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—¿Estás seguro de que no está aquí? —preguntó Mars.
Miraban la modesta casa de Roger McClellan. Estaba en un terreno muy arbolado junto a un camino rural de grava, a unos veinte minutos del centro de Cain, Misisipí.
—Está en una convención de jefes de policía, en Jackson. No volverá hasta mañana.
—¿Cómo te has enterado de eso?
—Cuento con los recursos del FBI.
—¿Tiene sistema de alarma? —inquirió Mars, nervioso.
—No. Ese tipo es el jefe de policía. ¿Quién iba a allanar su casa?
—Bueno, por lo visto nosotros.
—Yo lo haré. Tú quédate en el coche.
—No. Iremos más deprisa si entramos los dos.
—¿Estás seguro?
—No, pero vamos.
Bajaron del coche y, rápidamente, cruzaron el camino y fueron hacia la parte posterior de la casa. Decker iluminó la cerradura con la linterna.
—Es una cerradura sencilla. No vamos a necesitar el armamento pesado. Sostén esto.
Insertó una ganzúa en la cerradura y la fue moviendo hasta que la puerta se abrió.
Entraron y Decker cerró.
—¿Qué buscamos exactamente? —preguntó Mars.
—En el despacho de McClellan faltaba una foto.
—Vale.
—Eso es lo que buscamos.
—Pero ¿qué demostrará esa foto?
—Demostrará que realmente hubo un cambio.
—¿Qué significa eso?
Decker lo miró de un modo extraño.
—Primero vamos a buscarla y luego ya hablaremos.
—¿Por qué iba a estar aquí?
—McClellan es desconfiado. El tipo tiene un plan. Estoy seguro de que cuando se enteró de que estábamos en Cain quitó la fotografía, porque su estrategia era invitarnos y tener con nosotros una «charla». Cuando nos fuimos no devolvió la foto a su lugar.
—¿Por qué? ¿Creía que irrumpiríamos en la comisaría para intentar robársela? ¿Está loco?
—No, porque el hijo de puta es un paranoico. Ni siquiera confía en su propia gente. Y tampoco quería destruirla. Para él, eso habría sido una derrota. Se la trajo a casa.
Registraron la planta baja de la casa.
—Caray —dijo Mars cuando terminaron con los libros de la estantería—, el tipo vive en el pasado, desde luego. Todos estos libros hablan de la supremacía de la raza blanca, de la supresión de la gente como yo, de armar a los blancos para que recuperen su país.
—No sabía que lo hubiéramos perdido —comentó Decker.
—Curioso.
—En realidad no. Muchos de estos libros los han escrito en los últimos cinco años. Así que por lo visto sigue habiendo lectores que añoran los «viejos tiempos».
Mars cabeceó.
—¿Alguna vez superaremos esto?
—No sabría decirte. Solo quiero la foto. Vamos al piso de arriba.
Arriba solo había tres habitaciones. Un baño, un dormitorio y el despacho de MacClellan, de unos cinco metros cuadrados con estantes llenos de libros y revistas. Encima de un escritorio de pino nudoso había un ordenador con un diario negro al lado; un globo terráqueo con una línea telefónica cerca y anticuadas plumas en una caja de vidrio. Una hoja de papel secante y un abrecartas de plata completaban el conjunto.
Decker estudió el ordenador mientras Mars hojeaba el diario.
—¿Algo de utilidad? —le preguntó Amos.
—¿Crees que contiene una confesión firmada? No. No son más que estupideces. Casi todas estupideces enfermizas. Sus ideas acerca de cómo debería ser el mundo. ¿Y sabes qué? Los de mi color no tienen cabida en él. —Dejó el diario y se puso a registrar los cajones.
Decker se sentó delante del ordenador y pulsó unas cuantas teclas.
—Tiene contraseña. Comprensible.
Tecleó algunas contraseñas posibles. Ninguna funcionó.
Se arrellanó y pensó en ello un momento mientras Mars empezaba a revisar el contenido de la librería.
—Página por página, Melvin, como hemos hecho abajo. Puede haberla sacado del marco y metido en una revista. —Siguió probando contraseñas—. Ya está —dijo por fin.
Mars miró la pantalla por encima de su hombro.
—¿Cuál era?
—El rey de la segregación, George Wallace, todo en mayúsculas.
—¿En serio?
—Veamos lo que nuestro buen jefe de policía hace en Internet. —Decker abrió un explorador y revisó el historial de búsquedas—. Bueno, ha estado en grupos de supremacía blanca, vigilantismo y en todas las páginas que están básicamente en contra de la diversidad, sea del tipo que sea.
—¡Menuda basura!
—Veamos ahora los correos electrónicos. —Decker se apartó de la pantalla, decepcionado—. Vale. Este tipo es muy listo o está muy anticuado, una de dos. No tiene e-mails. Ni siquiera encuentro una cuenta de correo electrónico.
—¿Algo más?
—El disco duro está prácticamente vacío. Seguramente lo usa más que nada para buscar estupideces de sus camaradas intolerantes.
Decker apagó el ordenador y ayudó a Mars a buscar en los libros y las revistas de la estantería. Al cabo de una hora los habían repasado página por página sin encontrar nada.
—Espero que no hayamos violado un domicilio para nada, porque si nos pillan volveré a la cárcel y tú acabarás en prisión también.
—Si nos pilla McClellan, ir a la cárcel será un paseo en comparación con lo que nos hará él.
—Es verdad.
Decker echó un vistazo a su alrededor.
—Hemos buscado por todas partes.
—Bueno, es posible que no esté aquí. Puede tenerla en otro escondite.
—Tal vez, pero algo me dice que a este individuo le gusta tener las cosas a mano, en casa.
—Hemos buscado en todos los sitios donde se puede meter una foto.
Decker le lanzó una mirada penetrante.
—No puedes esconder un objeto tridimensional en otro plano, pero lo contrario sí que es posible, ¿sabes? —Tocó el globo terráqueo.
—No lo entiendo.
—No me parece que McClellan sea un hombre de mundo. Hay demasiada diversidad en este planeta, así que, ¿por qué tiene esto encima del escritorio, al alcance de la mano? ¿Para ver dónde vive la otra mitad de los habitantes del planeta? No lo creo. —Se inclinó hacia el globo terráqueo para estudiar su superficie. Pasó un dedo por el ecuador, empujando y tirando con las uñas. Luego empezó por el círculo ártico y bajó hacia el sur, hasta que detuvo el dedo cerca de la parte inferior de Groenlandia—. Dame ese abrecartas.
Mars se lo tendió.
Decker insertó con cuidado la punta en una pequeña fisura del globo terráqueo. Hurgó en ella con delicadeza.
—¡Se ha abierto! —exclamó Mars.
Así era. El globo terráqueo se había partido en dos mitades metálicas, una de las cuales encajaba en la otra mediante una pestaña.
Dentro había una foto enrollada.
Decker la sacó.
—He visto que los bordes no encajaban exactamente. Ya lo han abierto otras veces. La fotografiamos, la ponemos dentro otra vez y cerramos el globo terráqueo. No quiero que sepa que hemos descubierto su escondrijo.
Mars miraba fijamente la foto enrollada como si fuera una serpiente de cascabel a punto de atacar.
—Decker, ¿sabes quién sale en la foto?
—Creo saberlo. —La desenrolló despacio y miró la imagen.
—¿Estabas en lo cierto? —inquirió Mars.
Decker volvió la foto hacia él.
—Sí.
A Mars le cedieron las rodillas cuando vio la persona que aparecía en la imagen. Decker tuvo que agarrarlo con la mano libre para que no se cayera.
—Dios mío. Es increíble —exclamó Melvin, apoyándose en el borde del escritorio.
—Más bien lo resume todo.
—¿Qué demonios significa esto?
—Que por fin tenemos una posibilidad.