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Una de las cosas que más intrigaba a Ryan era el hecho de tener que llamar a Gueller cuando llegara a la ciudad. El coronel le había dicho que le diría exactamente dónde estaba la chica. Lo que significaba que lo sabía. ¿Pero cómo? Una cosa era saber que estaba en la ciudad y otra muy distinta conocer su ubicación precisa. Todo en esa misión era raro. Desde su propia implicación hasta el objetivo en sí. ¿Qué peligro podía esconder esa chica?

Eran preguntas sin respuesta, claro estaba. Al menos de momento. Una de las cosas a las que había intentado acostumbrarse desde que estaba en el ejército era a cumplir las órdenes sin rechistar. Por desgracia no había tenido mucho éxito, aunque ahora estuviera intentando reformarse.

Detuvo su vehículo negro a un lado de la carretera. Estaba en la Plaza principal de Riverside Falls. Justo en medio se encontraba el gran Obelisco a los Caídos. Debajo había una placa con el nombre de todos los combatientes del pueblo que habían muerto en alguna guerra. A Ryan se le ocurrió que, si no le hubieran trasladado a la base aérea, el suyo no habría tardado demasiado en ser inscrito en ella. O más bien no. Creció en la soleada California, muy lejos de aquél pueblecito perdido de la mano de Dios. No tenía los requisitos necesarios.

Al observar el obelisco no pudo evitar acordarse de sus compañeros, asesinados a sangre fría en Afganistan. Asesinados por su culpa. Si él no hubiera desobedecido las órdenes, quizá las cosas hubieran sido muy distintas. Apretó los dientes con fuerza, como hacía cada vez que recordaba aquél suceso. Era una manera, seguramente inconsciente, de apartar esos pensamientos de su cabeza. Volvió a prestar atención a su alrededor.

A esas horas de la noche, las calles se encontraban completamente vacías. Durante el trayecto de la base hasta allí apenas había visto a nadie. Solo a un hombre que cerraba, tal vez demasiado tarde, su pequeño local de comida rápida. Por lo demás, todo estaba en silencio. Un silencio que cortaba la respiración. Percibía algo en el aire, algo que le ponía los vellos de punta pero que no era capaz de identificar.

Cogió el móvil del asiento del copiloto, donde acostumbraba a dejarlo mientras conducía. Busco el teléfono de Gueller en la agenda y pulsó el botón de llamada. El coronel debía estar esperando su llamada con una mano en el teléfono porque apenas sonó el primer pitido, su voz saludó con gravedad a Ryan:

—¿Ya estás en el pueblo? —pregunto directamente. Así, de golpe, sin preguntar qué tal había ido el viaje.

—En la Plaza Principal —contestó, bajando la ventanilla para dejar que la brisa fresca entrara en el vehículo—. ¿Dónde está la chica?

—Te mandaré su ubicación al teléfono.

—Steve —, Fox sabía que no era momento de tutear al coronel, sobre todo cuando no sabía si estaría con el altavoz conectado y Bradbury estuviera escuchando, pero no le importó. Se le ocurrió que, tal vez, apelando a su amistad pudiera sacarle algo—. ¿Piensa decirme qué está pasando?

—Tarde o temprano lo sabrás, Ryan —respondió el otro—. Pero no ahora. Céntrate en la chica y ya veremos mañana.

—No estoy cómodo con esto.

—No te hemos mandado ahí para que estés cómodo.

—Lo sé, pero...

—Por favor, Ryan —le interrumpió Gueller—. No me lo pongas más difícil.

El capitán respiró hondo, dándose por vencido. Estos militares cuando se empeñaban en algo no había manera de hacerles cambiar de opinión. Con amistad o sin ella. Se sorprendió al pensar en el ejército como algo ajeno a él. Tal vez los dos años en la oficina le habían cambiado. A lo mejor, ya no era la máquina de matar sin cerebro que era durante su estancia en Afganistan.

—Está bien, coronel. Confío en usted.

—Se lo agradezco, capitán.

Y colgó. Ryan giró su Iphone para mirar el mensaje que Gueller le había enviado. No era un mensaje de texto, era una aplicación. Cuando la abrió la pantalla mostró un plano. Fox reconoció las calles de Riverside Falls en él. En la Plaza Principal había un punto verde fijo que dedujo que debía ser su propia posición. A lo lejos, a unos dos kilómetros, calculó, había otro punto verde, éste intermitente. Estaba en un edificio grande. Esa debía ser la posición de la chica. El coronel le había mandado un GPS, un puñetero GPS.

Eso le dio otro dato más. Además de saber dónde estaba la tal Julia Rayleight, lo sabían en tiempo real. Tal vez, la chica tuviera algún tipo de localizador. Aquello no hizo sino acrecentar el misterio. ¿Qué hacía Julia Rayleight con un localizador del ejército?

En fin, pensó mientras volvía a arrancar el coche, tal vez tuviera suerte y lo averiguara cuando la encontrara. Tal vez.

Rick Christopherson esperó pacientemente a que el café se preparara en la máquina expendedora. Eran las doce y veinticinco de la noche y llevaba casi veinticuatro horas de guardia. Sabía que a sus casi sesenta años no era buena idea que hiciera guardias tan largas, pero necesitaba el dinero. Su hija Mindy estaba a punto de entrar en la universidad y se había empeñado en ir a la de Nueva York. Demasiada distancia para ir y venir todos los días, con lo cual tendría que alquilar un piso, además del gasto en comida, transporte... Y todo eso costaba dinero. Así que allí estaba, esperando a que se hiciera su cuarta dosis de cafeína del día.

Linda, la enfermera, estaba en el mostrador leyendo un libro de Stephen King. Podía ver el brillo de sus ojos con el pasar de las páginas. Tenía suerte de que fuera tan tarde. En otro horario, no le habría permitido leer. Bajo ninguna circunstancia. Pero la planta completamente vacía daba un poco de manga ancha a los trabajadores.

Al fin, el café terminó de prepararse y la cucharilla de plástico cayó desde las profundidades de la máquina. Rick agarró el café con las dos manos y sonrió al sentir el calor en las palmas. Le gustaba esa sensación. Se acercó al mostrador y colocó su carpeta sobre él, sin molestar a Linda que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Solo tenía que visitar a tres pacientes y podría irse a casa. Hasta las cuatro de la tarde, que debería volver.

Ansioso por terminar esa larga jornada, Rick se bebió el café de un trago. Abrió los ojos como platos cuando el líquido le abrasó la garganta e hizo un extraño sonido que, esta vez sí, llamó la atención de la enfermera.

—¿Se encuentra bien, señor Christopherson? —le preguntó apartando la mirada del ejemplar de Apocalipsis.

Él levantó una mano, haciendo un gesto de tranquilidad y, cuando recuperó el habla contestó:

—El café. Estaba caliente.

Ella esbozo una sonrisa. A sus treinta años, Linda era una mujer preciosa. Rubia, ojos grandes y verdes. Y una sonrisa que quitaba el hipo. El propio Rick pensaba a menudo que si tuviera veinte años menos, no estuviera casado y no tuviera una hija que quería ir a la universidad de Nueva York, posiblemente, le hubiera tirados los trastos. Muchos trastos. Pero eso sería en otra vida. Con ésta, estaba más que satisfecho.

—Esas máquinas lo calientan un montón —dijo ella—. Debería usted tener cuidado. A su edad no le vienen bien esos sobresaltos.

Ahí había otra razón. Linda le veía como un viejo. En fin, así era la vida. ¿Qué podía hacer?

—Tengo que hacer una última ronda, Linda —la informó—. Llevo el teléfono. Si hay algo...

—No se preocupe —le tranquilizo la joven—. Estaré alerta.

Acto seguido volvió a zambullirse en Apocalipsis. Rick sonrió mientras se giraba y atravesaba el pasillo. Sí, Linda tenía suerte de que fueran más de las doce de la noche y él estuviera cansado. Le echaría una buena bronca. ¿O tal vez no? Es que esa sonrisa...

El doctor imaginó que a Linda debía de haberle gustado el extraño suceso del otro día, cuando el cielo se volvió rojo de repente. Era algo muy típico de Stephen King. Él mismo se había sentido intrigado por el tema y había buscado en internet, con el ordenador de su hija, información sobre el tema. Había teorías de todo tipo y color, desde las más científicas y realistas, hasta las más fantasiosas. Por supuesto, los Ovnis y la base aérea de Riverside aparecían en todas y cada una de las páginas que visitó.

El primer paciente era Pete Rowland. Cuarenta y tres años, no fumador, parecía estar en forma. Pero era un hombre estúpido.

—Atravesar Main Street a cien por hora no fue muy inteligente —susurró al hombre dormido, al tiempo que se aseguraba de que sus constantes vitales estaban en orden.

Todo bien. La pierna y el brazo rotos se recuperarían completamente en unos meses. Aunque tardaría algo más de tiempo en conducir el coche, ya que le habían retirado el carné.

El segundo paciente era la señora Mcklusky. Setenta y cinco años, de los cuales cincuenta había estado fumando dos cajetillas diarias. Tarde o temprano acabarían pasándole factura. Así que allí estaba, con una máscara de oxigeno en la cara, luchando por sobrevivir después de un infarto. No sabía si moriría ese día o al día siguiente, pero no le quedaba mucho. Rick hizo una mueca con la boca. Se obligaba a distanciarse emocionalmente de los pacientes, pero en algunos casos era difícil. La señora McKlusky fue su canguro y estuvo perdidamente enamorado de ella hasta que cumplió los veinte años.

El tercer paciente... el tercer paciente era un misterio. Cuando Rick entró en la habitación aguardó un instante bajo el vano de la puerta, observando a la muchacha. Era condenadamente guapa, a pesar de estar toda sudada, con el pelo negro pegado a su frente. También estaba delgada, bastante más delgada de lo que era recomendable.

El señor Richie, que regentaba un taller de motos en Main Street, la había encontrado tirada esa tarde sobre las bolsas de basura de un contenedor, en un callejón. No tenía carné de identidad ni ningún tipo de identificación. Su primer pensamiento fue llamar a la policía pero entonces la vorágine llego al hospital. La señora McKlusky y Pete Rowland llegaron casi al mismo tiempo. Rick tuvo que atender primero a uno y luego a otra y la chica desapareció de su mente. Ahora era demasiado tarde para llamar al sheriff Cooper y, además, la chica estaba inconsciente. Cooper se empeñaría en despertarla para saber qué había pasado con ella. Así que decidió dejarlo estar hasta la mañana siguiente. Lo que la joven necesitaba era descansar.

Se acercó con paso cansado para mirar de cerca sus constantes vitales. Parecía estar en perfecto estado, como si estuviera durmiendo. Incluso había podido examinarla, sin que la joven se despertara. Tenía pocos datos para emitir un diagnóstico pero Rick opinaba que estaba en shock. Algo muy intenso debía haberle pasado para caer en ese estado.

Escuchó unos pasos en el pasillo, pero Rick los ignoró. Ya había acabado el día. Ahora el que tenía que descansar era él. Volvería a casa, abrazaría a su mujer y se perdería en el reino de Morfeo. Cuando salió, un hombre estaba frente al mostrador. Era alto, de unos treinta y cinco años y moreno. Llevaba el pelo corto y esbozaba una amplia sonrisa a la vez que hablaba con Linda. La joven enfermera miraba ensimismada los ojos negros de su interlocutor.

Rick caminó hacia ellos. No temía nada, pero era raro que alguien fuera al pequeño hospital de Riverside Falls a esas horas de la noche. En aquéllos momentos solo había siete pacientes, los tres que había visitado y otros cuatro que estaban en estado crítico en una sección distinta del edificio. Tal vez, se le ocurrió, fuera familiar de la misteriosa chica.

—Lo siento, caballero —decía Linda cuando Rick llego junto al mostrador—, pero sin algo que acredite que es usted familiar de esa chica no puedo dejarle pasar.

—Ya le he dicho como se llama —insistía el otro sin perder la compostura—. Julia Rayleight. Es mi prima.

—Lo siento —repitió ella—, pero...

—¿Puedo ayudarle en algo? —Rick se plantó junto a ellos y saludó al hombre con un movimiento de cabeza.

—Hola, me llamo Michael —se presentó el hombre extendiendo una mano. Cuando el médico se la estrechó continuó, arrastrando las palabras, como si estuviera agobiado—. Mi prima ha desaparecido esta mañana. Llevo buscándola todo el día. He pensado que quizás estaría aquí. Esta bella señorita me ha dicho que, efectivamente, esta tarde han encontrado a una chica. Tal vez sea ella.

—¿Ha llamado a la policía?

—Bueno, ya sabe que ellos no pueden hacer nada hasta que han pasado cuarenta y ocho horas desde la desaparición.

—Comprendo —asintió Rick—. El problema es que si no puede demostrar que, efectivamente, es su prima la chica que está aquí no puedo permitirle verla. Tenemos que velar por la intimidad de nuestros pacientes. Espero que lo entienda.

El hombre respiró hondo, como si se estuviera dando por vencido.

—Claro que lo entiendo —dijo mientras se rascaba la espalda—. Por supuesto que sí. Y eso es un problema. ¡Joder! —gritó de repente, sobresaltando tanto a Rick como a Linda—. Siempre es lo mismo, siempre problemas. Toooodo problemas. Al final voy a echar de menos las puñeteras oficinas y todo.

—Perdone, pero... —Rick quiso decirle que se tranquilizara, que podían arreglar aquello de alguna manera pero entonces el desconocido dejó de rascarse la espalda. Y el médico comprendió que no se estaba rascando la espalda. Lo que estaba haciendo era sacar una pistola que guardaba bajo la chaqueta—. Eh, eh, eh, espere. Esto...

—Cállese —le ordenó el otro—. Métase ahí dentro con la chica guapa y cierre el pico... por favor —añadió con educación—. No voy a hacerles nada, no se preocupen. Mi única intención es encontrar a mi prima y llevármela. ¿Veis? Fácil, muy fácil. Si en el fondo está chupado. Cojo a mi prima y me voy.

A esas alturas a Rick ya le había quedado claro que la joven que estaba encamada no era la prima de ese hombre. Por el rabillo del ojo vio que Linda había pulsado el botón de la alarma silenciosa. En esos momentos, el que estuviera de guardia en la oficina del sheriff ya debía saber que tenían problemas. Lo mejor que podía hacer era seguir la corriente a ese psicópata y esperar que llegaran refuerzos. Sí, eso era lo mejor.

—Habitación 34 —le dijo.

—Perdón ¿qué? —el hombre esbozo una amplia sonrisa cuando Rick habló. A pesar de tener un arma en la mano no resultaba demasiado amenazador.

—La chica que busca. Está en la habitación 34. Al fondo del pasillo a la derecha.

—Ah, cojonudo. Muchas gracias. ¿Venís conmigo?

Sonó como una pregunta de buen rollito, como si fueran amigos de toda la vida, pero la acompañó con un movimiento de pistola y se rompió el encanto. Linda y Rick se miraron mutuamente y, luego, se apresuraron a seguirle.

Main Street estaba completamente vacía a esas horas, por lo que el vehículo del sheriff la podía atravesar a toda velocidad. En su interior, Cooper y Olbert apretaban los labios. Era raro, muy raro que activaran la alarma silenciosa en el hospital. Que Jimmy recordara, solo había sucedido el día que el hijo de los McCallister murió y su padre se volvió loco. Golpeó a varios médicos y los acusó de no hacer bien su trabajo. Por lo demás, el hospital solía ser un lugar muy tranquilo.

Pero la tranquilidad parecía haber desaparecido del pueblo. Primero el cielo rojo y el accidente del amigo de Jack, luego los asesinatos en la gasolinera y la psicópata y, por último esto. ¿Qué demonios estaba pasando?

Cuando el coche entró en la rotonda que daba al hospital, Jimmy sacó su pistola. Cooper le miró extrañado. Lo cierto era que en muy raras ocasiones tenían que sacar sus armas.

—¿Crees que hará falta, muchacho? —le preguntó.

Jimmy tardó un instante en contestar.

—Por si acaso.

Riverside Falls
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