5
Estaba completamente oscuro. El comandante Bradbury se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared entre dos muebles. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, allí se sentía más seguro que en otra parte de la casa en la que se había ocultado.
Todas las persianas estaban bajadas y había intentado por todos los medios no hacer el más mínimo ruido. Tenía que sobrevivir hasta que llegaran Ryan y Rayleight. Entonces podría salir y apoderarse de la roca. Y ya nadie podría detenerle.
En un par de ocasiones, alguien había pasado cerca de la vivienda. En esos momentos, el militar se encogía en su escondite y aguantaba la respiración, rezando a un dios en el que no creía, porque nadie abriera la puerta. No llegó a saber si era porque realmente Dios sí que existía o, simplemente por suerte, pero los soldados pasaron de largo.
No sería capaz de decir cuánto tiempo estuvo así. El reloj había acabado tirado en alguna esquina de la oficina de Gueller, antes de hacer el amor con Lorenn y la casa estaba tan oscura, que solo llegaba a su interior una tenue luz amarillenta. Pero en algún momento del día, comenzó a escuchar el rumor de un motor.
En ese momento, Bradbury esbozó una sonrisa y se encogió más aun entre los dos muebles. El ejército por fin había llegado.
El capitán Jim Brody apartó la mirada de Riverside Falls con una sensación de pérdida y tristeza como no había tenido nunca. El centro del pueblo estaba completamente devastado. Desde el potente helicóptero en el que iba, podía ver edificios destruidos, personas corriendo de un lado a otro, como hormigas buscando alimento.
Entre las calles derruidas divisó los característicos camiones verdes del ejército. La primera oleada de ayuda había llegado apenas unas horas antes desde Lakeside. Lo que a Brody le gustaría saber era por qué la base aérea de Riverside no había enviado a nadie aún.
Sus jefes habían estado llamando sin descanso desde que sucediera la catástrofe, pero no habían obtenido ninguna respuesta. Nadie sabía qué había pasado, pero a juzgar por lo que estaba viendo en el pueblo, Jim se temía lo peor.
Cuando pasaron el término del pueblo, Brody cerró los ojos y dejó que el aire que entraba por la puerta lateral del helicóptero golpeara su rostro. Era como un ritual para él. Siempre, antes de entrar en combate, quería sentir el viento en la cara. Y, por alguna razón, presentía que no tardaría en entrar en combate.
—Nos acercamos, capitán.
Jim volvió a abrir los ojos y contuvo la respiración hasta que empezó a ver movimiento. Enarcó una ceja extrañado. Había esperado encontrar la base aérea vacía, pero por el contrario, lo que tenía setenta metros más abajo respiraba normalidad por los cuatro costados. Había varios coches circulando por los estrechos carriles y también pequeños pelotones de soldados, caminando entre los árboles.
Todo era perfectamente normal, excepto por la colina que siempre había estado en el centro de la base. Esa colina, sencillamente, ya no estaba. Era como si una potente bomba nuclear hubiera caído sobre ella y la hubiera destruido.
—¿Sabemos algo de Gueller? —preguntó a través del intercomunicador a su subordinado, que estaba sentado junto al resto de soldados, mirando el agujero que una vez fue una colina con la boca abierta—. ¡Jamie!
Jamie se sobresaltó dando un pequeño botecito sobre su asiento. Luego miró a Brody con los ojos muy abiertos.
—Hemos intentado ponernos en contacto con él hace cinco minutos —fue su escueta respuesta.
—¿Qué diablos ha pasado aquí?
El helicóptero sobrevoló unos instantes una pequeña cancha de baloncesto que había cerca de la casa de Gueller. Dadas las circunstancias, aquél sería un lugar tan bueno como cualquier otro para aterrizar.
En el mismo momento en el que el aparato se posó en el suelo, Brody y sus hombres descendieron, armados con fusiles y abriéndose en abanico para ocupar la mayor extensión de terreno posible. Avanzaron un momento a través del ensordecedor sonido del helicóptero y el vendaval que sus aspas provocaban y se detuvieron a esperar a que el motor se detuviera.
En ese momento comenzaron a aparecer soldados, los mismos que habían visto un instante antes desde las alturas y que parecían actuar con normalidad. Ahora, viéndolos a ras del suelo, Jim se dio cuenta de que eran cualquier cosa menos normales.
Caminaban de forma extraña, como si no fueran dueños de su cuerpo, y sus ojos... Los ojos de todos esos hombres los miraban sin ver, sin expresión ninguna.
—¿Qué diablos está pasando? —repitió en voz baja.
Sus propios hombres, todos soldados experimentados, observaban a su alrededor sorprendidos. Ninguno de ellos había visto nada igual.
Cuando, por fin, el motor del helicóptero se detuvo por completo, el ambiente se llenó de un silencio tan atronador que Brody sentía un zumbido en su cabeza.
—¿Quién está al mando aquí? —preguntó en voz alta.
Ninguno de los recién llegados contestó, pero el sonido de una puerta se dejó escuchar en algún lugar, detrás de ellos. Poco a poco, todos comenzaron a moverse, hasta dejar un pasillo por el que caminó una mujer joven, acercándose a ellos, contoneando las caderas.
—Creo que buscas al jefe de la unidad —dijo—. Aquí me tienes.
—Tú no eres el jefe de la unidad —replicó Brody—. Quiero hablar con el coronel Gueller.
—El coronel Gueller no está disponible ahora. Lo siento.
—¿Dónde está?
La joven se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos e hizo una mueca de asco. Entonces, Brody lo comprendió. Había pasado algo grave, eso estaba claro, pero esa chica tenía algo que ver.
—Exijo que me diga dónde está el coronel Gueller. —insistió.
—No te preocupes —la mujer dio un paso al frente y levantó una mano. Brody sintió que el suelo temblaba bajo sus pies—. Lo verás dentro de un instante.
Lorenn entró en el despacho que había sido de su padre y sonrió complacida. Desde el amplio ventanal que había junto al escritorio podía ver el helicóptero en llamas. No le había costado ningún esfuerzo acabar con ese pequeño pelotón.
Se sentó en el sillón y suspiró, cansada. Mantener controlado al ejército le consumía muchas fuerzas. Por eso no había adoptado también al nuevo grupo de hombres. Con los que tenía en su poder debía ser necesario para sembrar el caos en la ciudad esa noche.
Volvió a levantarse y atravesó el lujoso despacho hasta llegar a una pintura que representaba... algo. Era una de esas pinturas extrañas de los humanos en las que solo se veían dos cuadros y tres rayas y que, según el autor, evocaba la soledad, el amor o a saber qué cosa más. Una de tantas chorradas humanas que había visto desde que estaba allí. Pero, desde luego, lo importante del cuadro no era la pintura, sino lo que había detrás.
Al apartar el cuadro, que se separaba de la pared por medio de unas bisagras, había una caja fuerte que perteneció al coronel Gueller. La contraseña, como no podía ser de otra manera, era el cumpleaños de su hija. Siempre tan predecibles estos humanos.
Pulsó los botones correspondientes y la caja se abrió con un chasquido. Allí estaba. Lorenn miró la roca en la que Nablis y ella llegaron la tierra cincuenta años atrás. Era negra y brillante, como si alguien hubiera estado puliéndola durante mucho rato. Y no era grande, para nada. Podía cogerla con una sola mano. A veces, Lorenn se preguntaba cómo una cosa tan pequeña y aparentemente tan inofensiva podía contener tanto poder y, a la vez, tener la facultad de hacerle tanto daño si faltaba.
La robó del complejo secreto que había bajo la colina. Su incursión allí no fue solo para acabar con su enemigo. Con el tiempo había comprendido que la mejor forma de hacer las cosas era siendo productivo. Hacer varias cosas al mismo tiempo si tenía la posibilidad.
El hecho de que Lorenn se resistiera al principio a la posesión le brindó la oportunidad de tener la roca y a Julia Rayleight en el mismo sitio y al mismo tiempo. No hay mal que por bien no venga, como solían decir los humanos.
Lorenn se retorció en el interior de su mente, pero logró mantenerla a raya y ocultarla en lo más profundo. Pero solo un poco. Lo justo para que sintiera y viera todo lo que su cuerpo hacía.
Dos golpes sonaron en la puerta del despacho y la mujer se apresuró a devolver el meteorito a la caja fuerte. No quería que nadie, ni siquiera sus hombres, supieran dónde estaba.
—Adelante —dijo cuando el cuadro volvió a estar en su sitio.
Un soldado, un joven de unos veinticinco años con el pelo rapado y ojos azules, entró en la habitación, caminando sin apartar la mirada de ella. Su rostro, sin ningún tipo de emoción, parecía tallado en piedra. A Lorenn le resultó atractivo. Claro que, después de haber pasado una noche entera con Bradbury, cualquier cosa le parecía mejor.
—¿Le habéis encontrado? —preguntó rodeando la mesa para acercarse al soldado.
—Lo siento —contestó él—. No hay ni rastro de Bradbury.
A Lorenn no le pasó desapercibido que no uso ningún tratamiento con ella. Tampoco le importó. ¿Qué le importaba a ella si la llamaban señora, jefa o ama, o lo que sea? Lo que quería eran resultados. Y, por desgracia, no los estaba teniendo.
—¿Existe la posibilidad de que haya escapado de la base?
El joven negó con la cabeza.
—Tenemos hombres cada cincuenta metros en la valla perimetral —respondió—. Lo habrían visto salir. No, sigue aquí.
—Pues seguid buscando. Esta base no es tan grande.
—Lo haremos —asintió el soldado antes de girarse y caminar de nuevo hacia la puerta.
Lorenn inclinó la cabeza a un lado y le observó. Sonrió. Sí, definitivamente, le gustaba.
—Espera.
Él se detuvo y volvió para mirarla. Lo normal hubiera sido que su rostro expresara curiosidad, pero no, sus ojos seguían tan inexpresivos como siempre.
—Supongo —dijo Lorenn acercándose a él. Mientras caminaba, iba desabrochando los botones de la camisa que llevaba puesta—, que una persona menos buscando no será un problema. ¿Por qué no te tomas un rato libre? ¿Te vienes a la habitación?
En ese momento, la camisa cayó al suelo.