70

—¿Por qué demonios no me lo has dicho antes? —le gritó McClellan por teléfono.

—Acabo de enterarme, Roger. Te he llamado enseguida —le contestó Oliver.

—¿Hipnotizó a Mars? ¿Él le contó algo?

—Sí. Eso es lo que acaba de decir Decker.

—Y ha mencionado el contenido de la caja de seguridad. ¿Habló de eso?

—Por lo visto sí. Decker iba a reunirse con Davenport para conseguir más información, pero nos la llevamos.

—Mierda. La he tenido todo este tiempo, ¿y es posible que lo sepa? ¿Que lo sepa de verdad?

—Seguramente sí. Tienes que hablar con ella. —Tras una breve pausa, añadió—: Por favor, dime que sigue con...

—Yo me ocuparé de esto —le espetó McClellan, y colgó.

Salió corriendo de la comisaría y subió al coche.

Había una hora de trayecto en coche hasta la pequeña granja situada en medio de las cuarenta hectáreas que McClellan había heredado de su padre. Paró delante del ruinoso porche de la casa. Había otro coche aparcado.

Salió un hombre a su encuentro que se quedó en la puerta.

—He recibido tu llamada —le dijo a McClellan.

Era bajo y ancho de hombros, con manos de leñador. Llevaba una pistola al cinto.

McClellan pasó a su lado y entró en la casa. Cruzó el salón en tres zancadas y abrió la puerta del pequeño dormitorio.

Davenport estaba sentada en una silla, atada, amordazada y con los ojos vendados.

McClellan acercó otra silla y se sentó delante de ella.

Davenport se había puesto tensa al oír abrirse la puerta. Tenía la espalda rígida contra el respaldo de la silla.

Él se inclinó hacia ella y le quitó la mordaza.

—Tenemos que hablar —le dijo.

Davenport se humedeció los labios y tragó saliva varias veces.

—Necesito agua.

McClellan cogió una botella de plástico de una mesa, le quitó el tapón y se la acercó a los labios. Ella bebió un poco, tosió y volvió a beber.

—¿Hipnotizó a Melvin Mars? —le preguntó el jefe de policía.

Ella asintió en silencio.

—Sí —dijo.

—¿Qué le contó?

—Poca cosa.

—Quiero oírlo. Cuéntemelo todo, de cabo a rabo.

—Tengo que pensarlo. Estoy muy cansada.

Él la agarró del hombro y la sacudió.

—Piense rápido. —Oyó los pasos del otro y se volvió. Estaba allí de pie. Volvió a mirar a Davenport. Llevaba la ropa y la cara sucias. Tenía un arañazo en la mejilla y un corte en la frente. Estaba más delgada, pálida y tenía la voz ronca de haber estado mucho tiempo en silencio.

—¿Por qué me hace esto? —le preguntó—. Por favor, yo no sé nada. Deje que me vaya.

McClellan desenfundó el arma reglamentaria y se la puso en la sien. Ella se tensó al notar el metal contra la piel.

—Cálmese y cuénteme lo que le dijo. Luego hablaremos de su futuro.

Temblorosa, Davenport le contó lo que Mars había dicho estando hipnotizado.

—¿Eso es todo? —le preguntó él en cuanto terminó.

—Sí.

—¿No se ha guardado nada? —Le presionó la sien con la boca del cañón de la pistola.

—No, se lo juro por Dios.

McClellan apartó el arma y la enfundó. La miró con atención, intentando encajar las ideas para entender qué significaba todo aquello.

Oyó al otro a su espalda.

—Vale, tenemos que ocuparnos de ella —dijo el jefe de policía—, y tiene que ser ahora mismo.

—Creo que ya lo hemos hecho —dijo el otro.

McClellan se volvió y se encontró con el agente Bogart, que lo apuntaba con una pistola.

Al otro le estaba poniendo las esposas Milligan.

Decker, Mars y Jamison entraron.

—Levántese con las manos en la cabeza. Ni se le ocurra sacar la pistola porque lo dejo frito aquí mismo. Y será un verdadero placer.

McClellan se puso de pie despacio, con las manos sobre la cabeza.

—¿Agente Bogart? —gritó Davenport.

Mars y Jamison corrieron a desatarla y le quitaron la venda de los ojos. Los tenía hinchados y tuvo que parpadear hasta que se acostumbró a la luz. Con la ayuda de Mars, se levantó. Le temblaban las piernas.

McClellan solo tenía ojos para Decker.

—¡Gordo hijo de puta! —le chilló cuando Milligan lo esposó—. Se ha servido de Oliver para engañarme.

—Sí, eso hemos hecho —dijo Decker—. Conseguirá un buen trato. Y usted también puede conseguirlo si entrega a los otros dos Mosqueteros.

El jefe de policía forcejeó tratando de llegar hasta Decker, pero Milligan lo sujetó por detrás.

—Lo único que conseguirá será hacerse daño, McClellan —le dijo Bogart—, así que tranquilícese. Viene hacia aquí un transporte para llevárselos a usted y a su amigo aquí presente.

Salieron al sol.

—Si fuera al revés, ellos lo entregarían inmediatamente, ¿lo entiende, verdad? —le dijo Decker, mientras esperaban que llegara el transporte—. ¿Saben siquiera que secuestró a Davenport?

McClellan volvió la cabeza para mirarlo.

—¿Qué demonios sabrá usted?

—Sé que los tres pusieron una bomba en una iglesia y en la sede de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.

El policía soltó un bufido.

—No sabe ni una mierda de nada. —Escupió al lado de las botas de Decker.

—Si los entrega pasará menos tiempo en la cárcel, quizá no mucho menos, pero algo es algo. Además, ¿por qué deberían librarse Eastland y Huey?

—No sé de qué me habla. Son hombres de bien y honorables, los dos.

—¿Está dispuesto a pagar el pato usted solo?

—¿Qué pato? Vine aquí con mi amigo para comprobar el estado de la casa y me encontré con esta mujer atada —dijo, indicando a Davenport—. Iba a desatarla cuando se han presentado.

—Eso no será lo que cuente ella.

—Su palabra contra la mía. O nuestra palabra contra la suya.

—Sabe que nadie se tragará esa estupidez —terció Bogart.

—Y tenemos a Mary Oliver que lo acusará —añadió Milligan.

—No sé qué les habrá contado, pero no son más que chorradas.

—Hemos grabado su conversación telefónica con usted. Por eso estamos aquí.

—Bien. Para eso están los juicios, creo. Para dilucidar la verdad. Y, en Cain, la gente me cree a mí.

—Vale, pero no creo que lo llevemos a juicio en Cain —dijo Bogart.

—Para eso tenemos abogados. Así que pagaré la fianza, pero no se preocupen. Estaré aquí para el juicio. Soy un policía muy condecorado con lazos estrechos con la comunidad y un expediente sin tacha. No hay riesgo de que huya —añadió, con una sonrisita.

—Este capullo tiene más cuento que Calleja —comentó Milligan.

—Al margen de lo que pueda pensar, jefe McClellan, en lo del secuestro lo hemos pillado con las manos en la masa. Pasará en la cárcel el resto de su vida. Ahora tiene ocasión de asegurarse de que sus dos compinches reciban el mismo trato. Estoy seguro de que el FBI puede arreglarlo para que los tres vayan al mismo centro penitenciario. Los Tres Mosqueteros con el mono naranja. Imagíneselo.

El transporte subió una cuesta y paró a su lado.

—Vamos —dijo Bogart, yendo a coger del brazo a McClellan.

El disparo alcanzó al jefe de policía en la frente, tatuándole un tercer ojo. Cayó hacia Bogart y luego al suelo.

Milligan desenfundó. Mars empujó al suelo a Jamison y Davenport.

Decker miró el cadáver de McClellan. La sangre que le manaba de la cabeza se encharcaba a su alrededor. Luego se abalanzó hacia el otro hombre, que se había quedado allí de pie, conmocionado.

El segundo disparo entró en el pecho y salió entre los omóplatos del esposado. Cayó hacia Decker, que había notado cómo la bala le salía de la espalda antes de caer en la tierra.

El cómplice de McClellan se deslizó hacia el suelo. Había muerto en el acto. La bala le había atravesado el corazón.

Los dos muertos yacían junto a los seis que quedaban vivos de momento.

Los dos agentes del transporte se habían apeado para refugiarse detrás del vehículo.

—¡Los disparos venían de ahí! —gritó uno, indicando hacia el este.

Bogart le respondió, también gritando.

—¡Consíganos refuerzos y pida un helicóptero! A ver si pueden localizar al responsable.

Sin embargo, allí tendido, en el suelo, con el muerto encima, sabía que era demasiado tarde.

La última milla
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