El silencio de sus palabras
A través de la ventana de la cocina, la fuente del jardín respira quietud. En el borde de la taza hay una jarra de flores ya marchitas que Antonia debió dejar allí para tirarlas más tarde. Sophie toma café en la cocina mientras Antonia, sentada frente a ella, hace una lista para las compras del supermercado.
No sabe cómo hablarle a Antonia de su intempestiva decisión de partir. Cuando le escribió, le dijo que estaría en la isla una semana. Pensó que, además de conocerla, sería una buena oportunidad para tomarse un descanso. ¡Cuán ciega estaba! No es su propósito herir los sentimientos de Antonia, expresándole que es incapaz de quedarse allí, pero tampoco quisiera mentirle más.
Suena su celular y lo responde.
Sophie habla con Gerárd en francés, mientras Antonia, con la punta del lápiz en la boca, la mira atenta. Gerárd logró encontrar un pasaje para esa misma tarde, a las ocho. Él estará esperándola en Orly, le dice. Le pregunta si se encuentra bien. Sophie le responde que sí, que ya le contará todo. Y cuando pronuncia la palabra «todo», su voz se quiebra imperceptiblemente. Quisiera poder hacerlo. Sacar de su cuerpo el secreto y la angustia que lleva consigo. Sí. Lo hará. Camino a casa le contará a Gerárd quién es Antonia y por qué no pudo decirle que era su hermana. Cuando cuelga, Antonia sigue mirándola con el lápiz en la mano.
—¿Te vas hoy? —le pregunta con calma y cierta frialdad.
—Sí —replica Sophie, escueta. La tensión de su cuerpo llega a dolerle, al punto que siente que está siendo jalado por tenazas invisibles desde diferentes direcciones.
—Pensé que te quedabas hasta el martes —Antonia habla con seriedad. No hay asomo de las sonrisas que suelen iluminar su rostro—. ¿Ha pasado algo?
—Es mi asistente, está en problemas —responde Sophie al cabo de un par de segundos.
Antonia guarda silencio. Sobre la superficie del agua de la fuente flotan hojas anaranjadas. No es un silencio pesado; por el contrario, es leve y solícito, como si lo hubiera dejado ahí para darle espacio a sus palabras. Tiene los ojos fijos en ella, y a pesar de que Sophie los elude, no puede desembarazarse de su intensidad. Se levanta de la silla. Ya no soporta los tumbos de su corazón. Resuenan en sus oídos, pero también en todo su cuerpo. Antonia espera que ella resuelva el acertijo que le planteó con su primer mail, con su visita, con los recuerdos que fue reconstituyendo para ella en los paseos. Porque es evidente que ha escuchado el silencio de sus palabras, lo que ha quedado suspendido en el aire sin decirse. Siente tanto haber tenido que llegar hasta aquí para entenderlo. Para comprender que al pasado hay que acercarse con reserva, desde la distancia. Qué sucio e intrincado camino recorren los pensamientos hasta estallar en claridad.
—Voy a armar mi maleta y así ya queda preparada para la tarde. Debiera pedir un taxi para que me recoja aquí a las cinco y media. Es más o menos media hora al aeropuerto, ¿verdad? —pregunta.
—Yo te llevo —señala Antonia.
—Pero a esa hora bañas a los niños, y la cena, y todo eso…
—Ramón puede hacerlo —responde con una convicción que no admite réplicas—. En el camino quiero mostrarte el manglar, es un sitio muy especial, una franja de tierra a escasos metros del mar donde llegan pájaros de todas partes del mundo.