35

Las dos lo miraban fijamente. Una mayor, una todavía una niña que seguiría siéndolo siempre, mientras que la otra no envejecería ni un minuto más.

Porque las dos estaban muertas.

Decker, sentado en una silla de su habitación del motel, miraba la foto de su mujer y de su hija.

La sacaba tanto si se sentía triste como si se sentía esperanzado y simplemente necesitaba ver sus caras. Nunca tendría que preocuparse por llegar a olvidarlas, porque sus recuerdos se esfumaran en los sombríos recovecos de su mente.

En su mente no había recovecos sombríos.

Era como Times Square. Siempre.

Tenía claustrofobia, como si estuvieran comprimiendo todo su ser y no tuviera capacidad para impedirlo.

La noticia de que ni Roy ni Lucinda Mars habían estado nunca en Protección de Testigos había sido un fuerte golpe. ¡Estaba tan seguro de tener razón en eso! Pero Bogart lo había comprobado y lo había vuelto a comprobar. Y los marshals no tenían motivo alguno para mentir. Si hubieran perdido un protegido lo habrían documentado de siete maneras desde el domingo.

Tenía pistas, tenía novedades, pero nada más. Nada de eso le aportaba lo que tanto necesitaba: la verdad, que en ocasiones parecía lo más escurridizo de toda la creación.

Había reducido otro agujero del cinturón y era como si el apetito se le redujera en consonancia con las perspectivas de resolver el caso. De haber podido, gustosamente habría recuperado los kilos para averiguar quién había matado a los Mars.

Aunque no hubieran estado al cuidado de los marshals, era posible que estuvieran huyendo de un oscuro pasado. Con toda probabilidad así era. Solo tenía que averiguar de qué clase de pasado se trataba. Y para eso le hacía falta información.

Eso era lo primero.

Lo segundo era enterarse de quién les había pagado a los Montgomery y por qué.

Se levantó para acercarse a la ventana. Se había puesto a llover de nuevo y había refrescado. El día era nublado, frío y miserable.

A conjunto con su estado de ánimo.

Se suponía que en aquella zona de Texas tendía a no llover mucho, pero el tiempo que estaba haciendo desmentía, sin duda, esa tendencia.

A causa de su memoria fotográfica algunos lo consideraban una especie de máquina. Y puesto que sus habilidades sociales no tenían nada que ver con lo que habían sido y, en cierto modo, parecía indiferente, incluso un robot, Decker seguía teniendo sentimientos. Estaba cada vez más triste y deprimido y su memoria fotográfica era inútil para remediar eso. Si algo hacía era empeorarlo.

Lo sorprendió que llamaran a la puerta.

—¿Sí?

—Soy yo.

Se metió la foto en el bolsillo y abrió la puerta. Era Mars.

—¿Tienes un minuto?

—Sí.

Melvin entró y se sentaron a muy poca distancia el uno del otro. Antes de que Decker tuviera tiempo de preguntarle qué quería, Mars sacó una foto y se la tendió.

Amos la miró.

El hombre era muy alto. Tenía el pelo castaño rizado con algunas canas y un rostro duro, pero era bien parecido. Se había roto la nariz y no le había quedado bien del todo. La mirada era sosa, sin vida. La boca pequeña y de labios finos, como un corte en la parte inferior de la cara.

El contraste con la mujer no podía ser mayor. Ella era alta y esbelta, con una cascada de pelo que le caía sobre los hombros anchos. Tenía la piel oscura y perfecta. En la cara Decker no le encontró ninguna imperfección. Su mirada danzaba llena de vida. Tenía los labios curvados en una sonrisa contagiosa. De hecho, Amos se dio cuenta de que sonreía mirándola.

—Tus padres, evidentemente —le dijo a Mars—. Esta es la foto que mencionaste, la que les tomaste, ¿no?

El otro asintió.

—¿De dónde la has sacado?

—Siempre la he tenido. Me la llevé a la cárcel.

—Podrías habérmela enseñado antes.

Mars se secó los ojos.

—Sí, podría haberlo hecho.

—¿Por qué ahora, entonces?

—Porque quiero que los veas como personas de verdad, no solo como piezas de un rompecabezas, Decker. Y quería que vieras la sonrisa de mi madre. Y los ojos de mi padre. Solo quería que supieras que... que estuvieron vivos.

Decker volvió a mirar la foto, un poco tirante por la sinceridad del otro.

«Y tal vez por su propio descuido.»

—Lo entiendo, Melvin. ¿Cuándo la tomaste?

—Cuando me gradué en el instituto. Estaban muy orgullosos. Yo ya me había comprometido con la Universidad de Texas. Me iba de casa. Mi madre lloró mucho.

—¿Y tu padre?

Mars dudó un momento antes de contestar.

—No tanto.

—A veces los padres son así.

—Sí.

—Tu madre era guapa. Despampanante, de hecho.

—Sí que lo era.

Los dos hombres se estuvieron mirando un rato, sin decir nada.

—¿En qué más estás pensando? —preguntó por fin Decker.

—Es como si yo no existiera, Decker.

—¿Por qué lo dices?

Mars lo miró fijamente.

—No sé nada de esas dos personas de la foto. Ni de dónde eran. Ni quiénes eran en realidad. Ni por qué los asesinaron. Nada. Y puesto que desciendo de ellos, ¿qué soy? —Alzó las manos—. Nada.

El silencio se prolongó mientras la lluvia arreciaba. El tamborileo de las gotas seguía el compás de los latidos del corazón de los dos hombres.

Decker sacó la foto de su mujer y su hija y se la tendió a Mars.

—¿Tu familia?

Decker asintió en silencio.

—Tu hijita es supermona.

—Era supermona.

Mars parecía incómodo.

—Sé que tienes que echarlas de menos.

Decker se inclinó hacia él.

—La cuestión, Melvin, es que yo lo sabía todo acerca de ellas. Todo. No encerraban para mí ningún misterio.

—Vale —dijo despacio Mars, claramente perdido.

—Y ya no están. Y yo..., tampoco soy nada. Igual que tú.

Mars parecía a punto de dar un puñetazo contra algo.

—¿Así que es eso? ¿No es más que eso? Entonces ¿para qué demonios hacemos esto?

—Lo hacemos porque puede haber algo más. Depende de nosotros.

—Pero si acabas de decir...

—He dicho que no soy nada. Hoy. Mañana podría ser algo. Es la única garantía que tenemos los dos. Este es un país grande y libre. Hay oportunidades para que todo el mundo haga algo.

—En mi caso es distinto.

—¿Por qué?

—¡Joder! ¿Por qué crees? Soy negro. Tú eres blanco. No puede haber mayor diferencia.

—¿Eso crees?

—¿Tú no? ¿Conoces alguna mayor?

—Estaba pensando más bien en las líneas de los Longhorns y los Buckeyes. Allí la raza da igual, lo único que importa es ganar.

Mars le sonrió con suficiencia.

—Esa ha sido buena. Pero no cambia la realidad. Soy un ex convicto negro, me hayan o no otorgado el perdón. ¿Te acuerdas de esos gilipollas del restaurante?

—Olvídalos. Son un segmento de la sociedad que va disminuyendo. Sin embargo, descubrir quién hizo esto en realidad puede cambiar las cosas, Melvin.

Mars sacudió la cabeza, pero Decker continuó.

—La mitad de la gente sigue creyendo que mataste a tus padres.

—Me importa una mierda lo que piensen.

—Escúchame.

Mars iba a añadir algo, pero calló y asintió brevemente.

—Hay pocas cosas más poderosas que la verdad —prosiguió Decker—. En cuanto tienes la verdad de tu parte, tienden a sucederte cosas buenas, seas negro, blanco o de cualquier tono intermedio.

—Pero creíste que estaban en eso de la Protección de Testigos. No estaban. Así que volvemos a estar como al principio.

—En un partido, si iba mal y te tapaban el primer hueco, ¿qué hacías? ¿Echarte en la hierba y rendirte?

—¡Dios! ¿Tú qué crees?

—Entonces ¿qué hacías?

—Buscar otro hueco para pasar.

—Bueno, eso es lo que vamos a hacer nosotros, Melvin. Vamos a encontrar otro hueco por el que colarnos.

—¿Cómo?

—¿Tenía tu padre una caja fuerte en casa?

—¿Una caja fuerte? No.

—¿Es posible que la tuviera en el trabajo? ¿Una que solo pudiera abrir él?

—Había una caja fuerte, pero mi padre me dijo que el dueño era un capullo. Que se pasaba el día vigilándolo, temeroso de que le robara. Y eso que llevaba años trabajando para él. Así que es imposible que mi padre fuera el único que podía abrir esa caja.

—En tal caso, solo queda una alternativa.

La última milla
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