6
Eran las diez de la noche y la oscuridad había caído ya sobre Riverside Falls. En los alrededores del hospital Saint Cloud no se veía ni un alma. El pequeño edificio de dos plantas se elevaba sobre la carretera solo con varias luces encendidas. Por lo demás, nada se movía a su alrededor. Nada, excepto una figura que se escabulló entre dos coches estacionados en el parking.
Jack Mallory se apoyó en el Chevrolet azul y se asomó por encima del capó para mirar la entrada del Saint Cloud. No había nadie allí. El tiempo parecía haberse parado en aquél lugar. Algo que a Jack le venía de perlas pues su intención era pasar lo más desapercibido posible.
Si no se equivocaba la puerta principal debería estar abierta. No solían cerrarla de noche. Esa entrada era la misma que usaban para meter pacientes de urgencia, así que cuanto más fácil y rápido fuera entrar, mejor.
Cuando se aseguró de que tampoco había nadie en las ventanas que pudiera verle, Mallory se incorporó y caminó a paso rápido, atravesando el aparcamiento. Tardó menos de un minuto en llegar a las puertas correderas, que se abrieron automáticamente, sobresaltándole.
Oteó el interior y comprobó que no había nadie. Entonces entró lentamente. Al fondo del pasillo, una mujer leía atentamente un ejemplar de Apocalipsis, de Stephen King, tras un mostrador. Era Linda, la misma que había presenciado lo sucedido la noche anterior. Al parecer tenía la suficiente fuerza de voluntad para volver al trabajo.
Sabía que el depósito de cadáveres se encontraba en el sótano. Se accedía a él por una puerta blanca que estaba justo en frente del mostrador en el que Linda leía. Lo cual le venía bastante mal a Jack. No podría entrar por esa puerta sin que la chica le viera. A su juicio solo podía hacer dos cosas: esperar a que la enfermera se levantara para atender a algún paciente o al servicio, lo cual no tenía muchas esperanzas de que ocurriera pronto, o crear algún tipo de distracción. La segunda opción era la más rápida, pero también la más arriesgada.
Con una sonrisa se decantó por la última.
Linda Zimmer estaba completamente abstraída. Aquélla historia del rey del terror la tenía por completo absorta. A pesar de ser un libro bien gordo las páginas se sucedían sin apenas darse cuenta. Aun no estaba del todo tranquila después de lo sucedido la noche anterior, pero ¿qué podía hacer? ¿Quedarse en casa recordando a aquél hombre con la pistola? ¿O al evento tan extraño de la habitación? No, prefería ir a trabajar. Al menos así se mantendría ocupada. Es decir, todo lo ocupada que podía estar en el turno de noche de un pequeño hospital como el Saint Cloud.
Levantó la mirada del libro un momento. Le había parecido ver un movimiento por el rabillo del ojo. Se incorporó un poco y examinó el pasillo. No había nada. «Que tonta te estás volviendo, Linda», se reprendió a sí misma. «Aún estás sugestionada por lo que sucedió ayer». Volvió a sentarse y, de nuevo, pasó las páginas.
La rodeaba un silencio relajante. Nada la había molestado desde que empezó su turno dos horas antes. Por eso, cuando escuchó un ruido de metal contra metal, se sobresaltó, tirando el libro sobre la mesa.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó con voz temblorosa.
No hubo respuesta. Solo el rugir de un vehículo en la distancia. Linda se levantó y salió del mostrador para llegar justo a la mitad del pasillo. El ruido parecía venir del piso de abajo. En el sótano, lo único que había era una pequeña cocina que utilizaban para preparar los alimentos de los pacientes. Posiblemente, decidió, se hubiera caído alguna olla o sartén. Sí, eso debía ser. Alguno de los cocineros la habría puesto mal y se habría resbalado.
Más tranquila, atravesó el pasillo para llegar a la puerta blanca que daba a las escaleras que bajaban al sótano. Allí estaba oscuro. Solo el débil brillo de las luces de seguridad iluminaban los estrechos escalones que descendían.
—¿Hola? —llamó, más para terminar de tranquilizarse que porque esperara que alguien le contestara.
Era imposible que hubiera nadie allí. Sabía de buena tinta que todos los cocineros se habían ido a las nueve de la noche, después de dar de comer a los dos o tres pacientes que había en el hospital. No llegarían hasta las ocho y media del día siguiente, para el desayuno.
Sin embargo, para su sorpresa. El sonido metálico volvió a escucharse. Con un respingo, Linda dio un paso atrás.
—¡Kevin! —dijo de nuevo, intentando llamar la atención del jefe de cocina. Claro que sí. Era él. A veces se quedaba una hora más para limpiar a fondo la cocina—. ¿Eres tú?
Pero Kevin no contestó. Seguramente había entrado en la enorme cámara frigorífica en la que guardaban todos los alimentos. Allí dentro, aparte de hacer un frío de mil demonios, no se escuchaba nada.
Descendió los dos tramos de escalera, apoyándose en la barandilla e intentando mirar hacia abajo, en busca de algún movimiento. Por un momento se imagino volando en el aire y siendo aprisionada contra la pared, como le había sucedido al hombre que la amenazó a ella y a Rick la noche anterior. Imaginó a la mujer morena, asesinándola con los ojos convertidos en fuego.
Meneó la cabeza, apartando esos pensamientos de su mente. «No seas tonta», se dijo. «Estás pensando en el malo de Apocalipsis. Además, la chica ésa está muerta. Le pegaron tres tiros y la mataron. Ya no puede hacerte nada». Era Kevin, estaba tan segura como que fuera del hospital era de noche.
Aún así, llegó frente a la puerta de la cocina con paso tembloroso. Cuando la abrió, se encontró con varios fogones y un montón de cazuelas y ollas colgadas del techo. Al fondo, la cámara frigorífica permanecía completamente cerrada.
—¿Kevin? —preguntó entrando en la habitación.
Su corazón casi se paró cuando volvió a escuchar el sonido metálico. Esta vez más fuerte, más cerca. Dio un salto hacia atrás, aterrada y se agarró al quicio de la puerta. Luego, esbozó una sonrisa intranquila, que se convirtió en una carcajada.
—Kevin, gilipollas —maldijo entre risas—. Podías haber colgado las sartenes bien ¿no?
Frente a ella había dos sartenes que debían de haber caído de sus ganchos en el techo. Ella las había empujado con el pie cuando entró en la cocina. Se había puesto tan nerviosa que no podía parar de reírse de sí misma. Definitivamente estaba perdiendo la cabeza.
La puerta del hospital se abrió lentamente, cuando Jack volvió a acercarse. Sabía que la cocina tenía una entrada trasera que los cocineros usaban para tirar la basura en el contenedor que había cerca. También sabía dónde guardaban la llave de repuesto. Era una de las ventajas de vivir en un pueblo pequeño donde todo el mundo se conocía.
Solo había tenido que crear una distracción para que Linda bajara. Ahora tenía el pasillo libre para entrar en la morgue sin que nadie le viera. Salir tampoco sería un problema. Sabía que el depósito de cadáveres tenía unas pequeñas ventanas en la parte alta de la pared. No se podían abrir desde fuera, pero si desde dentro. Se colaría por una de ellas para salir.
Descendió las escaleras en silencio, justo cuando escuchaba los pasos de Linda, que volvía a su puesto de trabajo. Las luces estaban apagadas, pero el camino era fácil. Solo tenía que descender un piso. Allí había un pasillo. Al fondo, se encontraban las puertas batientes del depósito.
Durante el día, alguien le habría detenido, ya que en horario de trabajo allí se encontraba el doctor Torres realizando autopsias o lo que fuera que hacía allí dentro. Por la noche, sin embargo, no había nadie que pudiera detenerle. Por suerte, no había ni cámaras. Otra ventaja de vivir en un pueblo pequeño donde nunca pasaba nada.
Cuando entró en la sala, el olor a humedad impregnó sus fosas nasales. Olía a muerte allí dentro y Jack arrugó la nariz con asco cuando se le puso la piel de gallina. Nunca había entrado en un lugar como ese y no sabía que provocaba esa sensación. Se compadeció del pobre doctor Torres, que pasaba los días allí. Aunque, bien pensado, estaría acostumbrado. O eso imaginaba él.
Meneó la cabeza para despejarse y se reprendió a sí mismo por perder un tiempo precioso en esos pensamientos. Al fondo, había una ventana alta que daba al exterior. Decidió que antes de examinar el cadáver de la chica abriría la ventana. Por dos razones, la primera y principal para que se ventilara un poco la estancia. La segunda, pero no menos importante, para poder escapar rápidamente por allí, si alguien llegaba desde el pasillo. Cuando le ventana estuvo abierta y Jack hubo respirado algo de aire limpio se giró y se dispuso a hacer lo que había ido a hacer.
Las cámaras frigoríficas donde guardaban los cadáveres estaban a mano izquierda. Se dirigió hacia allí, sorteando en su camino varias camillas de metal. Junto a la pared había colgada una carpeta. Lo agarró y buscó el nombre de Julia Rayleight. Estaba en la nevera cinco.
Después de echar una rápida ojeada al pasillo que llevaba hasta el depósito para comprobar que no venía nadie, Jack abrió la puerta de la nevera y extrajo la camilla. El cadáver estaba tapado con una manta blanca. Tragando saliva, retiró la manta y observó el cuerpo de la chica. Aun no le habían realizado la autopsia y, a excepción de las heridas de bala que la habían matado, no tenía ninguna marca en la piel. Aunque ésta estaba blanca y fría al tacto.
Se sorprendió a sí mismo preguntándose qué había esperado encontrar. Él no era médico, tenía conocimientos muy básicos sobre medicina o sobre el cuerpo humano en general. Por lo que a él respectaba, solo veía a una chica de extraordinaria belleza muerta. No había más. Sin embargo, sí que hubo algo que llamó ligeramente su atención.
A pesar de no haber estado nunca en presencia de un cadáver en una morgue, si que había visto fotos en multitud de ocasiones. Muertos por disparos, atropellos de coches... Había visto muchas fotos, sí. Y sabía cómo eran las heridas que provocaban las balas. Y esas eran distintas. Tenían una extraña membrana que las recubría. Jack se inclinó para mirar más de cerca la herida del hombro. Dobló la cabeza, extrañado.
—¿Qué coño es esto? —se preguntó.
No era solo una simple membrana. Era como si la piel estuviera creciendo de nuevo por encima de la herida. No sabía si había alguna explicación científica para ello pero, desde luego, nunca había visto nada similar. Apartó un poco más la sábana para mirar el resto de las heridas.
El agente del FBI, Tyler, se apeó del coche y lanzó una fría mirada al hombre que iba en los asientos de atrás. Éste, con las manos esposadas, le lanzó una sonrisa y le saludó con un movimiento de cabeza. Parecía tomárselo todo a broma y no le gustaba nada de nada. Sería un viaje muy largo hasta Washington. Pero una vez allí, todo el cinismo del que hacía gala se derrumbaría, estaba seguro. Allí tenían métodos para que la gente como él cantara como nunca había cantado. Entonces averiguarían qué demonios estaba haciendo en el hospital y por qué intentó llevarse a la chica.
Bach salió por la puerta del copiloto y observó a su compañero por encima del techo del coche. Era de noche y solo una farola de luz amarillenta derramaba algo de claridad sobre ellos. La puerta principal del pequeño hospital de Riverside estaba a solo unos diez metros.
—Voy yo a por el cadáver —Bach también miró al prisionero. Luego se volvió a su compañero—. Vigílalo ¿vale? Que no haga nada raro.
Tyler volvió a mirar de nuevo al hombre y arrugó los labios en un gesto de desprecio.
—No te preocupes —la tranquilizo—. No irá a ningún sitio.
La agente sonrió complacida y se volvió para entrar en el hospital.