6
El sol se escondía ya tras las pequeñas colinas que había en el centro la Base Aérea de Riverside. A pesar de las leyendas que corrían sobre ella, y que Ryan Fox aseguraba que eran una patraña, aquél lugar era un lugar muy normal. Todo lo normal que podía ser una Base Aérea del ejército, claro está.
Se encontraba caminando por el carril que llevaba directamente al edificio principal, donde estaba la oficina del coronel Gueller. A su derecha, Lucas, un soldado recién llegado, le saludó con la mano. Era el jardinero. En esos momentos estaba podando la enredadera del porche de una de las casas de los mandos intermedios. Ryan supuso que, en breve, llegaría a la suya. Le devolvió el saludo y siguió avanzando, impaciente por llegar a su destino.
No solía ponerse nervioso. Al contrario, siempre solía mantener la calma en todas las situaciones. Incluso en Afaganistan, oculto tras unas rocas mientras un grupo de talibanes le disparaban, fue capaz de comerse un bocadillo con una Coca Cola. Pero ese día, no sabía por qué, no había parado de pensar en el misterioso ascenso que Gueller le había ofrecido. Era algo raro, sobre todo después de lo que pasó cuando eliminaron a Abu Yassif. Después de aquello supo que su carrera en el ejército se había estancado, en el mejor de los casos.
A unos veinte metros estaba la estrecha y empinada escalera que llegaba al despacho de Gueller. Ryan la miró como si mirara un dragón enfurecido, deseoso de entrar en batalla pero con miedo. Se había puesto el uniforme de gala, algo que odiaba sobremanera. Al caer el sol refrescaba un poco, pero no tanto como para estar cómodo con una gruesa chaqueta y una corbata apretando su cuello. Al pensar en ello, sintió una gota de sudor caer por su frente. Se detuvo un instante, poco antes de llegar a la escalera y se pasó el revés de la mano por la cabeza para secarla. Luego, de forma metódica, tiró de las mangas de la chaqueta para alisarla y movió el cuello para aplacar la presión de la corbata.
—Estás muy guapo —dijo una voz a su espalda—. Si mi padre fuera mujer, se tiraría encima tu de ti.
Cuando Fox se giró, Lorenn Gueller le dedicó una hermosa sonrisa. Tal vez la noche anterior también le dedicara sonrisas como ésa, pero lo cierto era que no lo recordaba. Iba vestida con unos cortos y ceñidos pantalones vaqueros y una camiseta roja que mostraba su ombligo, adornado con un piercing. Ryan hizo una mueca de fastidio. Era una pena acostarse con una belleza como ella y no acordarse de nada.
Lorenn se fue de su casa minutos después de que su padre se marchara en el coche. Apenas tuvieron tiempo de hablar de lo sucedido pero, eso sí, ella le dejó bien claro que habían hecho el amor y que quería repetir. Ryan tenía sensaciones opuestas al respecto. La chica era preciosa, con ese cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros y esos ojos azules y traviesos que le miraban con curiosidad. Pero era la hija del jefe de la unidad, de un amigo. No sabía qué opinión tendría el coronel sobre su relación. Si es que llegaba a haber alguna.
—Lorenn ¿qué haces aquí? —preguntó Ryan. Sonó borde, aunque no era su intención.
—Solo venía a desearte suerte —contestó ella dando un paso al frente—. Siento no haberme quedado esta mañana un rato más. Mi padre...
—Lo sé. No pasa nada.
—He oído que van a ascenderte.
Ryan miró a su alrededor. Otro soldado pasó tras Lorenn y desvió los ojos un instante para mirarle el culo. Fox guardó silencio para asegurarse de que no escuchaba nada sobre su reunión.
—¿Ya lo sabe todo el mundo? —le preguntó cuando el soldado estuvo lo suficientemente lejos.
—Vivo con mi padre —Lorenn esbozó una bonita sonrisa—. Me entero de cosas que nadie más sabe.
—Será mejor que no digas nada —le pidió—. No sé si tu padre quiere que se sepa.
—Por supuesto. Mis labios están sellados.
—Gracias —Ryan hizo un movimiento de cabeza en señal de despedida—. Si no te importa, tengo que entrar —añadió, girándose para encarar la escalera que llevaba a la oficina.
—Ryan —Lorenn le llamó antes de que pudiera poner un pie en el primer escalón. Él se volvió de nuevo—. Gracias por lo de anoche.
Fox levantó las cejas, sorprendido. ¿Gracias? ¿Le estaba dando las gracias por hacer el amor con ella? Le gustaba pensar que no lo hacía del todo mal, pero ninguna chica se lo había agradecido nunca, eso seguro.
Ella debió interpretar sus pensamientos porque su rostro enrojeció y sus ojos bajaron al suelo.
—Me refiero a hablar conmigo —aclaró—. Escucharme.
—Ah, así que hablamos.
—Bueno, no solo hablar pero... te portaste bien conmigo. Te lo agradezco.
Tal vez fuera el hecho de oír a Lorenn agradecerle algo que no recordaba haber hecho. O a lo mejor eran sus vivos ojos azules, Fox no lo sabía, pero le entraron unas ganas enormes de abrazarla y acunarla entre sus brazos. Tuvo que contenerse para no hacerlo delante del despacho de su padre y justo antes de una importante reunión.
Ella levantó la mirada y se mordió el labio inferior. Era un gesto que hacía siempre que se ponía nerviosa. Un gesto adorable.
—Tengo que entrar —dijo Ryan—. Hablaremos de ello en otro momento. ¿Te parece?
—Sí, claro —ella dio un paso atrás e inclinó la cabeza a un lado, haciendo que un tirabuzón rebelde le ocultara un ojo—. Adelante. Mucha suerte.
Ryan volvió a girarse y respiró hondo. Contó hasta cinco antes de comenzar a ascender la escalera. Cuando estuvo frente a la puerta giró la cabeza para mirar a Lorenn, pero la chica ya se alejaba en dirección a su casa, que estaba justo a la entrada de la base.
Decidió que lo mejor que podía hacer era olvidar durante un rato a Lorenn y centrarse en lo importante. Llamó a la puerta con los nudillos e, inmediatamente, el capitán Itzin, secretario de Gueller, la abrió, recibiéndole con una sonrisa falsa. Ryan veía bastante a menudo ese tipo de sonrisa en la base. Cuando llegó allí, acababa de salir indemne de un juicio militar en el que todo apuntaba que le declararían culpable. Solo la intervención del coronel Gueller evitó que fuera a la cárcel.
—Capitán Fox, buenas tardes —dijo Itzin, haciéndose a un lado para que Ryan pudiera pasar—. El coronel Gueller le recibirá en un momento.
Fox entró en la amplia habitación. Era la recepción del despacho de Gueller. A la derecha, una amplia ventana dejaba entrar la escasa luz que llegaba del exterior. A la izquierda, las puertas correderas que daban a la oficina del coronel, permanecían cerradas. Se sentó en un cómodo sillón de cuero que crujió bajo su cuerpo.
—Ha sido el sillón —dijo cuando Itzin levantó los ojos de los papeles que estaba leyendo y le miró con expresión acusadora—. Hacen ruido al sentarse.
El otro capitán hizo una mueca con los labios y volvió a sumergirse en sus documentos, ignorándole por completo. Ryan suspiró y colocó las manos sobre sus rodillas, intentando parecer lo más tranquilo posible. Itzin comenzó a escribir en el teclado del ordenador y Fox cerró los ojos, concentrándose en el sonido de las teclas.
La puerta corredera se abrió de repente y el coronel Gueller apareció bajo el marco. Iba vestido con su uniforme de gala, como Ryan. La parte derecha de su chaqueta estaba repleta de medallas.
—Capitán Fox —le saludó, llevándose la mano a la frente. Ryan respondió el saludo, levantándose del sillón—. Puede entrar cuando quiera.
Ryan no lo dudó. Quería terminar cuanto antes con aquello. Así que atravesó la puerta, que el propio Gueller se encargó de cerrar y se quedó allí plantado, en medio del inmenso despacho del jefe de la unidad. Allí había una mesa de madera maciza. Tras ella, una estantería repleta de libros de temas militares. Rodeando la habitación, vitrinas. Muchas vitrinas con maquetas de barcos, aviones, incluso una a pequeña escala que representaba la base de Riverside.
Además, a mano derecha había otra pequeña puerta que Fox sabía que daba a un dormitorio que, en ocasiones, Gueller usaba para descansar las noches en las que tenía que quedarse hasta tarde en la oficina.
De pie, a un lado del escritorio había un hombre unos años mayor que Fox. Estaba completamente rapado y le miraba con los brazos cruzados sobre el pecho, como si estuviera ya cansado de esperarle.
—Comandante Bradbury —saludó Ryan de nuevo, poniéndose en posición de firmes—. No sabía que estaría usted aquí.
—Tampoco sabía esta mañana que acabaría el día en el despacho del jefe de su unidad ¿verdad? —repuso con sequedad.
El capitán no supo qué contestar. Había tenido muy poco trato con Lucas Bradbury en los dos años que llevaba en la base. Sobre todo a causa de la auténtica indiferencia con la que el comandante le trataba. Prácticamente era como si no existiera. Ryan estaba convencido de que ese trato era debido a su aventura en Afganistan. Por eso le extrañó tanto que estuviera presente en aquélla reunión. Dudaba mucho que estuviera de acuerdo con su ascenso.
Gueller rodeó la mesa y se sentó en su sillón. Invitó a Fox a imitarle con un gesto de la mano, señalando uno de los sillones que había frente al escritorio. Cuando Ryan se sentó, Bradbury se quedó de pie, mirándole fijamente, estudiándole.
—Voy a ir directamente al grano —avisó Gueller, uniendo las puntas de los dedos—. El capitán Hank Miller ha muerto.
Fox abrió los ojos como platos. ¿Miller muerto? Lo había visto un par de días antes, mientras trabajaba en la oficina. El capitán Miller acudió a su mesa para recoger unos documentos. Parecía estar bien. No lo conocía demasiado pero sí sabía que era un hombre divertido y simpático. Mucha gente de la base le echaría de menos.
—Es una muy mala noticia —dijo—. ¿Cuándo?
—Hace dos noches —contestó Gueller—. Un accidente de tráfico. Su coche se salió de la carretera.
—Comprendo —asintió Fox—. Es una pena.
—Lo es. Era un buen soldado —intervino Bradbury con voz grave—. No dejaba a sus compañeros a su suerte.
Ryan se contuvo de contestar. Aquello había sonado a una acusación velada. Una acusación infundada, por supuesto. Pero no por ello menos dolorosa. Gueller debió interpretarlo de la misma manera, pues dirigió una mirada cargada de resentimiento al comandante.
—No hemos venido aquí a hablar del pasado del capitán Fox, comandante —le dijo—, sino de su futuro. Antes de morir, el capitán Miller iba a realizar una misión. Una misión de suma importancia —comenzó a explicar el coronel—. Necesitamos que lo sustituya. Usted es el hombre más preparado de la base.
Fox le miró sin saber muy bien qué decir. Estaba claro que su ascenso no era un ascenso real sino, más bien, un cambio de departamento. Tampoco le importaba. Sería capaz de hacer cualquier cosa por salir de las cuatro paredes en las que llevaba dos años encerrado. Estaba harto, muy harto de escribir informes sobre gastos de comida. Necesitaba otra cosa.
—¿De qué se trata?
Gueller sonrió complacido. Se incorporó un poco y agarró un mando a distancia que había sobre la mesa, junto a una foto de Lorenn. Estaba en una playa y ella estaba en bikini, sentada bajo una sombrilla. Fox también sonrió, pero no precisamente por lo mismo que el coronel. A Gueller se le borró la sonrisa de golpe.
Con el ceño fruncido pulsó un botón del mando a distancia y una imagen apareció en el monitor que había al otro lado de la habitación. Cuando Fox se giró, preguntándose si Gueller le mataría por mirar la foto de Lorenn, vio que la pantalla representaba la imagen de una mujer. Era una de esas fotos que se hacen cuando se detiene a alguien. De hecho había dos, una de frente y otra de perfil.
Debía tener unos veintisiete o treinta años como mucho. Rubia, ojos verdes, delgada... No podía saber mucho más solo con las fotos de su cara. Pero era una cara bonita, eso sí.
—¿Quién es? —preguntó interesado.
—Su nombre es Julia Rayleight —contestó Bradbury en su habitual tono seco—. Tenemos razones para saber que está en Riverside Falls. Ese es el aspecto que tenía cuando la detuvieron hace tres años. Se puede haber teñido, rapado o haberse puesto lentillas.
—Necesitamos que vaya a la ciudad —continuó Gueller—, la encuentre y nos la traiga.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho?
—No necesita saber eso, capitán Fox —Bradbury le fulminó con la mirada—. Cíñase a las órdenes.
Ryan respiró hondo antes de hablar:
—Con el debido respeto, señor —dijo dirigiéndose a Gueller e ignorando al comandante—, esta mañana me dijo que me lo contaría todo.
—No —respondió su superior con firmeza—, le dije que le informaría de su nuevo puesto. Lo que concierne a esa chica es alto secreto.
El capitán enmudeció. Era muy arriesgado realizar una misión sin tener toda la información pero por otro lado, esa tal Julia Rayleight, a pesar de haber sido detenida, no parecía muy peligrosa. Si aceptaba, al menos saldría de esas malditas oficinas.
—Estoy en profundo desacuerdo con esto —dijo—. Pero son órdenes. Y cumplo las órdenes.
—Buena respuesta, capitán Fox —asintió Gueller—. Saldrá esta misma noche. Vaya de incógnito. Solo podrá llevar un arma. Llámeme cuando llegue a la ciudad y yo le diré dónde se encuentra la chica. Cuando la tenga, tráigala con nosotros. ¿Alguna pregunta?
Fox sonrió con sarcasmo. ¡Como si fueran a contestarla! Ya habían dejado bien claro qué era lo que debía conocer y qué no.
—Ninguna —respondió levantándose del sillón. Se cuadró y saludó—. Con su permiso, he de ir a prepararme.
—El capitán Itzin le facilitará varias fotos más de la chica con distintos aspectos —le indicó el coronel—. Y, Ryan —añadió llamándole por su nombre pila por primera vez en la reunión—, mucha suerte.
Fox asintió con la cabeza y salió del despacho. Gueller observó la puerta corredera cerrarse con las manos juntas frente a su rostro. Estaba seguro de haber acertado al asignarle esa misión a Ryan. Si había alguien que pudiera salir airoso de ella, era él. Dirigió su mirada a la foto de su hija. Solo esperaba que Lorenn no le guardara rencor si salía mal.
El que no parecía estar del todo convencido era Bradbury, que se colocó frente a la mesa y le miró con desconfianza.
—¿Estás seguro de que podrá hacerlo? —le preguntó—. Ya sabes lo que pasó en Afganistan. Es un peligro para sí mismo y para los demás.
El coronel le fulminó con la mirada y se levantó de su sillón, apoyando las manos en la mesa. En cierto modo comprendía las dudas de Bradbury. Cuando Fox formaba parte de las Fuerzas Especiales, él y su equipo fueron enviados a vigilar a Abbu Yasif, un conocido líder terrorista. Solo eso, vigilar. Sin embargo, el capitán vio una oportunidad de oro para quitarle de en medio y desobedeció las órdenes. Abbu Yasif murió, librando al mundo de una amenaza, pero también murieron seis de los hombres de Fox. Tras un juicio en el que el capitán se enfrentaba a años de cárcel, Gueller intercedió por él y logró traerlo a la base. El resto, como se suele decir, es historia.
Sin embargo, casi ningún militar llegó a perdonarle que desobedeciera esa orden y actuara por su riesgo y cuenta, provocando la muerte de compañeros y amigos. Entre ellos, por supuesto, el comandante Bradbury.
—Ese hombre que acaba de salir por la puerta es el hombre más valiente y capaz que hay en esta base. No vuelva a decir eso, comandante —Gueller respiró hondo para serenarse. No era la primera vez que tenía que hacer frente a comentarios como aquél respecto a Ryan. Siempre le defendía. Y siempre lo haría—. ¿Qué sabemos de J4?
—Sigue ahí fuera —contestó Bradbury—. Igual que L2 —añadió señalando la imagen de Julia Rayleight en la pantalla—. Con el debido respeto, coronel. Si tan seguro está de las facultades del capitán Fox ¿no habría sido mejor mandarle en busca de J4?
Gueller negó con la cabeza mientras se mordía un labio.
—No —respondió—. Ella es más importante.
—Pero no podemos dejarlo suelto por la ciudad. Es peligroso.
—Lo sé —Gueller rodeó la mesa para acercarse al mueble bar en el que guardaba la bebida. Se sirvió un vaso de ron sin ofrecerle a Bradbury.
—Deberías mandar un pelotón o...
—Ni se te ocurra decirme lo que debo hacer —le interrumpió el coronel, girándose bruscamente, perdiendo los papeles—. Tú dejaste que Miller se lo llevara. Eras el encargado de mantenerlo vigilado y él escapó con J4. Tú tienes la culpa de que ahora esté ahí afuera. Tienes suerte de que no te haya mandado arrestar.
—Nadie podía imaginar que el capitán Miller hiciera lo que hizo —se defendió el otro—. Yo...
Gueller le interrumpió con un movimiento de la mano.
—A veces suceden cosas imprevisibles, Lucas. Ya deberías saberlo.
—Muy bien, coronel —admitió Bradbury—. Tiene usted razón. Pero eso no soluciona nuestro problema. J4 sigue suelto y dentro de poco empezará a atacar. Si no lo ha hecho ya.
—Encontraré una solución —aseguró Gueller, taciturno—. Porque si no la encuentro, que Dios no asista.