Nadaron desnudas

No es un sentimiento de tristeza, sino de indefensión. Como si le hubieran robado algo. Por eso, después de haberse lavado una y otra vez las manos en el baño de la terminal, Sophie busca un rincón donde guarecerse. Encuentra un asiento a un costado de la máquina expendedora de gaseosas, desde donde alcanza a ver la pista de aterrizaje. Recuerda que de joven, cuando se sentía así, buscaba una superficie brillante en cuyo reflejo deformado de la realidad enterrar los ojos. Ahora le basta una ventana.

Mira concentrada un avión, aún en tierra, que se mueve con lentitud en la pista principal. Por eso no ve a Antonia cuando se acerca a ella y suavemente toca su hombro.

—He vuelto —dice con una expresión alegre y los ojos muy abiertos. Levanta ambas manos, como si ella misma no entendiera por qué lo ha hecho—. ¿Quieres que nos tomemos ese café antes de que partas? A mí me hace verdadera falta.

—A mí también —dice Sophie con una sonrisa.

El restaurante es estrecho y tiene un aire de antigüedad. Los mozos circulan lentos y parsimoniosos en sus levitas blancas y ajadas.

Antonia le cuenta que Sebastián es un pequeño gran nadador y que cuando cumpla ocho años va a integrar el grupo de niños que entrenan para convertirse en profesionales.

—Ramón ya está pensando en las olimpíadas, ¿te puedes imaginar? —señala sonriendo—. Todo esto, claro está, si Sebastián persiste en su afición. Porque no quisiéramos proyectar en él nuestras aspiraciones frustradas. Aunque la verdad es que con Ramón nos hubiese gustado ser campeones, vaya, de lo que fuese —dice, y ambas ríen.

—Tu madre era también una gran nadadora —afirma Sophie—. Era bellísimo verla en el agua. Cuando entraba en una piscina algo le ocurría, daba la sensación de que era allí donde emergía su verdadera identidad.

—En cambio, ya ves, yo detesto el agua —señala Antonia, sonriendo.

—Tan solo en una ocasión nadamos juntas… —musita Sophie y se detiene.

Por los altavoces escuchan la voz de una mujer. Es apacible y adormilada, como todo en el aeropuerto.

—Oye, ese es tu vuelo, ¿verdad?

—Sí, pero aún faltan varios llamados. Tenemos tiempo para terminar nuestros cafés.

—Imagino que debió de ser muy especial para que lo recuerdes.

—Sí, claro, aunque como a ti, a mí no me gusta el agua. Nadamos desnudas.

Se vuelven a quedar sin palabras. El ímpetu recuperado por el retorno de Antonia pareciera haberse extinguido.

La imagen de los rizos de Morgana abriéndose como una planta marina en el agua atraviesa el tiempo. De pronto Sophie lo ve todo tan claro. Nadaban hacia un futuro incierto con el cuerpo y el alma desnudos. También Diego. Sí, también Diego.

El restaurante ha quedado desierto. Antonia carraspea y el sonido resuena en la estancia. En el ventanal, el avión de Iberia, el único en toda la pista de despegue, hace pensar en un inmenso animal prehistórico. Nuevamente la voz de la mujer anuncia el vuelo.

—¿No deberías entrar?

—Sí —afirma Sophie, pero no hace amago de moverse.

De pronto se siente incapaz de levantarse, coger su bolso y caminar hacia la puerta de embarque. Y no es hasta que escucha su nombre por los altavoces que entiende que no quiere despegarse de Antonia. Es una convicción que la golpea, pero que al mismo tiempo le produce una infinita tranquilidad. Piensa en los pájaros que llegan al manglar. Mira a Antonia. La mitad perdida de sí misma. Lo que las une de una manera que trasciende las formas no es un relato, es el fulgor de alguien que busca su origen, su mismo origen. Si logra transmitirle lo que siente, tal vez Antonia pueda perdonarla.