia que el Diablo era capaz de adoptar mil y un rostros para llevar a cabo sus más oscuros propósitos.
Mientras tanto, en la casa de la calle Mayor, Luna explicaba a su madre el insólito encuentro con el desconocido.
—He conocido a un hombre extraño. Un forastero que me ha pedido que le acompañara a la fonda.
—Pues hay que estar muy loco para viajar con este tiempo —dijo María, extrañada.
—Me ha dicho que venía de Horta.
—¿Y por qué ha venido a Arnes? ¿A qué se dedica?
—Lo único que sé es que es cazador y… —empezó a decir Luna, hasta que el rostro de su madre empalideció.
María, asustada, dejó sobre la mesa la col que estaba cortando y se acercó a su hija para interrogarla.
—¿Le has visto el rostro? ¿Sus ojos, quizás?
—No madre, su rostro estaba oculto bajo la capucha. ¿Pero qué pasa? Ha sido muy amable conmigo.
María no dijo nada. Estaba perdida en sus pensamientos y, después de una larga pausa, respondió a su hija.
—¡Necesito ver sus ojos!