23

—Han sido los minutos más largos de mi vida —dijo Davenport, todavía pálida y descompuesta.

Estaban sentados a una mesa, en el vestíbulo del hotel donde se alojaban, cerca de la cárcel.

Decker la miró.

—Imagina lo que ha sido para Montgomery.

Ella se puso un poco colorada.

—Lo sé. No me refería a eso. Es que ha sido... espantoso.

A pesar de que Jamison no había asistido, estaba tan consternada y tan hundida como los demás.

—¿Han confirmado que estaba realmente muerto?

Bogart asintió apenas.

—Es lo que marca la ley. El médico ha entrado y le ha hecho pruebas. Montgomery ha sido declarado muerto a las seis y cinco. Han reanimado a Regina y el médico de la cárcel la ha atendido. Después un patrullero la ha acompañado a su casa.

Decker se volvió hacia Mars, que no había dicho una sola palabra desde que se habían marchado de la cárcel. Parecía no saber ni dónde estaba.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Mars cabeceó.

—El tipo estaba en llamas —repuso.

—Por eso ya no se usa la silla eléctrica —le explicó Amos—. Hay demasiadas cosas que pueden salir mal. Creo que el estado de Alabama no debería seguir dejando que el condenado elija.

—O, mejor incluso, abolir simplemente la pena capital —dijo Davenport con vehemencia. Miró a Mars—: Han estado a punto de ejecutarlo a usted, a un inocente. Es motivo suficiente para acabar con esto. No hay posibilidad de enmienda.

Mars asintió brevemente y apartó la cara.

—Bueno, no me pagan para eso ni vamos a resolver el tema esta noche —dijo Bogart—. Creo que necesitamos dormir un poco. Nos reuniremos mañana. —Miró a Decker—. ¿Qué más quieres hacer mientras estemos aquí?

—Hablar otra vez con Regina Montgomery. Tenemos que averiguar de dónde procedía el dinero.

—No va a contarnos nada por propia voluntad —apuntó Jamison—. La última vez casi nos echa a patadas.

—Pero puede escapársele algo o, tratando de evitar decírnoslo, responder a nuestras preguntas.

Bogart se levantó.

—Bueno, insisto, esta noche no va a pasar nada más. Así que demos por concluida la jornada aunque sea pronto. No creo que sea capaz de más. Presenciar una ejecución agota, al menos a mí.

Se marchó y Davenport, todavía temblorosa, lo siguió.

Cuando Jamison estaba a punto de irse, Decker la agarró del brazo.

—Espera, Alex.

—¿Qué pasa?

Decker miró a Mars.

—¿Estáis dispuestos los dos a ir a un sitio? ¿Ahora mismo? Porque no creo que debamos esperar.

Estuvieron llamando un buen rato. Cuando por fin Regina Montgomery tuvo claro que no se marcharían, abrió la puerta. Se quedó en el umbral, retadora. Seguía llevando la misma ropa que en la ejecución.

—¿Qué quieren? —les espetó.

—Tenemos unas cuantas preguntas que hacerle —repuso Decker.

—Esta tarde han ejecutado a mi marido. ¿No pueden dejarme en paz? —dijo ella, irritada.

—No puedo saber cómo se siente, señora Montgomery, pero no habría venido si no fuera realmente importante. ¿Podemos entrar? No tardaremos más que unos minutos.

Regina miró a Jamison y luego a Mars, con una mueca de asco.

—¿Qué? ¿Él también?

—Sobre todo él —dijo Decker—. Es...

—¡Sé quién es, maldita sea! Yo solo... Quiero decir que no tengo...

—Serán solo unos minutos —dijo Decker—. Y como esto atañe al señor Mars, también tiene que estar. Por favor, señora Montgomery.

Jamison se adelantó y cogió de la mano a la mujer.

—Vamos a entrar y a sentarnos. ¿Ha comido algo? ¿Una taza de té para calmar los nervios? No puedo ni imaginar por lo que ha tenido que pasar hoy. Lo siento muchísimo.

—Yo..., eso sería... No puedo comer nada, pero un té caliente, sí.

—Pues dígame dónde lo tiene y lo preparo enseguida.

Jamison guio con suavidad a Montgomery hacia el interior de la vivienda. Decker y Mars las siguieron. Cuando Jamison se volvió, Amos la miró con admiración.

Después de enseñarle a Jamison dónde estaban las cosas en la cocina, Regina y Mars se sentaron a una mesa de centro en el pequeño y abarrotado salón. En la cocina, Jamison puso la pava al fuego para calentar el agua. Luego sacó una taza y una caja de bolsitas de té. Mientras el agua se calentaba, se reunió con ellos.

Cuando se sentó delante de Montgomery, le echó un vistazo y se quedó mirándole la muñeca. Parecía sorprendida.

Montgomery tenía los ojos puestos en Decker.

—¿Y bien? —dijo, airada.

—¿Está aquí su hijo? —le preguntó Decker.

—No —se apresuró a responderle—. Está en casa de unos amigos. Me ha parecido lo mejor. No tiene por qué aguantar esto.

—Ha sido una buena idea.

Ella miró a Mars, que estaba sentado al lado de Decker, y se le crispó la boca.

Mars le sostuvo la mirada. Parecía a punto de decir algo cuando Decker se le adelantó.

—Tommy nos habló del dinero del seguro.

Aquello la desconcertó.

—¿Qué? ¿Cuándo lo...? ¿Cómo supieron dónde estaba?

—Los Howling Cougars —dijo Decker, indicando la foto de la mesa de enfrente.

—Bueno, ¿y qué? Chuck tenía un seguro de vida. Yo soy la beneficiaria. No tiene nada de malo.

—¿De treinta mil dólares?

Ella volvió a sobresaltarse.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Somos del FBI, señora Montgomery. Averiguamos las cosas.

La pava silbó. Jamison se levantó para ir a la cocina a preparar el té. Lo sirvió en la taza y, luego, buscando tostadas, apartó la cortina que cubría un pequeño nicho de la cocina. Lo que vio dentro la sorprendió. Cogió una caja de tostadas y mantequilla de cacahuete de un estante y se acercó al fregadero.

—¡Eh, Decker! —lo llamó—. ¿Puedes echarme una mano? A la señora Montgomery no le hace falta que estemos aquí más de lo necesario.

Un poco desconcertado por la petición, Decker se levantó y entró en la cocina. Mientras Jamison untaba las tostadas de mantequilla de cacahuete, le hizo un gesto con la cabeza hacia la cortina descorrida.

—Mira ahí —le dijo en voz baja.

Decker vio lo que había dentro y miró de reojo a Jamison, que arqueó las cejas.

—Y he visto otra cosa —le dijo.

Al cabo de un minuto volvieron a la salita. Jamison llevaba el té y Decker el plato de tostadas con mantequilla de cacahuete. Dejaron ambas cosas delante de Montgomery, que miraba gélidamente a Mars.

—Gracias —dijo. Tomó un sorbo de té y mordisqueó una tostada, cabizbaja.

Mientras, Jamison echó un vistazo a su alrededor y se fijó en un perchero que había junto a la puerta principal. Esta vez no pareció sorprendida.

Montgomery dejó la taza en la mesita.

—¿Por qué les interesa el dinero del seguro?

—Tommy dijo también que planea mudarse a donde acabe él yendo a la universidad. Que van a comprar una casa y no tendrá que volver a trabajar —dijo Decker.

Regina no contestó de inmediato. Al cabo de un rato hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Es solo un niño. No sabe lo que dice. Tengo intención de mudarme a donde vaya a la universidad, sí, pero tendré que trabajar. Y no me compraré ninguna casa, eso seguro. Treinta mil dólares no me bastan para quedarme en casa mano sobre mano.

—Así que tendrá que trabajar.

—¿Es que no me ha oído? Sí, tendré que trabajar. ¿Le parezco rica? He trabajado como una mula toda la vida. Y trabajaré hasta que me muera, a menos que Tommy consiga entrar en la NFL y pueda mantenerme.

—Yo no confiaría en eso. Es una posibilidad entre un millón —dijo Mars.

Regina lo miró.

—Usted jugaba al fútbol, he oído.

—Es un deporte duro. Dígale a Tommy que sea médico o abogado en lugar de futbolista. Estará mucho más sano cuando se jubile.

—Estoy segura de que está usted furioso con mi marido, pero él confesó. Es la única razón por la que ha salido de la cárcel.

—Él fue la razón de que estuviera dentro —replicó Mars—. Asesinó a mis padres. Así que perdóneme si no me siento agradecido.

—¡Qué gente! —masculló ella, cabeceando.

Decker le puso una mano en el hombro a Mars para que se contuviera, porque parecía a punto de saltar.

—¿Cuándo recibirá el dinero del seguro? —preguntó.

—¿Qué le importa eso?

—Ya le he dicho que solo tenía un par de preguntas que hacerle, señora Regina. Cuanto antes las responda antes nos marcharemos. Cuanto más tarde, más tiempo estaremos.

Ella cogió la taza de té, tomó un sorbo y mordió una tostada.

—Tengo que reclamarlo —dijo luego—. Puede tardar unos días o quizás una semana. No es que no tengan pruebas de su muerte, precisamente.

—Está bien. —Decker miró a Jamison y asintió.

Jamison señaló la muñeca de Regina.

—Un reloj muy bonito. Es un Cartier, ¿no?

Montgomery se lo tapó inmediatamente con la otra mano.

—No, no lo es.

—Pone Cartier en la esfera —dijo Jamison.

Regina se miró la mano.

—Lo compré por diez dólares.

—¿Dónde?

—No me acuerdo.

—Es ilegal vender imitaciones —dijo Decker.

—Pues encuentren a quien me lo vendió y arréstenlo.

Decker se levantó, fue a la cocina, apartó la cortina, cogió las cajas guardadas, las llevó a la salita y las dejó en el suelo.

Montgomery se levantó de un salto.

—¿Qué demonios hace? No puede hacer esto. Son mías.

—Chanel. Neiman Marcus. Saks. Bergdorf Goodman. Jimmy Choo. Son marcas muy elegantes, y además muy caras.

Jamison indicó una bolsa colgada del perchero de la entrada.

—Y ese bolso es de Hermès. Ojalá yo pudiera permitirme uno.

Montgomery se había puesto pálida.

—Son todo imitaciones. No puedo permitirme nada de esto.

—No sabía que los vendedores de imitaciones metieran los productos en cajas con el nombre de la marca impreso. Lo normal es que los vendan en la calle, sin envoltorio.

Montgomery no dijo nada. Tomó otro sorbo de té y mordió otra tostada.

—¿Puedo mirar dentro de las cajas? —le pidió Decker.

—¡No!

—¿Por qué?

—¿Tiene una orden de registro?

—En realidad, no la necesito.

Regina lo miró con los ojos como platos.

—¿Por qué no?

—Era policía, pero entregué la placa.

—¡Pero está con el FBI!

—Como civil, no como agente. No tengo placa ni he hecho ningún juramento.

A pesar de las protestas de Regina, Decker abrió las cajas y fotografió el contenido con el móvil.

Luego él se inclinó para que su rostro estuviera a solo unos centímetros de Regina Montgomery.

—Podemos rastrear fácilmente todas estas compras. Y, ya que usted nos ha dicho que no ha recibido el dinero del seguro, esta no puede ser la fuente de los fondos. ¿Por qué no me dice la verdad? ¿Cómo consiguió el dinero?

—¡No sé de qué demonios me está hablando!

—¿De verdad quiere seguir por ese camino?

—Fuera de mi casa.

—Alguien le pagó para que su marido mintiera y dijera que había matado a mis padres —le dijo Mars—. ¿Quién?

Ella lo miró furiosa.

—¿Quién demonios se cree que es para hablarme así? —le dijo con rabia—. No es más que...

—¿Que qué? —la cortó Mars—. ¿Un tipo de color que debería mantener la boca cerrada en presencia de buena gente blanca como usted?

—¡Fuera de mi casa! —bramó ella.

—¡He perdido veinte años de mi vida! —le contestó Mars, también gritando.

—Salgan de mi casa o llamo a la policía —dijo Montgomery, mirando a Decker.

—Puede llamarla —le dijo este—. Le contaremos lo que sabemos y descubriremos quién le ha dado ese dinero y por qué. Entonces se verá usted en un serio aprieto. De hecho, irá a la cárcel.

Aquello la dejó perpleja.

—No he cometido ningún delito.

—Obstrucción a la justicia, conspiración, complicidad con un asesino.

—¡No he hecho nada de eso!

—Ayudando a quienes realmente asesinaron a los Mars, hizo todo eso. Y las penas sumadas por todos esos delitos implican que no tendrá que preocuparse por seguir a su hijo hasta la universidad a la que vaya a asistir. El Gobierno le proporcionará alojamiento. —Tras una breve pausa, añadió—: Para lo que le quede de vida.

Regina Montgomery parecía a punto de volver a desmayarse. Inspiró profundamente varias veces.

—Salgan de mi casa —dijo.

—Como quiera. Mañana volveremos. Con la policía. —Sacó el móvil—. Diga patata. —Sacó una foto del Cartier.

—¡Fuera! —gritó ella.

Iba a tirarle la taza de té a la cabeza a Decker, pero Jamison la agarró del brazo y la taza se le cayó de la mano y se hizo añicos.

Cuando se iban, Decker sacó una foto del bolso de Hermès.

Una vez en la calle, Jamison lo miró.

—No puede ser más culpable —le dijo.

—Sí. Dicho sea de paso, has hecho un trabajo estupendo ahí dentro, Alex —le comentó él.

Ella sonrió.

—Tengo mis momentos, sobre todo cuando tienen que ver con la alta costura.

—Tenías razón, Decker —terció Mars—. Alguien le pagó.

—Ahora solo tenemos que descubrir quién.

La última milla
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