18

—Muy bien. ¿Qué más hemos averiguado acerca de Roy y Lucinda Mars? —preguntó Bogart.

El equipo al completo estaba sentado a una mesa de reuniones de la oficina de alquiler.

Milligan miró de reojo a Decker.

—Vale —dijo—. Tengo que admitir que es un poco sospechoso. No hemos podido encontrar nada sobre ellos. Había números de la Seguridad Social a su nombre, pero cuando indagué no encontré nada más.

—¿Nada? —se extrañó Bogart—. ¿Crees que robaron esos números?

—Es posible. Y tenían permiso de conducir en vigor hace veinte años, pero no encontré nada más sobre ellos.

—Roy Mars tenía un empleo —dijo Jamison—, y Lucinda también. Les descontarían la FICA2 de la nómina y presentarían declaraciones de impuestos y todo eso.

—No que nosotros sepamos —dijo Milligan—. La casa de empeños donde trabajaba hace mucho que cerró, pero es posible que le pagaran en efectivo o en especie. Puede que también a su mujer. Además, mucha gente no hace la declaración de impuestos porque no gana suficiente y no tiene que pagar nada.

—Aun así, es obligatorio hacerla —puntualizó Jamison—. No hacerlo es un delito federal.

—Mucha gente lo ignora —retrucó Milligan—, y por lo visto los Mars eran de esos, porque no constan en el IRS.3 Y en Texas no hay declaración de la renta.

—¿Y la casa? —preguntó Bogart—. ¿Tenía hipoteca?

—Tampoco. Al menos no la hemos encontrado —dijo Milligan—. Pero en el registro de la propiedad Roy y Lucinda Mars constan como los propietarios de la casa.

—Vale —dijo Bogart—. No tenemos mucho para seguir.

Milligan miró a Decker.

—He hecho algunas averiguaciones. Los policías no han podido decirme quién llamó a emergencias para avisar del incendio. Si alguna vez lo supieron, hace mucho que no está en los archivos. También pregunté por el interior de la casa, por los cuadros que faltaban de la pared y todo eso. Por lo visto cuando tomaron fotos del escenario del crimen no fotografiaron eso, solo los cadáveres.

—Vaya, qué descuidados —opinó Bogart.

—¿Crees que es inocente? —preguntó Milligan.

—Me inclino a pensar que sí —repuso Decker.

—¿Por qué? —inquirió Bogart.

—Por la sangre en el coche. Le di a Mars dos explicaciones plausibles y exculpatorias de por qué la sangre de su madre estaba en su coche. Ninguna de las dos podía ser refutada por la policía. Una hemorragia nasal o un corte. Rechazó ambas. Dijo que ella nunca había estado en su coche. Alguien culpable se habría aferrado a cualquiera de las dos posibilidades. Melvin no lo hizo.

Los demás se miraron, asimilando lo plausible que era lo que Decker acababa de decir.

—Entonces ¿fue una prueba para Mars? —le preguntó Davenport.

—Y la pasó —dijo Decker—. Al menos por lo que a mí respecta.

Levantó de la mesa unas hojas grapadas.

—Esto es el resto del informe de la autopsia de los Mars. Acaba de llegar del despacho del forense. Lo habían perdido.

—¿Cómo te has enterado? —le preguntó Bogart.

—En la primera página del informe dice que es un documento de treinta y seis páginas. Solo había treinta y cuatro. Hice una llamada.

—¿Y hay algo significativo en las páginas nuevas? —dijo Jamison.

—Una cosa. Lucinda Mars tenía un glioblastoma en fase cuatro.

Todos se lo quedaron mirando, estupefactos.

—¿Un tumor maligno en el cerebro? —dijo Davenport.

—Un cáncer terminal, según el informe.

—Melvin nunca lo mencionó —dijo Jamison.

—Tal vez no lo supiera —arguyó Decker.

—¿Qué peso tiene eso en el caso? —dijo Milligan.

—No sé si tiene o no algún peso —repuso Decker—. Se estaba muriendo y alguien va y la mata. —Echó un vistazo a Davenport—. Dejemos esto un minuto y centrémonos en el hijo. ¿Cuál es tu conclusión acerca de su estado psicológico?

Davenport sacó unas notas manuscritas.

—Tiene una inteligencia muy por encima de la media, una mezcla de destrezas académicas y cultura callejera. Se graduó en la universidad poco después de especializarse en empresariales. No es ningún estúpido. Es interesante su modo de ser. Es reservado pero luego se abre de repente, como cuando afirma categóricamente que es inocente y que está siendo injustamente perseguido.

—No es lo habitual en alguien que ha pasado dos décadas en la cárcel —comentó Bogart—. Ha aprendido a usar el sistema.

—Puede ser —dijo Davenport—. Ya lo he visto otras veces, por supuesto, pero en el caso de Mars es diferente, aunque no sé por qué exactamente. Quiere desesperadamente saber más del tal Charles Montgomery. Quiere enterarse de los detalles que supuestamente Montgomery conoce y que lo relacionarían con los asesinatos. Teme que las autoridades traten de relacionarlo a él con Montgomery en una especie de asesinato por encargo. Está convencido de que, a pesar de que es inocente, no saldrá de la cárcel. De hecho, lo suyo es casi una paranoia.

—Bueno, teniendo en cuenta de que han estado a punto de ajusticiarlo en la cárcel, no creo que su paranoia sea injustificada precisamente —comentó Decker, ganándose una mirada virulenta de Davenport.

—Si Mars lo hubiera contratado para asesinar a sus padres hace veinte años, ¿por qué iba Montgomery a confesar ahora, justo antes de que ejecutaran a Mars? —preguntó Jamison.

—La elección del momento es bastante... —empezó a decir Davenport.

—Oportuna —terminó por ella Decker.

—¿Así que creéis que estaba todo planeado? —dijo Bogart—. ¿Que lo planeó Montgomery?

Decker cabeceó.

—Está en el corredor de la muerte de la penitenciaría de Alabama. ¿Cómo podía saber siquiera que iban a ejecutar a Mars?

Los demás lo miraron con cara de póquer.

—Por lo tanto, tenemos que oírlo directamente de la boca de Montgomery —añadió él.

—¿Crees que te dirá la verdad? —le preguntó Davenport, mirándolo fijamente—. ¿Las últimas palabras de un condenado?

—Ni mucho menos —repuso Decker.

El Correccional Holman, inaugurado en 1969, estaba lleno hasta los topes. Albergaba a muchos más reclusos de los que cabían en él. Situado en el sur de Alabama, donde en verano la temperatura llegaba a superar los treinta y ocho grados, no disponía de aire acondicionado en las instalaciones y dependía de los ventiladores industriales para mover el aire caliente.

Apodada la Carnicería del Sur debido a su fama de violencia interna y el Pozo por su situación geográfica en el apéndice meridional de Alabama, Holman albergaba el corredor de la muerte de ese estado.

Decker y el resto del equipo habían viajado en un avión de pasajeros. Todos llevaban cortavientos y tarjetas de identificación prendidas en la americana.

Mientras caminaban hacia la entrada principal de la cárcel, la cartera le iba golpeando el muslo a Bogart.

Pasaron el control de seguridad después de que este, Decker y Milligan entregaran las armas, y fueron escoltados hasta la sala de visitas por uno de los guardias.

—Háblenos de Montgomery —le pidió Decker al funcionario mientras iban hacia allí.

—Es un solitario. No da problemas. No molesta a nadie y nadie lo molesta. Es raro, me parece a mí.

—¿Qué es raro?

—Bueno, en Alabama puedes elegir cómo van a ejecutarte. Y Montgomery es el único que yo conozca que ha preferido la silla eléctrica a la inyección letal. ¿Por qué iba alguien a preferir que lo frían a dormirse pacíficamente?

Bogart y Decker se miraron y siguieron caminando. Al cabo de poco estaban sentados en una habitación delante de un Charles Montgomery atado de pies y manos mientras dos guardias vigilaban al fondo.

Montgomery era blanco, medía poco más de un metro ochenta y dos de estatura y acababa de cumplir setenta y dos años. En la parte superior izquierda de la cabeza afeitada se le notaba claramente una hendidura. Tenía los ojos castaños, la dentadura regular pero manchada de nicotina, y el cuerpo, en otros tiempos fuerte, un tanto flojo. Tenía los brazos musculosos y profusamente tatuados y llevaba agujeros en las orejas, aunque no se había puesto ningún piercing.

Los miró a los ojos, empezando por Bogart, de izquierda a derecha y a la inversa. Luego se miró las manos esposadas.

—Señor Montgomery, soy el agente especial Bogart, del FBI. Estos son mis colegas. Hemos venido para hablar con usted acerca de su reciente confesión de los asesinatos de Roy y Lucinda Mars en Texas.

Montgomery no alzó la vista.

Bogart miró de reojo a Decker antes de proseguir.

—Señor Montgomery, nos gustaría que nos contara usted mismo los detalles de la noche en que supuestamente mató a los Mars.

—De supuestamente nada —repuso secamente Montgomery—. Ya se lo conté a ellos.

Su tono no era hostil sino palmario.

—Se lo agradezco, pero necesitamos que nos lo cuente también personalmente.

—¿Y eso por qué? —le preguntó Montgomery, todavía mirándose las manos.

Decker había estado observándolo, fijándose en los pequeños detalles de su aspecto y su actitud.

—¿Fue una paliza aquí —le preguntó— o en Vietnam?

Montgomery alzó la vista. En aquella mirada inexpresiva se hizo evidente que el condenado era alguien muy peligroso.

—¿Qué? —inquirió.

Decker se tocó la parte superior izquierda de la cabeza.

—Le falta un pedazo de cráneo a juzgar por esa hendidura. ¿Fue en una pelea? ¿Lo hirieron en combate? Sirvió en Vietnam.

—Un proyectil de mortero estalló a seis metros de mí. Mi compañero murió. A mí me agujereó la cabeza.

—En su expediente pone que estuvo en el Ejército —comentó Bogart.

—En el primer batallón del octavo de infantería, en Fort Riley —recitó mecánicamente Montgomery.

—Después de la guerra, ¿cuándo regresó a Estados Unidos?

—En mil novecientos sesenta y siete, me licenciaron un mes después.

—¿No quería ser militar de carrera? —le preguntó Decker.

Montgomery lo miró con hosquedad.

—Sí, era muy divertido.

Bogart sacó un expediente de la cartera.

—Entonces ¿estaba en Texas cuando asesinaron a los Mars?

—Tenía que estar, puesto que los maté.

—Vamos a eso. ¿Cómo fue?

Montgomery lo miró, impaciente.

—Está todo en ese expediente que tiene. Así que ¿por qué voy a contárselo?

—Intentamos confirmarlo todo, simplemente. Y nos gustaría escuchar su relato. Para eso hemos venido.

—¿Y si no quiero decir nada?

—No podemos obligarlo a hacerlo —terció Decker—. Sin embargo, nos hemos estado preguntando por qué, para empezar, confesó usted.

—¿Sabe la sentencia que me han impuesto?

—Sí.

—Entonces ¿qué más daba? Descargué la conciencia. A lo mejor me ayudará con Dios en la otra vida.

—Eso lo entiendo, pero para excarcelar al señor Mars tenemos que confirmar su historia. El FBI podrá hacerlo más rápido que la policía del estado. Así que, si todos queremos lo mismo, ¿por qué no cooperamos?

—Me parece demasiado gordo para ser del FBI.

—Conmigo han hecho una excepción.

—¿Y eso por qué?

—Porque me gusta llegar a la verdad. ¿Puede ayudarme a hacerlo?

Montgomery dejó escapar un largo suspiro de resignación.

—¿Y qué más da? Vale. —Se frotó la cara con las manos esposadas y se arrellanó en el asiento.

—¿Ha oído hablar del TEPT, el trastorno por estrés postraumático?

Decker asintió.

—Bueno, nunca me hicieron las pruebas para ver si lo padecía, pero lo padecía. Y toda la porquería que ardía por allí. Munición, armas químicas. La mierda de agente naranja que arrojaron por encima de nuestras putas cabezas... ¿Y quién coño sabe lo que el Vietcong nos lanzaba? Respirábamos todo eso un día sí y otro también. Me ponía enfermo. Me extraña que no me causara un cáncer. Luego ese proyectil de mortero me estalló muy cerca. —Se indicó la cabeza con un tintineo de esposas—. Tuvieron que extirparme un pedazo de cráneo. Puede que incluso una parte del cerebro. ¡Mierda! Los del Departamento de Veteranos no me lo dijeron. Entonces empezaron los dolores de cabeza.

—Le impusieron el Corazón Púrpura —comentó Bogart.

—¡Menuda mierda! Eso fue todo lo que conseguí.

—Así que empezó a tener dolor de cabeza —dijo Decker.

—Sí. Y en el Departamento de Veteranos no quisieron saber nada. No me dieron tratamiento alguno. Sin embargo, intenté seguir con mi vida. Me casé, traté de conservar el trabajo, pero no pude. El dolor nunca cesaba y, cuando los médicos no quisieron extenderme más recetas, me encargué yo mismo del asunto.

—¿Quiere decir de conseguir drogas? —le preguntó Davenport—. ¿Para el dolor?

—Sí. Al principio poca cosa. Conseguía dinero para conseguir drogas. Luego empecé a conseguirlas de quienes sabía que las tenían. Pasé del intermediario para ir a la fuente. —Sonrió de un modo que ponía los pelos de punta—. El Ejército me enseñó a ser eficaz.

—Las drogas que seguramente tomaba son muy adictivas. ¿Se enganchó y no pudo parar? —preguntó Davenport.

—Sí. Era un completo yonqui. Hacía lo que fuera para conseguir más.

—¿Qué pasó luego? —le preguntó Decker.

—Fue como una bola de nieve. Era otra persona. Hice cosas que nunca había hecho. Hice daño a gente, robé. Todo me daba igual. Me trincaron unas cuantas veces por poca cosa, pero nunca llegaron a encerrarme. Pero mi primer matrimonio se acabó y perdí el trabajo, la casa, todo. Entonces empecé a viajar por el país, intentando dejar de tener dolor de cabeza.

—¿Y cómo llegó a toparse con los Mars?

Montgomery agachó de nuevo la cabeza, apretando entre sí los pulgares, con el ceño fruncido.

—Verá, yo no sabía que se llamaban así, al principio no.

—Cuéntenos lo que pasó esa noche —le pidió Decker.

—Llegué a la ciudad la noche anterior. Iba de paso. No conocía a nadie ni nadie me conocía a mí. Era un poblacho de un solo semáforo.

—¿Ha dicho la noche anterior? ¿Se alojó en alguna parte? —le preguntó Bogart.

Montgomery lo miró enojado.

—¿Y con qué habría pagado? No llevaba ni un céntimo. Ni siquiera calderilla. Tenía hambre, pero tampoco podía comprar comida. Mucho menos costearme una habitación. Dormí en el coche.

—Prosiga —le dijo Decker.

—Pasé por delante de esa casa de empeños al día siguiente. Estaba en el centro. Al principio no pensé nada, pero luego se me ocurrió una idea. Entré, con idea tal vez de empeñar algo. Tenía mis medallas y una vieja pistola reglamentaria. Si las empeñaba, podría conseguir algo de comer. Además, llevaba el depósito casi seco. Así podría llenarlo y dirigirme hacia el siguiente pueblo de mala muerte. Sea como sea, había un tipo en la tienda. Un tipo alto y blanco.

—Era Roy Mars —dijo Jamison—. Trabajaba allí.

Montgomery asintió en silencio.

—Pero entonces yo no sabía que se llamaba así. Saqué las cosas y se las enseñé. Me dijo que no le interesaba esa porquería. Dijo que había muchos ex militares en Texas y me indicó una caja llena de pistolas y de viejas medallas que los tipos habían empeñado y por las que no habían vuelto.

Bogart y Decker intercambiaron una mirada.

Mongomery siguió hablando.

—Sea como sea, eso me enfureció. Le pregunté al tío si él era veterano y me dijo que no era asunto mío y que si quería limosna me había equivocado de sitio porque ellos apenas se ganaban la vida. Entonces se abrió la puerta y entró otro cliente. Me quedé esperando en un rincón. Cuando el tipo abrió la caja registradora vi todo el dinero que contenía. Entonces supe que me había mentido. Tenía dinero. No iba solo tirando. Eso me enfureció todavía más.

—Y entonces ¿qué hizo? —le preguntó Bogart.

—Volví al coche y esperé. En el Ejército se aprende a ser paciente. Estaba vigilando al tipo y me daba igual lo que tardara. Cerró la tienda a las nueve, subió al coche y se marchó. Lo seguí. Llegó a su casa, que estaba en medio de ninguna parte. No había otras viviendas cerca. Eso me convenía. Entró. Estacioné y me apeé del coche.

—¿Qué coche conducía? —le preguntó Decker.

—Un Pontiac V-ocho Gran Prix del ’77. Un cacharro herrumbrado, azul marino, grande como una casa. Puedes aterrizar un helicóptero en el puto capó.

—Me sorprende que lo recuerde tan bien.

—Viví en ese coche cerca de un año.

—¿Era suyo? —le preguntó Decker.

Montgomery alzó la vista hacia él.

—Lo robé en alguna parte y en Tennessee cogí las placas de matrícula de otro embargado. No recuerdo dónde.

—Así que estuvo esperando fuera de la casa —dijo Decker.

—Eso es. La vigilaba. Otra vez, como me enseñaron en el Ejército. Miré por dos ventanas sin que me vieran. Solo estaban ellos dos. Él y, supuse, su mujer. Recuerdo que era negra, lo que me sorprendió, porque él era blanco.

—Vale —dijo Decker—. ¿Y luego qué?

—Esperé hasta las once y media o un poco más tarde.

—¿Está seguro?

Montgomery lo miró sorprendido.

—Sí. ¿Por qué?

—Quiero confirmar los datos. Adelante, siga.

—Entré por la puerta trasera. No estaba cerrada. Llevaba el arma en la mano.

—¿Qué clase de arma? —le preguntó Bogart.

—Mi arma reglamentaria, la que había querido empeñar.

Decker asintió.

—¿Y luego qué?

—No estaban en la planta baja. Había visto apagarse las luces y luego encenderse las del piso de arriba, pero no sabía en qué habitación estaban. Entré en un dormitorio, pero no había nadie. Carteles de chicas en las paredes, cosas de atletismo por todas partes. Supuse que era la habitación de su hijo. Me preocupaba que el chico estuviera durmiendo en su cama, pero no.

—¿Fue entonces cuando la vio? —le preguntó Decker.

Jamison y Davenport lo miraron fijamente.

Montgomery se humedeció los labios, asintiendo.

—Sí. La escopeta estaba en un estante, en la pared. Pensé que si iba a hacer aquello no podía usar mi arma reglamentaria. Podía llevarlos hasta mí, ¿sabe?, la balística y eso.

—No si no tenían su arma —puntualizó Bogart.

—Sí, pero podían arrestarme y entonces iban a tenerla —replicó Montgomery.

—Adelante, siga —le pidió Decker.

—Cogí la escopeta, encontré munición para ella en un cajoncito del estante y la cargué. Luego entré en su dormitorio. Estaban acostados, durmiendo, pero los desperté. Estaban aterrorizados. El hombre me reconoció. Le dije que quería el dinero de la caja de la casa de empeños. Si me lo daba, lo dejaría vivir. Dijo que era imposible porque el propietario se llevaba la recaudación todas las noches y la ingresaba en el cajero nocturno del banco. Eso me sacó de quicio. Verá, creía que el dueño era él, pero no era más que un empleado sin importancia. Eso sí, me había hablado con prepotencia, como si fuera el dueño del maldito negocio. No me gusta que me mientan. No sienta bien que te mientan. Habría apostado a que el hijo de puta nunca había llevado uniforme. ¿Y me miraba por encima del hombro? ¿Me decía que no iba a darme limosna? —Montgomery cabeceó. Una negativa categórica—. ¿Quién diablos se creía que era? No iba a consentírselo. Le pegué un tiro. Su mujer gritaba. No podía dejarla con vida, ¿verdad? Así que también le disparé. —Calló de repente y miró a Jamison y a Davenport.

—¿Qué pasa? —le preguntó Decker.

—No me gustó cargarme a la mujer, pero tuve que hacerlo. —Se encogió de hombros—. Había matado gente. En el campo de batalla y fuera de él. Pero nunca había matado a una mujer hasta entonces. Fue culpa de él, no de ella.

—¿Y qué hizo luego? —le preguntó Decker, disimulando su desagrado por el hecho de que aquel hombre echara la culpa del asesinato de Lucinda Mars a su marido.

Milligan estaba ocupado anotándolo todo en su tablet, pero no por eso parecía menos afectado por lo que oía.

—Me entró el pánico. Recibes una descarga de adrenalina mientras lo haces, pero cuando lo has hecho es como cuando bajas de un chute de crack. Te derrumbas. Lo primero que se me ocurrió fue huir, pero cuando miré los cadáveres se me ocurrió otra cosa. Mientras vigilaba la casa había echado un vistazo al garaje y había visto la lata de gasolina. Corrí a buscarla, los rocié de gasolina y les prendí fuego.

—Pero ¿por qué? —le preguntó Bogart.

—Me pareció... —Vaciló—. Me pareció que si tanto ellos como la casa se quemaban a lo mejor creerían que habían muerto en el incendio y no que alguien los había matado a tiros.

—¿Qué hizo con la escopeta? —le preguntó Decker.

—La dejé otra vez en el estante.

—¿Y luego se marchó?

—Sí. Me metí en el coche y me fui cagando leches.

—¿Vio algún otro vehículo mientras se alejaba? —inquirió Decker.

Montgomery negó con la cabeza.

—Tenía la mente tan hecha polvo por entonces que podría haber pasado junto a un convoy de tanques del Ejército sin verlos.

—¿Llevaba guantes? —preguntó Decker.

—¿Guantes?

—Cuando cogió la escopeta.

—¡Ah, sí! Llevaba. No quería dejar huellas. Estaba en el Ejército. Me tenían fichado. —Miró a Decker y, tras una pausa, añadió—: Y eso es... todo.

—Todo no.

—¿Cómo supo de Melvin Mars?

—¡Ah, eso! —dijo Montgomery, como si tal cosa—. No fue hasta el año pasado. Yo estaba aquí, en la cárcel. Un tipo me habló de Mars. Dijo que se lo había contado uno de Texas.

—Ese tipo de Texas, ¿tiene nombre? —le preguntó Bogart.

—Donny Crockett —contestó inmediatamente Montgomery.

—¿Y dónde está ahora?

—En un ataúd. También estaba en el corredor de la muerte. Lo ejecutaron hace cuatro meses.

Bogart y Decker se miraron. Davenport siguió mirando a los ojos a Montgomery.

—¿Por qué le habló de Melvin Mars? —le preguntó.

—¿No lo sabe? —Montgomery sonrió apenas—. Jugué al fútbol en Ole Miss. Era defensa. Eso significa que golpeaba con el cuerpo el cuerpo de otros todo el partido para que el corredor quedara bien. Nunca jugué contra Mars, porque yo era mucho mayor, pero oí hablar de él después. No lo relacioné con lo que había hecho en Texas, pero cuando mi compañero me contó los detalles, hice que mi mujer lo buscara en Google. Cuando vi las fotos de los padres supe que eran los que había matado yo.

—¿Y por qué decidió contarlo? —le preguntó Decker—. ¿Para que Dios fuera benevolente con usted?

Montgomery se encogió de hombros.

—Mire, de todos modos voy a morir. Me arruiné la vida. Ese tal Mars ha perdido mucho por mi culpa. Supongo que intento reparar el daño. Hacer una cosa buena antes de que me den la patada. —Calló y miró a Decker inquisitivamente—. Van a soltarlo, ¿verdad? No mató a sus padres. Lo hice yo.

—Ya veremos —repuso Decker—. Por esa razón hemos venido.

—Conté a los agentes locales todo lo que sabía de la casa y demás. Les di detalles que no revelaron al público. Fui yo. ¿Qué más puedo decir?

—Creo que ha dicho mucho —repuso Decker.

—¿Y jamás conoció a Melvin Mars? —dijo Bogart.

Montgomery negó con la cabeza.

—No, señor, nunca lo conocí. Si hubiera estado en la casa esa noche, también lo habría matado.

Todos se quedaron callados. Decker estudiaba atentamente a Montgomery y Bogart leía unas anotaciones. Jamison y Davenport observaban a Decker.

—Entonces ¿al final volvió a casarse? —dijo por fin este último.

Montgomery asintió.

—Un par de años después. Ya tenía cincuenta y pico, pero Regina era veinte años más joven. Así que tuvimos un hijo. Intenté sentar cabeza y estar limpio, pero no pude. —Volvió a señalarse la cabeza—. El dolor volvió. Constantemente tenía jaqueca. Volví a engancharme. Hice desastres. Regina se llevó a nuestro hijo. Empecé a atracar bancos y a vender drogas. Asesiné a un par de tipos con los que tenía negocios. Luego maté a un policía. Por eso estoy aquí.

—¿Dónde vive su actual esposa? —le preguntó Decker.

Montgomery enarcó las cejas.

—¿Por qué?

—Tenemos que hablar con ella.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Forma parte de la cadena. Tenemos que revisar todos y cada uno de los eslabones.

Montgomery se lo pensó un momento antes de responder.

—Vive a unos treinta y dos kilómetros de aquí. Tienen su dirección los de la prisión. Se mudó allí cuando me trasladaron a este sitio.

—¿Y cuánto tiempo llevan casados?

—Dieciocho años, más o menos. Creo que he estado en la cárcel los últimos nueve. Como le he dicho, me dejó cuando perdí el control. Maldita sea. Tommy no era más que un crío. Cuando me condenaron a muerte, sin embargo, vino a verme a la cárcel. No llegamos a divorciarnos legalmente. Supongo que yo le daba lástima.

—¿Cuántos hijos tienen? —le preguntó Decker.

—Tommy es nuestro único hijo. Vive con su madre, pero nunca viene aquí. No se lo reprocho. Fui un padre ausente, así que ¿por qué debería ser él un hijo presente? Es un jugador de fútbol muy bueno, por lo que ella me cuenta.

—¿Lo visita a menudo? —le preguntó Davenport.

Montgomery la miró a los ojos.

—Todas las semanas, como un reloj.

—Qué bien —comentó Davenport.

Montgomery la miró con recelo.

—¿Alguien más lo visita? —le preguntó Decker.

—No tengo a nadie más.

—¿Ningún abogado ni nada?

—Lo intentaron y fracasaron. Y se fueron.

—¿La fecha de su ejecución es...? —le preguntó Decker.

—Dentro de tres semanas contando desde ayer.

—¿Por qué ha elegido la silla eléctrica en lugar de la inyección letal? —le preguntó Davenport.

Todos la miraron.

Montgomery sonrió.

—Imagino que para ir al sitio al que iré es mejor estar acostumbrado al calor. ¿Y por qué no irse haciendo ruido?

—¿Qué planes tiene su mujer para cuando usted ya no esté? —le preguntó Decker.

—Empezar de cero en otra parte.

—Bien. Le diremos que le manda saludos cuando la veamos.

—Estoy haciendo lo correcto, ¿verdad? —inquirió nervioso Montgomery.

—No me corresponde a mí decirlo —repuso Decker—. Una cosa más. ¿Les robó dinero u otra cosa a los Mars?

Montgomery lo miró fijamente, con recelo.

—No. ¿Han dicho eso los policías?

—¿Cometió algún otro delito mientras estuvo en el pueblo? —le preguntó Decker.

—No. Ya se lo he dicho. Los maté y salí corriendo.

—Así que no se quedó por los alrededores para hacer algún trabajo ni nada.

Montgomery miró a Decker como si hubiera perdido la cabeza.

—¿Después de matar a dos personas?

—Así que no.

—¡No! ¡Maldita sea!

—¿Y cuánta distancia recorrió en coche cuando se marchó del pueblo?

—No lo sé.

—¿Recuerda alguna ciudad?

Montgomery reflexionó un momento.

—Puede que Abilene. Sí, eso es. Tomé la Interestatal 20 en dirección Este. Directamente hacia Abilene.

—Eso son, ¿cuántos?, ¿doscientos noventa kilómetros? ¿Un viaje de tres horas?

—Más o menos, supongo. Sí.

—Vale, gracias.

Cuando se disponían a irse, Montgomery los llamó.

—¿Pueden decirle al señor Mars que lo siento?

Decker se volvió hacia él.

—Realmente, no me parece buena idea.

La última milla
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