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—No debería haberme marchado.
Bogart miraba fijamente a Decker, sentado a la mesa frente a él.
Ambos estaban en un despacho del edificio que el FBI había convertido en un improvisado centro de mando.
Bogart y Milligan habían llegado con otra media docena de agentes que estaban en otra zona del edificio, intentando localizar a Lisa Davenport.
—No tuviste elección —repuso Decker.
—Todo el mundo puede elegir —retrucó Bogart, consternado. Llevaba la corbata sin anudar y el pelo revuelto.
—Fue una decisión realista, entonces —le dijo Decker—. Además, aunque hubieras estado aquí, seguramente habría pasado lo mismo.
—No sabemos de nadie de por aquí a quien conociera tanto como para dejarle entrar en su habitación a esas horas. ¿Alguna idea?
—Es posible que conociera a alguien de quien nosotros no sabemos nada.
—Si la están usando para presionarnos cabe esperar que se pongan en contacto con nosotros.
Decker asintió.
—El problema será el intercambio. En estos casos siempre lo es.
—¿Crees que no la recuperaremos con vida?
—Ha visto a quien se la ha llevado. Conocía a esa persona.
Bogart suspiró y se hundió en el asiento.
—Y no pueden permitir que nos diga quién es.
—Todas las probabilidades están en contra.
—¿Quién crees que está detrás de esto?
—Más de una persona.
—Exactamente por qué.
—Los motivos y los hechos nos dicen muchas cosas. Son motivos y actos incompatibles. Eso implica que hay más de un implicado.
—Algo ha cambiado —dijo Bogart—. Mars estuvo en la cárcel veinte años sin que pasara nada.
—El cambio fue que iba a ser ejecutado. Nunca había estado tan cerca de la cámara de ejecución. Ese fue el detonante que los impulsó a actuar.
—¿Pagando a Montgomery?
—Sí.
—¿Qué «facción» lo hizo?
—No lo sé. En ese momento pudo ser cualquiera. Quieren lo que creen que sabe. Lo que había en la caja de seguridad y que su padre se llevó. Ese es el objeto de su deseo. Su padre lo cogió y lo guardó en alguna parte y creen que su hijo sabe dónde.
—¿Cuáles son los motivos y los hechos incompatibles? —le preguntó Bogart.
—El grupo que quiere la información habría dejado que ejecutaran a Melvin. Esa información no ha salido a la luz en veinte años. La habrían dado por perdida. Sacando a Melvin de la cárcel le daban la oportunidad de ir a cogerla, suponiendo que supiera dónde estaba. ¿Y qué esperaban? ¿Estar allí cuando lo hiciera y cogerla? —Decker negó con la cabeza—. Muy arriesgado. Tanto que no lo habrían hecho. Habrían dejado dormir a los perros.
—Entonces ¿quién sacó a Mars de la cárcel?
—El otro grupo.
—Pero ¿por qué?
—Eso es lo incompatible, Ross. Y todavía no lo he averiguado.
Bogart se pasó una mano por el pelo.
—Lo averiguaremos, Amos. Tenemos que hacerlo. No podemos permitirnos fallar.
Decker lo miró con aprecio.
—Te agradezco que me cubrieras en el juzgado —le dijo.
—Llamaron del tribunal. Les dije lo que necesitaban oír.
—¿Van bien las cosas en Washington?
—Vuelvo a estar en el caso, así que supongo que los capitostes se han dado cuenta de su equivocación.
—¿Y el divorcio?
—Nada bueno. Pero he llegado a un punto en que me da igual. Tengo mi trabajo, que ya es bastante.
—¿Estás seguro?
—No, pero eso me digo y me agarro a ello. —Miró los expedientes que tenía en la mesa—. No tenemos demasiadas pistas.
—No. Le conseguiré un arma a Jamison y le enseñaré a manejarla.
Bogart se sorprendió.
—¿Crees que intentarán otro secuestro?
—No, pero no sería la primera vez que me equivoco.
—Bienvenido al club.
Decker se levantó.
—¿Adónde vas?
—A conseguirle el arma a Jamison y luego al médico.
—¿Estás enfermo?
—No. No pierdas de vista a Melvin.
Salió. Bogart se quedó mirándolo.
Decker eligió una compacta de nueve milímetros para Jamison. En Texas hacía falta permiso de armas, pero cuando Jamison enseñó al dueño de la armería su credencial del FBI y Bogart le mandó por e-mail una carta oficial de la agencia en la que especificaba la participación de la joven en un equipo así como su autorización para llevar armas, el hombre se saltó la norma y se la entregó.
Jamison usó su propia tarjeta de crédito para pagar.
—Caramba —comentó el armero—, ¿tan mal está el gobierno como para que tengan que pagarse ustedes las armas?
—No, solo las balas —le contestó ella.
En la parte trasera de la armería había una galería de tiro. Decker le enseñó cómo cargar, sostener y apuntar el arma. Después la hizo disparar un centenar de rondas hasta que quedó satisfecho.
Jamison guardó el arma y se fueron.
—Me resulta extraño llevar un arma —le comentó ella.
—Es mejor que no llevarla cuando la necesitas.
Se subieron al coche de alquiler y arrancaron.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Jamison.
—Al médico.
—¿Por los Mars?
—Sí.
—Decker, tendríamos que volver para ayudar a los otros a encontrar a Davenport.
—Lo que tenemos que hacer es resolver esto. Puede que sea el mejor modo de descubrir quién se la ha llevado y dónde está.
Aparcaron en el estacionamiento de un edificio de oficinas no demasiado grande. Según el directorio del vestíbulo todos los ocupantes eran médicos. Tardaron casi una hora y tuvieron que hacer muchas preguntas para llegar al sitio correcto.
La enfermera, de sesenta y muchos años y casi tan ancha como alta, asintió.
—Sí, los Mars eran pacientes nuestros.
—¿Qué puede decirnos de ellos? —le preguntó Decker.
—Fue hace veinte años...
—¿Nada?
La mujer se sentó a la mesa de metal.
—Bueno, me llamaron un poco la atención porque eran la primera pareja interracial que veía. La primera del pueblo, seguramente. En esa época mucha gente no se preocupaba por eso, si les digo la verdad.
—¿Trajo al mundo a Melvin Mars un médico de esta consulta?
—Sí. El doctor Turner. Murió hace... Uf, unos siete años ya.
—¿Nació en el hospital local? —inquirió Jamison.
—Eso es. Yo estuve en el parto. Era un pueblo pequeño. El doctor Turner era especialista en medicina general, pero aquí hacías lo que exigían las necesidades. No había suficientes habitantes para que tuviéramos un médico dedicado solo a ginecología y obstetricia —comentó, nostálgica—. Recuerdo que Lucinda Mars era la mujer más guapa que había visto en la vida. Tenía una cara preciosa. El cuerpo, bueno, ¿qué les voy a contar? Ojalá yo hubiera tenido uno como el suyo. Tenía unas piernas que me llegaban a la cintura.
—¿Empezaron a venir a la consulta cuando se quedó embarazada? —le preguntó Decker.
—¡Oh, no! Estaba de cinco meses cuando vinieron a vivir al pueblo. Lo recuerdo porque yo solo llevaba aquí un año y ella me preguntó dónde hacía la compra y qué clase de trabajo había.
Decker echó una breve ojeada a Jamison.
—Así que ya estaba embarazada cuando vino... —le dijo a la enfermera.
—Ya se le notaba. No ganó mucho peso. Yo, gané dieciocho kilos con el primero, catorce con el segundo y otros catorce con el tercero, y desde entonces no me los he quitado de encima. Ella parió a Melvin y al cabo de una semana era como si no hubiera estado nunca embarazada. Algunas tienen esa suerte. Y Melvin, si quieren que se lo diga, era grande. Pesó casi cuatro kilos y medio. Ya se veía que sería un hombretón. Su papá era un gigante. Alto como usted, más o menos, y pesaba más de cien kilos, ninguno de grasa. No era de los que querrías tener en contra.
—¿Tenía mal carácter? —le preguntó Jamison.
La enfermera frunció los labios.
—Nunca parecía..., contento. Quiero decir que teniendo esa preciosidad de mujer... Y su hijo llegó a ser el mejor futbolista que había tenido este pueblo y puede que todo Texas. Ahora sé lo que pasó después, pero tenía siempre cara de enfadado.
—¿Cree que el matrimonio tenía problemas? —inquirió Jamison.
—Querida, todos los matrimonios tienen problemas y algunos lo disimulan mejor que otros. Pero le diré que nunca había visto a un hombre que quisiera más a su mujer que Roy Mars. Era muy cariñoso con ella. Cuando estaba embarazada no le dejaba mover un dedo. A veces los veía por el pueblo. Le abría la puerta del coche. Iban cogidos de la mano por la calle. De hecho, solo lo veía contento cuando la estaba mirando. —Suspiró—. Si mi marido me hubiera mirado así una sola vez me habría dado un síncope de la impresión.
—¿Cuándo le diagnosticaron cáncer cerebral? —le preguntó Decker.
La mujer se irguió en la silla.
—¿Cómo?
—El tumor cerebral. ¿Cuándo se lo diagnosticaron?
—No tenía cáncer.
—La autopsia pone que tenía un glioblastoma maligno. En estadio cuatro. Le quedaban pocos meses de vida cuando la asesinaron.
La mujer se lo quedó mirando como si le hablara en un idioma extranjero.
—Bueno, desde luego aquí no se lo diagnosticaron, se lo puedo asegurar —dijo finalmente—. ¿Un glioblastoma? ¿Está seguro?
—Lo encontró el forense. No creo que se equivocara con algo así.
—No, no creo —comentó ella distraídamente—. Nunca lo habría dicho. Parecía muy sana. Y los periódicos no publicaron que tuviera cáncer.
—Seguramente porque la policía sabía perfectamente que el cáncer no era lo que le había causado la muerte, así que no había motivo para divulgar esa información. Además, no creo que contemplaran un pacto de asesinato y suicidio. No te prendes fuego después de suicidarte.
La dejaron sentada en su silla, asimilando la noticia. Iban por el pasillo cuando Decker vio el rótulo en una de las puertas y se acercó a ella, obligando a Jamison a dar media vuelta y seguirlo.
Amos abrió la puerta y se dirigió al mostrador de recepción. Jamison se colocó a su lado.
Él sacó la tarjeta del FBI.
—Queremos hablar con alguien sobre una paciente de esta consulta, de hace veinte años —dijo.
La mujer se quedó con la boca abierta, pero cogió el teléfono.
—Un segundo.
Al cabo de un momento apareció un hombre de treinta y pocos años con bata blanca. Llevaba un instrumento dental de acero inoxidable y las manos enguantadas.
—Estoy terminando con un paciente. Pueden esperarme en el despacho.
La recepcionista los acompañó por un pasillo y les indicó el despacho. Se sentaron en las sillas que había delante del escritorio.
Jamison se estremeció.
Decker la miró.
—¿Qué te pasa?
—Odio el dentista. Tengo más caries que dientes.
—Tranquila, hemos venido a buscar información, no a hacernos un empaste.
—¿Sí? Juraría que me ha echado un vistazo a la dentadura y se ha puesto a dar brincos de alegría.
Al cabo de un momento entró el dentista. Se había quitado la bata y los guantes. Iba en mangas de camisa, con corbata de rayas. Jamison se rebulló incómoda en la silla cuando pasó a su lado y se sentó.
—Soy Lewis Fisher. ¿Qué puedo hacer por el FBI?
Decker le explicó el motivo de su visita.
—Supongo, por la edad que tiene, que el dentista de los Mars no era usted.
—No. Yo era un crío. El que llevaba la consulta era mi abuelo. Yo me hice cargo de ella cuando se retiró.
—¿Todavía guardan el historial de los Mars?
—No. Han pasado veinte años. Además, murieron. He oído que Melvin ha salido de la cárcel —añadió.
—Así es. ¿Lo conocía?
—No, pero fuimos al mismo instituto, aunque no en los mismos años, claro. Todo el mundo sabía quién era. Me quedé atónito cuando lo arrestaron por los asesinatos.
—¿Y la identidad de sus padres se confirmó gracias al historial dental de esta consulta?
—Supongo que sí. Recuerdo que no quedaba mucho de... Bueno, ya saben.
—Sí. ¿Su abuelo vive todavía?
—Así es. Y sigue viviendo cerca de aquí.
—¿Podríamos hablar con él?
—Pueden intentarlo.
Decker ladeó la cabeza.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a que tiene demencia senil y vive en una residencia.
—¿Tiene algún momento de lucidez?
—De vez en cuando. Antes tenía más, pero me temo que está degenerando a un ritmo alarmante. Es muy triste que tu abuelo no te reconozca.
—Seguro que sí —se compadeció Jamison.
—¿Podríamos hacer un intento? —preguntó Decker.
—¿Con qué objetivo? —quiso saber Fisher.
—Para obtener información —dijo Decker—: Nunca se sabe dónde puede encajar una nueva pieza en la investigación y hacerla avanzar.
—¿Y qué investigan, exactamente?
—Eso no podemos revelarlo —le contestó Amos adoptando un tono muy oficial.
—Ah, claro, por supuesto. —Fisher escribió la dirección en un papel y se lo pasó—. Llamaré y les diré que irán ustedes.
Decker leyó el nombre: «Lewis Fisher Sr.»
—Yo soy Lewis Fisher tercero. Mi padre es el júnior.
Decker y Jamison se levantaron.
—Se lo agradezco —le dijo Amos.
Fisher miró a Jamison, que se apresuró a cerrar la boca para que no le viera los dientes.
—Debería sonreír más —le dijo el dentista—. Tiene una dentadura preciosa.
—Esperemos que Fisher sénior nos dé alguna pista —dijo Jamison, ya en la calle—. Podríamos seguirla.
—Para eso hurgamos, Alex.
—Por favor, no digas eso tan cerca de la consulta de un dentista.