Fragor de aluminio

Llegan a su edificio al anochecer. Dos hombres vestidos con idénticas chaquetas grises descienden del ascensor entre risotadas. Al verlos entrar, sus risas se paralizan y caminan presurosos hacia la puerta de acceso. En un segundo han desaparecido.

El ascensor huele fuertemente a colonia. Se detienen en el piso 12.

—Necesitamos una cerveza. ¿Quieres bajarte con nosotros? —le pregunta Diego. Morgana asiente en silencio.

El son tranquilizador de los acordes de un piano se desliza por el pasillo. Una de las luces está averiada y reina una pesada penumbra. Sophie va adelante haciendo sonar las llaves.

—¡Diego! —grita cuando está frente a la puerta de su departamento. Se echa hacia atrás y se lleva las manos a la boca.

Morgana y Diego apresuran el paso. Un rayado de pintura cubre casi toda la superficie de la puerta.

Comunista culiao, o la parái o te paramos

—Son ellos —dice Sophie, al tiempo que oprime la mano de su padre.

—Los de las llamadas —agrega Morgana.

—Mañana pido seguridad —dice Diego—. Ahora quédense tranquilas.

Sophie pasa sus dedos por la pintura fresca y luego se la queda mirando como a una sustancia extraña.

—Tanto daño, ¿verdad? —dice en un murmullo.

—Vamos, entren ya —les indica Diego.

El departamento tiene su apariencia habitual: los materiales de trabajo de Sophie, vasos sobre la mesa, libros por doquier, el desorden que ella y Diego comparten con relajada convicción. Se sientan en la sala y él trae quesos, pan y cervezas.

Los golpes metálicos de las cacerolas continúan, parecen surgir de los cuatro puntos cardinales. Algunos provienen de lejos y llegan hasta ellos en sordina. Son secos y siguen un ritmo, siempre el mismo, alcanzando todos los rincones de la estancia.

—No se cansan nunca —dice Sophie.

Diego enciende el tocadiscos. Pero es inútil. El fragor del aluminio persiste tras la trompeta de Miles Davis. La luminosidad de la ciudad encubre las estrellas, mientras que las ventanas de los edificios, ocultas durante el día, ahora refulgen con sus luces blancas y amarillas. Tras sus silencios lúgubres se asoma la inquietud. Diego, sentado en el sofá, golpea su encendedor Zippo contra su pierna. Morgana, en el otro extremo, saca un cigarrillo y él se lo enciende sin mirarla. Sophie, frente a ellos y con los ojos fijos en su vaso, parece haber emigrado.

Morgana tiene la sensación paralizante, parte incredulidad, parte miedo, que imagina invade a las personas cuando alguien les anuncia que ese dolor al cual no han prestado mayor atención delata una enfermedad mortal.

Al cabo de un rato, Sophie se levanta y se ofrece a preparar espaguetis. Mientras la escuchan en la cocina, Morgana y Diego permanecen en la sala, sin moverse, sin mirarse siquiera. Ella se aproxima a él y deja caer la cabeza en su hombro. Su contacto cálido la sosiega y la emociona. Siente ganas de llorar.

De pronto, Sophie aparece en la sala y Diego se desprende de Morgana abruptamente. Una reacción que si no hubiera sido tan repentina, tal vez no hubiese provocado en Sophie esa mirada que lo abarca todo, que se derrama, y que en pocos segundos se vuelve sombría, como si la tristeza hubiera de pronto oprimido su garganta.

* * *

En la madrugada, Diego se desliza entre sus sábanas y se recuesta a su lado. Morgana siente su aliento pesado resbalar por sus mejillas.

—¿Duermes? —pregunta él.

A esa hora, en que la plena claridad no se ha asentado aún, cualquier palabra parece adquirir un viso particular.

—Sophie no se quedó dormida hasta hace un par de horas.

—Fue todo muy fuerte. Yo tampoco logré dormir mucho.

—Ni yo.

—¿Quiénes son?

—Algún grupúsculo de ultraderecha. No van a llegar más lejos que esto.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—De todas formas voy a pedir que nos pongan a alguien por unas semanas. Eso logrará amedrentarlos si intentan entrar nuevamente al edificio.

—¿Tú crees que Sophie se dio cuenta de lo nuestro?

—No lo sé. Como sea, no puede volver a ocurrir, Morgana. Lo entiendes, ¿verdad?

—Claro que lo entiendo —replica ella. Escucha su propia voz ahogarse en un susurro.

De pronto, Diego la estrecha. Su abrazo es tan intenso y absoluto que pareciera surgir del interior de su ser. Aun cuando sabe que lo suyo nace de la atracción que sienten el uno por el otro, y que ese es el límite que Diego se ha autoimpuesto férreamente, por un fugaz momento tiene la certeza de su amor.