39

Mars, sentado en el asiento del copiloto, se frotaba las marcas que las esposas le habían dejado en las muñecas.

—Gracias —le dijo a Decker, que iba al volante.

Oliver, Davenport y Jamison iban en el asiento trasero.

Decker no había dicho nada mientras salían del juzgado, dando empujones a los periodistas que les ponían micrófonos y libretas delante de la cara.

Jamison y Davenport lo habían acribillado a preguntas mientras cruzaban el aparcamiento hasta su vehículo, pero había seguido callado. Ahora Jamison se inclinó hacia su asiento y le dio un fuerte golpe en el hombro.

—¿Vas a explicarnos lo que acaba de pasar o voy a tener que vérmelas contigo a puñetazos?

Dekcer la miró por el retrovisor y vio la duda en su semblante.

—Le pedí un favor al agente Bogart y me lo concedió.

—Entonces ¿es todo legal y respetable? —le preguntó Jamison, lo que le valió una mirada azorada de Oliver—. Decker, por favor, no me digas que he sido una involuntaria participante en un fraude al tribunal.

—No hay ningún fraude. Melvin está bajo nuestra custodia. Y todo lo que le he dicho al juez es cierto.

—Se ha creído que eres un agente —dijo Davenport.

—Lo ha dicho él, no yo —contestó Decker.

—Pero tampoco lo has sacado de su error —retrucó ella.

—No me correspondía a mí, aunque de todos modos da igual. Bogart es agente y me apoyará. —Miró a Oliver—. ¿Y usted presentó la demanda?

—Sí.

—Entonces estamos bien.

—Bueno, yo no lo estaré si vienen otra vez a arrestarme. Ya has oído lo que ha dicho el juez. Si los hechos dictan otro curso de acción dejará que lo hagan. «Otro curso de acción», dice. Y ese tío, Jenkins, estaba cabreado. Apuesto a que ya está trabajando en algo para devolver mi culo a la cárcel de Texas.

—Me extrañaría que no lo hiciera —dijo Decker—. Solo tenemos que asegurarnos de que eso no pase.

—¿Cómo? —preguntó Davenport.

Fue Jamison quien respondió.

—Resolviendo el caso.

El teléfono de Decker sonó y respondió a la llamada, sosteniendo el móvil contra la oreja con el hombro mientras conducía hacia un cielo cada vez más oscuro que prometía más lluvia. Las inclemencias del tiempo no lo perturbaban. Tenía otras cosas en la cabeza mientras escuchaba a su interlocutor. Le dio las gracias y dejó el teléfono.

—Era la policía de Alabama. Han seguido el coche de alquiler, el Toyota Avalon beige con matrícula de Georgia parte de cuyo número nos dio Patricia Bray. Lo alquiló un hombre llamado Arthur Crandall. —Miró a Mars—. ¿Te suena?

—No.

—Ya me lo imagino, puesto que es un nombre falso. La tarjeta de crédito que usó era falsa. El permiso de conducir seguramente también era falso.

—¿Estamos seguros de que es el mismo tipo? —preguntó Jamison.

—En estos momentos tratan de asegurarse.

—¿Qué demonios está pasando? —dijo Mars.

—Cabos sueltos —dijo Decker—. Solo eso.

—¿Así que el tío que creemos que asesinó a Regina Montgomery después de pagar al matrimonio para que el marido confesara es ese tal Arthur Crandall? —preguntó Mars.

—No es su verdadero nombre.

—Sí, lo entiendo. Pero haciendo lo que hace me ha ayudado a salir de la cárcel.

—Y como dijimos, es posible que crea que tienes algo que puede perjudicarlo o que quiere conseguir.

—Pero eso no tiene lógica, Decker. Aunque supiera algo, que no sé nada, ¿por qué no dejó que me ejecutaran y me lo llevara a la tumba?

—Puede que necesiten conseguir lo que sea que crean que tienes. Así que te sacan de la cárcel esperando que vayas a cogerlo.

—En ese caso, ¿por qué me cargaron el asesinato? —dijo Mars.

—Quizás entonces lo consideraron la mejor opción —sugirió Jamison—. Asesinar a sus padres, acusarlo y quitarlo de en medio para siempre. Es la única explicación.

—No, no lo es —discrepó Decker.

—¿Cuál, pues? —le preguntó Jamison con curiosidad.

—Estamos dando por supuesto que quienes le cargaron el asesinato a Melvin y mataron a sus padres son los mismos que ahora buscan lo que había en la caja de seguridad. Lo cierto es que podemos estar viéndonoslas con dos grupos diferentes con objetivos distintos.

—¡Dios! ¿No era ya lo bastante complicado? —dijo Davenport.

—Por lo visto no —dijo Decker. Miró a Mars—. ¿Quién era el médico de tu madre?

—¿Su médico? ¿Por qué?

—Bueno, alguien tuvo que diagnosticarle el cáncer de cerebro terminal.

—No me acuerdo.

—Intenta acordarte.

—¿Crees que la identidad de su médico es realmente importante? —le preguntó Davenport.

—Ahora mismo, en este caso, no hay nada que no lo sea.

La última milla
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