Entristefeliciéndose

Morgana dormita en la mecedora mientras el tiempo transcurre a golpes. Un día y una noche escuchando cada rechinar del ascensor, las sirenas y los carros blindados que surcan la avenida. No ha querido recostarse en su cama por temor a no oír el teléfono cuando suene. Su padre llamó varias veces para intentar convencerla de partir, y cada vez, ella se mantuvo firme en su decisión de permanecer ahí hasta que Diego volviera por ella.

Depende del café negro para no hundirse en la inconsciencia del sueño. La embarga una profunda languidez. No siente hambre ni frío. Por momentos tiene la impresión de que su biología se ha detenido. Sabe que debe alimentarse, por la niña, pero las arcadas de los primeros meses de embarazo vuelven a atacarla. En las horas de desvelo le escribió una carta a Sophie. Recordó las palabras que inventaban: sueñorealidasear, entristefeliciéndose, enmierdonubecelar. Necesitaban palabras nuevas que nombraran su mundo, y cada una de ellas las unía más profundamente. Intentó inventarlas una vez más para alejar el miedo, pero fue inútil. Los sonidos solo aumentaron el desconcierto y la extrañeza.

Cuando suena el timbre tiene las piernas dormidas por las horas de inmovilidad. Al otro lado de la puerta alguien la llama por su nombre. No sabe si la voz que proviene del pasillo es real o materia de sus ensoñaciones.

—¿Eres tú, Paula? —pregunta en un registro bajo.

—Vengo a buscarte.

Las lágrimas se deslizan por sus mejillas, lentas, gruesas. Abre la puerta. Se abrazan.

—Mírate, estás hecha un desastre —ríe Paula.

—¿Y tú? —replica Morgana, secándose los ojos con los nudillos.

Paula, sin peluca, el cabello cortado a tijeras, los labios finos e incoloros y la garganta indefensa, tiene la desfachatez y la franqueza de un chico.

—Ya ves, no necesito cambiar de apariencia, tan solo volver a ser yo —dice sonriendo—. Tenemos que salir pronto de aquí —señala con seriedad.

Le explica que Diego es uno de los veinte hombres más buscados de Chile.

—Vendrán por ti, Morgana. Tú eres el camino más directo para llegar a él. Está a salvo, pero no puede ponerse aún en contacto contigo —le dice, y cuando Morgana intenta averiguar más, Paula la detiene con sequedad.

La mujer que había permanecido oculta bajo las pelucas, sin dejar de ser cálida, es ahora implacable. Mientras Morgana se viste, Paula le pide la llave del departamento de Diego. Debe sacar de ahí documentos que no pueden caer en manos de los militares.

Morgana asiente dócil, silenciosa. Todo le parece tan grande que le es difícil abarcarlo. La grave dimensión de los hechos, en lugar de avivarla, de atizar sus sentidos, la adormece. Hace una maleta para Diego y otra para ella. En la suya introduce con cuidado la ropa y enseres esenciales de la niña. En la de él echa los cuatro libros que leía, ropa y, dentro de un sobre, los últimos poemas que ella le copió de Anne Sexton. Recuerda las veces que él, con su sonrisa de superioridad, declaró que el carácter íntimo y confesional de su poesía la hacía una poeta menor, y cómo, frente a la evidencia de sus versos, su juicio fue cediendo.

Mientras cierra la maleta, las piernas le fallan y cae al suelo. Entonces, todo el peso de lo real se viene sobre ella. Actúa como si hubiera una continuidad. Siguiendo esa lógica, el momento en que Diego encuentre los poemas debe por fuerza llegar. Pero de pronto entiende que han caído en un tiempo y en un espacio donde la razón ya no funciona. Cabe la posibilidad de que nunca vuelva a verlo.

La niña, desde el centro de su vientre, comienza a golpearla, a exigirle que reaccione. Pero sus patadas la hacen sentirse aún más débil. Así la encuentra Paula al volver del departamento de Diego, de rodillas en el suelo, la cabeza apoyada sobre el borde de la cama y los ojos cerrados.

A la hora de partir, Morgana saca fuerzas y, contra la voluntad de Paula, se lleva consigo su orquídea. Paula la conduce a casa de Nena y Roberto, una pareja de médicos que se ha ofrecido a esconderla. Antes de llegar le advierte que ellos la conocen por el nombre de Carolina Cortés, saben que espera un hijo y que corre peligro. Eso es todo. Razones suficientes para ayudarla.

Nunca antes la han visto; no obstante, la acogen con la familiaridad que se profesan los antiguos amigos. Se sientan en la sala. Una estancia amplia —decorada con objetos traídos de diferentes partes del mundo— a través de cuyos ventanales se divisa un extenso y cuidado jardín. Mientras hablan, Amalia, su hija de cinco años, toca su vientre. Roberto dice que ha escuchado de buena fuente que por las calles vacías, en el toque de queda, circulan camiones llenos de cadáveres. También, que aviones de la Armada han arrojado bombas sobre la población La Legua. Morgana, al escucharlos, siente que desfallece. Mira a Paula. Ella niega con la cabeza.

—Él no está en La Legua ni en uno de esos camiones —dice.

Paula parte pronto. A la seis de la tarde, las calles con sus banderas chilenas colgadas de las ventanas se vacían. Ven las noticias en la televisión de la sala. Las celebraciones en las casas vecinas los ahogan con su jolgorio.

Por la noche la persigue la imagen de un general Pinochet con la boca comprimida y los ojos ocultos tras un par de anteojos negros. En su desvelo escucha las risas y las explosiones lejanas que van siendo engullidas por el silencio. El Santiago de Diego, la ciudad donde él partía cada mañana, está agazapada en el otro extremo del río. Piensa que es incapaz de sentir más desolación. Para combatirla trata de abrir un claro en sus pensamientos donde asentar algún recuerdo. Intenta pensar en su padre, imaginarlo en el ocaso, su hora más preciada, cuando después de los avatares del día abría un libro sentado en su poltrona. Luego, ensaya a evocar los recuerdos tempranos junto a Diego, su primer encuentro en el ascensor, la playa, el velero que cruzaba el horizonte cuando se tocaron por primera vez, pero las imágenes se le presentan rígidas, desodorizadas, como si en lugar de su vida provinieran de una película.

* * *

Despierta en una cama angosta, de sábanas suaves y dibujos de flores. A través de una ventana empalmillada ve una luna blanca, inmóvil en un cielo fugitivo. Por un instante no sabe dónde se encuentra. El cuarto es de color rosa y una larga cinta de hadas recorre sus muros danzando. Desde una repisa, ocho ojos azules la miran con la expresión vacía de las muñecas. Está en la habitación de la hija de Nena y Roberto. En un rincón, junto a un oso de peluche gigante, su orquídea duerme.

De niña solía imaginar que era otra cosa, lo que fuera, el fin era no estar presente. En ocasiones, mirando una piedra, soñaba que era esa piedra, dura, insensible, o el espejo de la sala, siempre atento, siempre cambiante. Ahora podría imaginar que es una orquídea y así no tendría que cargar con su panza que se contrae y extiende desde la medianoche, cada vez con mayor frecuencia, cada vez con mayor hondura. Nunca le ha temido al dolor físico, por eso sabe que puede resistir. Pero una nueva contracción, más dolorosa que las anteriores, la obliga a reincorporarse. Camina descalza por el cuarto respirando hondo. En cada inspiración nota que el dolor cede un poco. Se concentra en el sonido que emite su boca al exhalar lentamente. Un día despejado comienza a emerger del cielo azul raso. Camina tres pasos y luego se da la vuelta, repite este movimiento varias veces, al tiempo que los ojos de las muñecas la siguen con sus expresiones deshabitadas. De pronto, una contracción muchísimo más dolorosa que las anteriores la dobla en dos. Se sienta en el borde de la cama e intenta respirar rápido, exhalando con fuerza. Por primera vez en mucho meses, no siente miedo, ese miedo que, a pesar de sus intentos por controlarlo, se le escapaba por la voz, por los ojos, por los dedos trémulos, invadiendo todo a su alrededor.

Al cabo de unos segundos ve el rostro adormilado de Nena asomándose a la puerta. Debió escuchar sus gemidos.

—¿Estás bien? —le pregunta, mientras se sienta junto a ella y toma su mano. Su voz la envuelve como un abrazo.

—Creo que voy a tener este bebé ahora —declara Morgana, intentando forzar una sonrisa.