59

Dos agentes se apearon. Ambos en la cuarentena, con algunas canas en las sienes y la cintura un poco ancha. Se acercaron y se situaron cada uno a un lado del coche.

Bogart bajó su ventanilla. Ya tenía la placa del FBI preparada.

El agente se inclinó hacia él.

—¿Qué tal, señores?

—Muy bien, agente —repuso Bogart.

El otro miró la placa.

—Bien. Hemos oído que están en la ciudad. Por eso estamos aquí. El jefe McClellan quería saber si hay algo que podamos hacer para ayudarlos en lo que sea que estén investigando.

—Se lo agradecemos mucho, pero ahora mismo no se me ocurre nada.

Decker miraba por la ventanilla al agente que lo miraba a él. El hombre tenía una mano sobre la culata del arma reglamentaria. Amos le hizo un gesto de saludo con la cabeza y le sonrió.

El agente permaneció impávido.

El de la ventanilla de Bogart siguió hablando.

—Solo por cortesía profesional, ¿podrían sacar tiempo para reunirse con el jefe? Se enorgullece de saber todo lo que pasa por aquí y me parece que podrían considerarlo un activo para ayudarlos en lo que sea que los haya traído a nuestra bonita ciudad.

Aunque planteada como una solicitud, por el tono se deducía que una negativa no sería bien recibida.

—Desde luego —repuso Bogart.

Siguieron el coche patrulla hasta una comisaría. No era la misma donde se habían reunido con Pierce. Estacionaron y los agentes los acompañaron al interior y por un pasillo. Uno de los dos llamó a una puerta rotulada con una placa que rezaba: Roger McClellan, Jefe de Policía.

—Adelante —respondió alguien desde dentro.

El agente abrió la puerta, les indicó que entraran y la cerró.

Era un despacho amplio, de unos treinta y seis metros cuadrados, con las paredes forradas de madera y estanterías llenas de premios y condecoraciones de toda una vida dedicada a hacer cumplir la ley. En una de la paredes había varias fotografías de McClellan en compañía de diversos dignatarios, deportistas profesionales y cantantes famosos, la mayoría de country. Ocupaban una zona sillones de piel, un cómodo sofá y una mesa baja con un montón de revistas, en su mayoría de la policía y de armas.

La bandera del estado de Misisipí ocupaba una vitrina detrás del enorme escritorio de madera profusamente tallada.

No había ni rastro de barras y estrellas.

Sentado al escritorio había un hombre alto que, a pesar de su avanzada edad, tenía aspecto de estar en muy buena forma. Iba de uniforme, con el pecho lleno de medallas y galones. Llevaba el bigote recortado y el pelo ya escaso peinado hacia atrás. Su rostro granítico parecía esculpido por el agua durante siglos.

Se levantó y les tendió la mano.

—Soy el jefe McClellan —dijo, estrechándosela uno a uno—. Siéntense, por favor. —Rodeó el escritorio y los llevó hasta los sillones y el sofá.

—¿Les apetece tomar algo? El café no está mal, pero tenemos agua embotellada.

Declinaron la oferta educadamente.

McClellan se sentó y los estudió.

—Les agradezco que hayan venido. Seguro que entienden que cuando el FBI se presenta eso llama mi atención.

—Por supuesto —dijo Bogart—. Deduzco que ya ha hablado con la señorita Pierce.

—¡Dios! Ni siquiera me ha hecho falta. La verdad es que, en un lugar pequeño como este, las noticias corren. Hay ojos y oídos por todas partes. —Estiró un brazo largo para coger una taza de su escritorio de la que tomó un sorbo.

Decker se fijó en que la taza tenía impresas las palabras: Virtute et armis.

McClellan vio que lo hacía.

—Es el lema oficial del gran estado de Misisipí —le dijo.

—Por el valor y las armas —tradujo Decker.

—¿Sabe latín?

—No, pero recuerdo haberlo leído en alguna parte.

McClellan dejó la taza.

—¿Qué los trae por aquí? —Fue mirándolos uno a uno hasta detenerse en Mars—. Lo conozco. Usted no es del FBI.

—No. Soy Melvin Mars.

—Sí que lo es, caray. Lo vi jugar al fútbol cuando estaba en la universidad. Soy graduado de Ole Miss y jugué al fútbol también. Me alegro de no haber tenido que placarle nunca. Era como un camión Mack con motor Ferrari. Un jugador magnífico, muchacho.

—Gracias.

Decker cerró los ojos mientras McClellan hablaba y una luz se le encendió. Había atado un cabo importante.

«Ole Miss.»

Abrió los ojos.

—Y he oído hablar de su... situación. Me alegro de que esté fuera. Me parecía una gran injusticia.

—Eso me parecía a mí también —repuso secamente Melvin.

McClellan prestó atención a Bogart de nuevo.

—Entonces ¿no puede decirme nada?

—Estamos investigando ciertos hechos del pasado que puede que tengan que ver con un caso más reciente.

McClellan asintió en silencio.

—Mire, no voy a hacerle perder el tiempo, agente Bogart. Soy un hombre ocupado y sé que usted también lo es. Estoy al corriente de que ha estado preguntando por el atentado con bomba contra la iglesia de 1968. Como sabrá, no se arrestó a nadie por él. Muy frustrante. Cuando me uní al cuerpo, hace muchísimos años, hice un intento de resolverlo, como todo el mundo en la policía de Cain, por lo visto.

—¿Hizo algún avance?

—No, pero no fue por falta de empeño. Es una mancha en la reputación de la ciudad, se lo aseguro. Nada me gustaría más que resolver ese caso, pero ¿después de tanto tiempo? —Se encogió de hombros—. ¿Ven alguna luz al final del túnel?

Bogart también se encogió de hombros.

—Todavía es pronto.

McClellan se volvió de nuevo hacia Mars.

—Y, puesto que el señor Mars está aquí, ¿debo deducir que tiene algún tipo de relación con el asunto?

—Eso está por ver. Tenemos un largo camino por delante y debemos parar en otros lugares.

—¿Dónde? —preguntó McClellan.

—No en Misisipí. Esto es una investigación multiestatal. Le aseguro que si necesitamos ayuda en Misisipí será usted el primero al que acudiremos.

—Bueno, no puedo pedir más.

Se levantó y lo mismo hicieron ellos. Volvieron a estrecharse las manos.

McClellan se entretuvo más con Mars.

—Me alegro de que tenga una segunda oportunidad, joven. Seguro que la aprovechará. Espero que tenga un buen futuro. Mejor que el pasado. Simplemente, mire hacia delante, no hacia atrás. Le irá bien.

Mars lo miró de un modo extraño pero asintió.

Salieron de la comisaría y volvieron al coche.

Jamison se estremeció.

—Vale —dijo—. Ha sido muy educado, así que, ¿por qué tengo la sensación de que acabo de estar con un sociópata?

—Y quiere que me centre en el futuro, no en el pasado —comentó Melvin.

—Me parece que ese mensaje iba dirigido a todos nosotros —dijo Decker.

—También nos ha dejado claro que en esta ciudad no pasa nada que él no sepa —dijo Bogart.

—Y Pierce le habrá contado que estamos haciendo preguntas. Seguramente mandará unos cuantos matones a interrogar a la pobre señora Ryan y ella les contará lo de los Tres Mosqueteros. Entonces sabrá que está en el punto de mira —dijo Jamison.

—Tendré que traer más agentes. Aquí me siento expuesto —dijo Bogart.

—No tendríamos que haber empezado tan fuerte —comentó Jamison—, pero no sabíamos que uno de los principales implicados era el obseso jefe de policía.

—A lo mejor podemos sacar ventaja de esta situación —dijo Decker.

—¿Cómo? —le preguntó Bogart.

—Mandemos el perro a levantar la liebre.

—¿Cómo propones que lo hagamos? —inquirió Bogart.

—Nos veremos en el hotel —dijo Decker. Les dio la espalda y volvió a entrar en la comisaría.

La última milla
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